Virgina Woolf

Flush


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      Nota del editor

      Este libro es una adaptación de la novela que Virginia Woolf publicó por primera vez en 1933. El texto fue reducido –a un 20% aproximadamente– para que se ajustara al formato de libro ilustrado que publica nuestra editorial. Con la reducción no buscamos una versión juvenil de la obra, aunque, por supuesto, creemos que este libro es apto para jóvenes lectores.

      En este sentido, intentamos conservar la prosa de Woolf sin simplificar la forma, el vocabulario o las ideas. Salvo por algunos conectores funcionales (del tipo algunos años más tarde) y la evidente traducción, cada oración intenta ser fiel a la original.

      Esta versión abreviada se alcanzó, sobre todo, mediante la selección de partes; fragmentos que luego hubo que unir, disimuladamente, para contar mejor la historia. Pero son esas partes originales –junto con las ilustraciones– las que por belleza, profundidad e inteligencia dan vida y sentido al perro Flush y a esta edición.

Flush

      Según escribió Sir Philip Sidney en Arcadia, en los tiempos de la reina Isabel (1533-1603) existía una verdadera aristocracia perruna: “Entre los canes, los galgos vienen a ser los lores; los spaniels ocupan el lugar de los caballeros, y los sabuesos, el de los terratenientes”.

      Todos los intentos de averiguar con precisión el año en que nació Flush han sido en vano. Sin embargo, es probable que naciera en 1842 y que fuera descendiente de Tray.

      Debemos conformarnos con los datos que nos da la poesía –muy poco confiable en materia de información– para tener una idea de cómo era Flush en su infancia.

      “Poseía ese singular matiz del castaño oscuro que resplandece al sol como el oro; tenía unos asombrados ojos avellana. Sus orejas eran como hilos trenzados; sus pies, finos, tapizados por sedosos mechones; su cola, amplia.”

      A pesar de las exigencias de la rima y las inexactitudes propias del lenguaje poético, hay que aceptar que Flush era, sin duda alguna, un cocker spaniel de pura raza, de la variedad rojiza, dotado de todas las virtudes de su especie.

      Los primeros meses de su vida los pasó en el campo; aunque en realidad pasaba casi todo el tiempo dentro de la casa con su dueña, Miss Mitford, que cuidaba a su padre y escribía.

      Los spaniels son comprensivos por naturaleza, y Flush, como lo demuestra su biografía, tenía la capacidad –hasta excesiva– de percibir las emociones humanas. Cuando por fin salían de paseo y veía a su querida dueña respirando aliviada el aire fresco, dejando que la brisa le despeinara su cabello blanco, Flush se sentía inundado por una alegría que expresaba con unos saltitos excitados, y que era, en parte, consecuencia de la felicidad que su propia dueña experimentaba.

      A medida que su dueña avanzaba entre el pasto crecido, Flush correteaba de acá para allá, abriendo surcos en la cortina verde. La tierra, a veces dura, a veces más blanda, más fría o más caliente, le hacía cosquillas en las suaves almohadillas de sus patas. Una mezcla sutil de los más variados olores le hacía estremecer las aletas de la nariz: olor a tierra fuerte, olor dulce de las flores, olor a hojarasca y arbustos.

      Pero de repente el viento traía un olor más intenso, más nítido, más incisivo que todos los demás, un olor que le atravesaba el cerebro y le despertaba millones de instintos y recuerdos dormidos: el olor a liebre, el olor a zorro. Entonces, corría a toda velocidad y se olvidaba de su dueña y de todo el género humano.

      Un amigo de la familia había ofrecido una fortuna por Flush. Miss Mitford necesitaba el dinero, pero vender a Flush era inconcebible. Flush no tenía nada que ver con el dinero; pertenecía a ese reducido número de cosas que no son comerciables, y de las que solo es posible desprenderse como un símbolo de amistad.

      Esa era la duda de Miss Mitford: ¿Debía ceder al impulso egoísta de conservar a Flush o debía regalárselo a su mejor amiga, la brillante y desdichada poeta Elizabeth Barrett? Miss Mitford no terminaba de decidirse, pero cada vez se planteaba el dilema con mayor frecuencia, tanto al mirar a Flush retozando al sol como cuando estaba junto a su amiga en su oscuro cuarto de Londres.

      Era un gran sacrificio, pero tenía que hacerlo: Flush era digno de Miss Barrett, Miss Barrett era digna de Flush.

      Un día de verano, Miss Mitford llevó a Flush a la casa de su amiga, una mansión sobre la calle Wimpole, la más prestigiosa e impersonal de las calles londinenses. Mientras subía las escaleras detrás de su dueña y el mayordomo, Flush sintió un exquisito aroma a carne asada, a sopa hirviendo; olores tan apetitosos como la propia comida. Pero había otros olores mezclados con los de la cocina: perfumes de cedro, sándalo y caoba, fragancias de miriñaques y tapices, olores de cuerpos macho y de cuerpos hembra, de criados y criadas, olores del polvo del carbón, de la niebla, del vino y los cigarros.

      Flush entró a un cuarto muy oscuro y sombrío. De pronto la puerta se cerró detrás de sí y oyó pasos bajando la escalera. Se dio cuenta de que su dueña se marchaba y sintió pánico. Oía perfectamente, una detrás de otra, las puertas que se cerraban detrás de Miss Mitford; se cerraban separándolo de la libertad, de los campos, de las liebres, y separándolo, sobre todo, de la mujer que lo había mimado, bañado, que le había pegado y que le había dado de comer cuando no tenía suficiente para alimentarse ella.

      Oyó otro portazo y supo que era el último. Era un hecho: estaba solo, ella lo había abandonado. Se sentía tan angustiado e impotente ante su destino que levantó la cabeza y aulló con fuerza.

      “Oh, Flush”, dijo Miss Barrett, y por primera vez lo miró a la cara. Flush también miró, por primera vez, a la dama tendida en el sofá. Se sorprendieron el uno al otro.

      Espesos rizos caían a ambos lados del rostro de Miss Barrett; sus ojos resplandecían y su boca grande sonreía. Espesas orejas caían a ambos lados del rostro de Flush; sus ojos también eran grandes y brillantes, y su boca, ancha. Había cierta semejanza entre los dos, y, sin embargo, estaban separados por un abismo. Ella tenía la palidez de una inválida privada del aire, del sol y de la libertad. En cambio, en el tosco rostro de Flush se reflejaba la vitalidad de un animal joven, todo instinto, salud y energía. Ambos parecían provenir de un mismo molde y haberse desdoblado después.

      Además, existía entre ellos la mayor separación que puede haber entre dos seres. Ella hablaba y él no. Ella era una mujer y él un perro. Y, sin embargo, a pesar de no poder comunicarse con palabras, siguieron mirándose, compenetrados, hasta que Flush se subió de un salto al sofá y se echó adonde habría de echarse toda su vida: acurrucado a los pies de Miss Barrett.

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