Marina Adair

A Roma sin amor


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      Índice de contenido

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Capítulo 13

       Capítulo 14

       Capítulo 15

       Capítulo 16

       Capítulo 17

       Capítulo 18

       Capítulo 19

       Capítulo 20

       Capítulo 21

       Capítulo 22

       Capítulo 23

       Capítulo 24

       Capítulo 25

       Capítulo 26

       Capítulo 27

       Capítulo 28

       Carta de la autora

       Agradecimientos

      Título ori­gi­nal: BROMeANTICALLY CHALLENGED

      © 2020 by Marina Adair

      First Published by Kensington Publishing Corp. Translation rights arranged by Sandra Bruna Agencia Literaria, SL All rights reserved.

      ____________________

      Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

      Tra­duc­ción: María José Losada Rey

      ___________________

      1.ª edi­ción: enero 2021

      De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

      © 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

      Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

      08028 Bar­ce­lo­na

      www.ed-ver­sa­til.com

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      Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

      Para mi hija Thuy. La historia de tu adopción siempre será mi favorita.

      Capítulo 1

      En el momento en que Anh Nhi Walsh se puso el vestido de novia y notó cómo la seda, que debía de tener unos ochenta años, bailoteaba sobre sus caderas, supo que había habido un error.

      Un error tan terrible que ni todo el chocolate del mundo podría arreglarlo.

      Annie acababa de terminar un turno de treinta y seis horas, por lo que su cerebro iba al ralentí, pero cuanto más tiempo pasaba sobre sus Jimmy Choo plateados y con el maquillaje del día anterior, más claro le quedaba que ni el mejor sujetador push-up iba a solucionar lo evidente.

      Aquel no era su vestido.

      —No me lo puedo creer —susurró tapándose la boca con las manos.

      Cierto, el vestido había llegado hasta su puerta dentro de la caja a rayas de color crema y rojo, una entrega especial de Bliss, la boutique más exquisita de Hartford. Y sí, se trataba de la seda que la abuela Hannah había traído de Irlanda, y que ahora se bamboleaba sobre la cintura de Annie. Pero aquel no era el vestido de Annie, en absoluto.

      El vestido de Annie era elegante y sofisticado, un sentido homenaje a su abuela, la única persona que Annie quería a su lado cuando por fin caminara hacia el altar. La abuela Hannah no iba a permitir que algo tan irrelevante como estar muerta le impidiera asistir a la boda de su única nieta. Pero Annie deseaba que su compañía fuera mucho más que algo espiritual.

      Y por eso había encargado una actualización del vestido de boda de 1941, de corte griego con mangas casquillo y cola de sirena ornamentada, confeccionado con la misma tela que había llevado la mujer más importante de la vida de Annie en su día más especial.

      Annie se bajó el corpiño del vestido con ganas llorar. El escote corazón, demasiado ancho y voluminoso, era el golpe bajo definitivo que necesitaba para pasar página.

      Los seis años que llevaba trabajando como médica asociada de Urgencias le habían proporcionado una calma racional que le permitía actuar de manera rápida y eficaz en casi cualquier situación. Le habían enseñado a diferenciar entre lo mortal y lo dolorosamente incómodo. Con eso en mente, abrió la agenda del móvil.

      —Añade «asesinar al prometido» a mi lista de tareas pendientes —ordenó.

      —Añadido «asesinar al prometido» —respondió la voz femenina digital—. ¿Puedo ayudarte en algo más?

      —Sí. —Porque Annie sabía que un asesinato no era una respuesta racional, y, además, el Dr. Clark Atwood ya no era su prometido. Ni su problema.

      Según decía la letra elegante de la tarjetita de lino que los de Bliss habían enviado junto al vestido, esa responsabilidad recaía