siempre me fue fácil equilibrar trescientas sesenta y cinco cosas nuevas con el trabajo y la familia, y no dejar de lavar la ropa ni tener lista la cena cada noche. En las primeras semanas del proyecto, era común que a las 11:45 de la noche me devanara los sesos en busca de algo nuevo que fuera capaz de hacer en quince minutos. Por suerte, resultó que muchas de las cosas que no había hecho nunca podían completarse en un breve periodo. Hice mi primer sudoku. Me inscribí a un curso de italiano en internet. Fumé un puro. Me enchiné las pestañas.
Con el paso del tiempo, me di cuenta de que era más fácil que mantuviera abiertos los ojos a las posibilidades que me rodeaban. Resultó que había cosas nuevas por todas partes y que me bastaba con hacer un pequeño esfuerzo para disfrutarlas. Así, un sábado muy frío, en el que en condiciones normales me habría quedado acurrucada en casa con un libro, me abrigué y asistí a un Festival de Hielo. Una mañana me levanté a una hora demencialmente temprana para ver una luna de sangre. Celebré con mi cachorro el Día Nacional del Perro.
Mis amigas no tardaron en saber que estaba abierta a prácticamente cualquier cosa que pudiera considerarse nueva, y empezaron a lloverme invitaciones, no sólo de ellas sino también de otras amigas suyas. Fue así como viajé en un trineo tirado por perros, contemplé las estrellas en el parque High Line de Nueva York y comí con Antonia Lofaso, celebridad de Top Chef; asistí a un desfile de modas de la Fashion Week y conocí a Gilbert King, autor galardonado con el Premio Pulitzer. Además, acudí a incontables conferencias sobre todo tipo de temas que antes no habría juzgado útiles ni interesantes, y encontré algo apreciable en cada una de ellas.
En lugar de “¿Por qué?” me preguntaba “¿Por qué no?” y convertí “sí” en mi respuesta permanente.
Cada vez que me enteraba de algo especial, me forzaba a perseguirlo. En lugar de “¿Por qué?” me preguntaba “¿Por qué no?” y convertí “sí” en mi respuesta permanente. Cuando supe que un grupo de mi localidad intentaría entrar en el Guinness Book of World Records por lograr que un número nunca antes visto de personas saltaran en trampolines elásticos, me inscribí de inmediato. El día del evento amaneció frío y lluvioso. Ninguno de mis amigos ni familiares quiso acompañarme para constatar mi proeza, pero cuando llegué a la sede encontré a cientos de personas tan entusiasmadas como yo. Saltamos más de una hora, estimuladas por el ejercicio y la satisfacción de que hacíamos algo extraño pero maravilloso.
Una gran cantidad de mis cosas novedosas tuvo que ver con la comida: probé el jabalí, comí ortigas, probé las grosellas, bebí Limoncello, hice pesto y hummus en casa, preparé una pizza de cabo a rabo. Descubrí que las berenjenas tailandesas no se parecen a ninguna otra que hubiera visto alguna vez; son verdes y redondas, aunque la pulpa se ablanda al cocerse, como la de una berenjena común. Descubrí que los rábanos asados no me gustan más que los crudos, pero que adoro la maracuyá en todas sus formas.
Al mirar atrás, no me importa que muchas “cosas nuevas” de ese año no hayan sido del todo relevantes. Lo que cuenta es que descubrí que había un número infinito de cosas que podía probar. Esto me pareció una señal innegable de que, a los cincuenta años, mi vida era exuberante y estaba llena de promesas. Yo podía seguir creciendo, desplegar las alas y aprender cada día del resto de mi existencia. Disfruté la idea de cambiar de parecer, hacer un esfuerzo mental y salir de mi zona de confort. Por sí solo, esto me dio un motivo para recibir cada día como una oportunidad de experimentar el mundo de una forma levemente distinta, de contrarrestar lo fácil, predecible o monótono.
No puedo todavía volar un helicóptero. ¡Pero ya aparecí en un libro de los récords mundiales Guinness!
~Victoria Otto Franzese
Cocina extrema
Los retos hacen que descubras cosas de ti mismo que ignorabas.
