Didier Eribon
Regreso a Reims
Traducido por Georgina Frase
Eribon, DidierRegreso a reims / Didier Eribon. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2015.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descargaTraducción de: Georgina Fraser.ISBN 978-987-599-448-51. Sociología. I. Fraser, Georgina, trad. II. Título.CDD 301 |
Imagen de tapa: © Didier Eribon
Foto de solapa: DERECHOS RESERVADOS
Traducción: Georgina Fraser
“Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication Victoria Ocampo, a bénéficié du soutien de l’Institut français d’Argentine”
“Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut français d’ Argentine”
«RETOUR A REIMS» de Didier ERIBON
© LIBRAIRIE ARTHÈME FAYARD, 2009
© Libros del Zorzal, 2015
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Para G., quien siempre quiere saberlo todo.
Índice
Del mismo autor | 221
I
1
Durante largo tiempo, no fue para mí más que un nombre. Mis padres se habían mudado a ese pueblo en la época en que ya no iba a verlos. De vez en cuando, durante mis viajes al exterior, les enviaba una postal, en un último esfuerzo para mantener vivo un vínculo que deseaba que fuera lo más exiguo posible. Al escribir la dirección, me preguntaba cómo sería el lugar donde vivían. Mi curiosidad nunca llegaba más lejos. Cuando hablaba con ellos por teléfono, una o dos veces por trimestre, a veces menos, mi madre me preguntaba: “¿Cuándo vas a venir a vernos?”. Yo eludía la pregunta, pretextando que estaba muy ocupado, y le prometía ir pronto. Pero no tenía intenciones de hacerlo. Había huido de mi familia y no tenía ganas de reencontrarme con ellos.
Es por eso que conocí Muizon hace muy poco tiempo. El lugar correspondía a la idea que me había hecho de él: un ejemplo caricaturesco de “rurbanización”, uno de esos lugares semiurbanos en medio del campo, de esos que uno no sabe muy bien si todavía pertenecen al campo o si, con el correr de los años, se han vuelto lo que se suele llamar “suburbios”. Desde entonces me enteré de que, a comienzos de la década de 1950, el número de habitantes no superaba las cincuenta personas, nucleadas alrededor de una iglesia. En ella subsisten algunos elementos del siglo xii, a pesar de las guerras que devastaron, en oleadas periódicas, el noreste de Francia, esa región que, en palabras de Claude Simon, cuenta con un “estatus particular” y en la que los nombres de las ciudades y los pueblos se asemejan a sinónimos de “batallas” y “trincheras”, “cañonazos sordos” y “vastos cementerios”.1 En la actualidad, son más de dos mil las personas que viven en ese lugar, ubicado entre, por un lado, la ruta del champagne, que comienza a serpentear no lejos de allí, en un paisaje de cerros cubiertos de viñas, y, por el otro, una zona industrial más bien siniestra, en la periferia de Reims, a la que se accede tras quince o veinte minutos de auto. Se crearon calles, a lo largo de las cuales se alinean, de dos en dos, casas parecidas unas a otras. En su mayoría, se trata de viviendas sociales: sus inquilinos no son gente rica, ni mucho menos. Mis padres vivieron allí durante casi veinte años sin que yo me decidiera a hacer el viaje. Sólo fui a ese poblado —¿cómo llamar a un lugar así?— y a su casa después de que mi padre se fuera de allí, cuando mi madre lo internó en una clínica para personas con la enfermedad de Alzheimer, de la que ya no saldría. Ella había retrasado ese momento lo más posible, pero, agotada y asustada por sus súbitos accesos de violencia —un día, él había tomado un cuchillo de cocina y se había lanzado sobre ella—, finalmente se había rendido a la evidencia: no había otra solución. Apenas se fue, se me hizo posible emprender ese viaje o, más bien, ese proceso de regreso que no me había resuelto a hacer antes. Encontrar esa “comarca de mí mismo”, como diría Genet, de la que tanto había buscado evadirme: un espacio social del que me había distanciado, un espacio mental contra el cual me había construido, pero que no por eso constituía una parte menos esencial de mi ser. Fui a ver a mi madre. Fue el comienzo de una reconciliación con ella. O, más exactamente, de una reconciliación conmigo mismo, con toda una parte de mí que había negado, rechazado, de la que había abjurado.
Mi madre me habló mucho durante las visitas que le hice en los meses siguientes. De ella, su infancia, su adolescencia, su existencia como mujer casada… También me habló