~CICELY TYSON
Durante la primera mitad de mi vida, probar cosas nuevas no pasó de que rociara mis ensaladas con aderezos de marcas diferentes. Por muchos años, consumí y cociné platos típicos del Medio Oeste estadunidense. Admito que mis cenas no ofrecían gran variedad: los guisos a la cazuela, el pollo asado y el pastel de carne eran los manjares que predominaban en el menú.
Al poco tiempo de haberme casado, mi esposo me informó que había llegado la hora de que saliera de mi zona de confort y dejara de preparar recetas fáciles. Fue una forma amable de decirme que estaba harto de mis platillos.
Cuando ofreció llevarme a cenar a un restaurante cercano que presumía de su buffet, acepté encantada. Supuse que era imposible que estuviera en un error, e imaginé grandes cantidades de suculentas comidas repletas de carbohidratos.
Una vez que ordenamos nuestras bebidas, nos sumamos a la legión de hambrientos que examinaban el buffet. Yo giré a la izquierda y él se aventuró a la derecha. Llené mi plato con una ensalada que, desde luego, cubrí con mi aderezo de costumbre y volví a la mesa. Comía un pan cuando mi esposo regresó con un plato colmado de patas de cangrejo.
Yo ya conocía las patas de cangrejo. Las había visto en cangrejos, así como en fotografías y en Discovery Channel. Pero no estaba lista para la espigada y compleja maraña que mi marido puso frente a mis ojos.
Ésa no era una receta fácil. Era una receta complicadísima, sobre todo porque causó que se me revolviera el estómago.
Él tomó unas curiosas pincitas y las chasqueó ante mí.
—Empieza tú —me dijo y sacudí la cabeza—. ¡Al menos pruébalas! Te hará bien probar algo nuevo.
Levanté un par de aquellas patas, lo dejé caer y rezongué:
—Huelen raro. ¡Y parecen una araña gigante!
Alcé la mirada con la esperanza de que alguno de los comensales a nuestro alrededor saliera en mi rescate, pero nadie nos veía. Todos estaban demasiado ocupados con sus propias pilas de patas de cangrejo.
Minutos antes creí estar rodeada por individuos decentes y refinados. No era una receta fácil. Era una receta complicadísima. Ahora el restaurante era para mí una sala atestada de cavernícolas que prensaban conchas y desgarraban la carne de sus cangrejos con tenedores diminutos.
Blanca carne de cangrejo salpicaba el suelo. La mantequilla relucía no sólo en un tazón en nuestra mesa, sino también en la barbilla del vecino. La atractiva mujer que lo acompañaba tomó una pata y la quebró con un chasquido. Aparte de hacer compras durante el Black Friday, eso era lo menos civilizado que yo hubiera presenciado alguna vez.
Pero como hasta yo misma me permito probar cosas nuevas, me dije que las patas de cangrejo serían indudablemente deliciosas, por extravagantes que parecieran. Y por lo visto, todos los comensales experimentaban una especie de nirvana culinario.
Mi marido sonrió con aire de aprobación y me recordó lo apropiado que era que probara algo nuevo. Me enseñó a usar las extrañas pinzas y a doblar y quebrar la concha para que pudiera meter el tenedor y sacar la carne.
Cuando al fin conseguí prensar un cangrejo, ya me había comido un par de trozos de concha y tenía cortado un dedo. Acabé por usar la punta del cuchillo para extraer la carne. Los pedacitos que cubrieron mi plato alcanzaron para llenar una cuchara.
Nunca antes había tenido que hacer tanto esfuerzo para llevarme algo a la boca. Pensé que si un día quedaba varada en una isla desierta, moriría de hambre si sólo podía comer cangrejo.
Para mi gran sorpresa, me gustó. Disfruté de su peculiar y agradable sabor. ¡Ojalá hubiera podido sacar más de su envoltura y depositarlo en mi cuchara!
Mientras forcejeaba para sumergir en mantequilla los trozos que había sido capaz de reunir, mi esposo retornó de otro recorrido por el buffet. A ese ritmo,