EN TIERRA PAISA
DE NUEVO A LA CARGA
UN VACÍO A LLENAR
SE COMPLETA LA FAMILIA
PRÓXIMO DESTINO: COLOMBIA
DURANTE SU VIAJE A COLOMBIA EN 1983, el primer sucesor de san Josemaría, el beato Álvaro del Portillo, afirmó que ya en 1939 había oído hablar al fundador de su devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá, Patrona de Colombia, y también referirse con enorme cariño a este país. «Miro el porvenir con mucho optimismo —decía el fundador en 1947—: veo ejércitos de hijos míos de todos los países, de todas las razas, de todas las lenguas Basta con que los primeros hagan lo que puedan —¡con alegría!— por corresponder, obedeciendo cada día con más empeño».
Por esos años, a mediados del siglo XX, el mundo observaba con una tensa expectativa el desarrollo de la llamada Guerra Fría. Tanto la Unión Soviética como Estado Unidos realizaban pruebas atómicas, haciendo explotar bombas y desarrollando tecnología bélica, en un pulso que tenía en vilo al mundo. Mientras tanto, san Josemaría también promovía una guerra, pero diferente, porque —según sus palabras, recogidas en unos apuntes tomados de una de sus meditaciones—, «nosotros estamos combatiendo una hermosísima guerra de amor y de paz: in hoc pulcherrimo caritatis bello! Tratamos de llevar a todos los hombres la caridad de Cristo, sin excepción de lenguas, ni de naciones, ni de circunstancias sociales».
Como siempre, la cabeza del fundador hervía con proyectos apostólicos. No le faltaban iniciativas, pero sí medios materiales, tiempo y gente. Sus planes, aunque realistas y concretos, tenían aspiración universal y metas, por el momento, inasequibles: «El mundo es muy grande —¡y muy pequeño!— y es preciso extender la labor de polo a polo», decía.
De la conciencia de la filiación divina, central en la espiritualidad de la Obra, se desprende el afán apostólico.
Se entiende, por tanto, que la aprobación pontificia recibida en 1950 constituyera, entre otras cosas, un estímulo para la labor en todo el mundo. Esta expansión reflejaba, además, el carisma original que había recibido san Josemaría: el Opus Dei no había nacido para resolver el problema de un país, o de un momento determinado de la historia. Era un mensaje universal, en el tiempo y en el espacio.
El trabajo apostólico, iniciado en la segunda mitad de los años cuarenta en Portugal, Gran Bretaña, Italia, Irlanda y Francia, alcanzaría pronto a otros países europeos. El viaje realizado a América por algunos miembros del Opus Dei en 1948, fue seguido por el comienzo de la labor en México, Estados Unidos, Chile y Argentina.
Eran tiempos de incomprensión, de construcción y de expansión. De incomprensión: la había habido ya en España casi desde los comienzos; de construcción: porque estaban en pleno desarrollo las obras de adecuación de Villa Tevere, la sede central de la Obra en Roma, y del Colegio Romano[1]; y de expansión: porque el afán de san Josemaría por llevar a Cristo a las almas, hasta los últimos rincones del mundo, no daba espera.
Por esos años, considerando cómo la Obra difundía por el mundo el buen olor de Cristo, san Josemaría daba gracias a Dios al oír lo que algunos, sorprendidos de la vitalidad del Opus Dei, decían: ¡Cómo corre la Obra! «No saben —comentaba el fundador— que yo me he esforzado todo lo posible porque no corriera; hemos tirado de las riendas a este caballo joven, para que no se pudiera encabritar»[2]. Por entonces, el Opus Dei, además de estar arraigado en España, estaba comenzando en varios países de Europa y de América.
TAMBIÉN EN COLOMBIA
San Josemaría preparó con su oración, con su sacrificio, pero también con su incansable actividad, el comienzo del trabajo apostólico en Colombia. De este empeño personal son prueba fehaciente las cartas que, dirigidas a diversos eclesiásticos, prepararon el camino a las personas que habrían de empezar la labor apostólica del Opus Dei en este país. Desde febrero de 1951, el fundador mantuvo una correspondencia con algunos sacerdotes colombianos que se habían interesado por el comienzo de la labor del Opus Dei en su país, con la Nunciatura y con el arzobispo de Bogotá monseñor Crisanto Luque. Siempre procuró contar con la conformidad de la autoridad eclesiástica para empezar en un país, en una ciudad, y Colombia no fue una excepción en este modo de obrar.
Para los inicios de esa labor, una de las personas que vendría a tener un papel protagónico sería monseñor Carlo Martini, quien se había desempeñado como secretario en la Nunciatura Apostólica en Madrid. Llegó a tener gran amistad con san Josemaría y con Álvaro del Portillo, a raíz de unas circunstancias curiosas. Las primeras noticias que tuvo Mons. Martini sobre el Opus Dei fueron a través de algunas denuncias y calumnias que se presentaban contra la Obra en la Nunciatura Apostólica en Madrid. La investigación y estudio de estas denuncias dieron lugar, como era lógico, a un conocimiento grande y a una no menos grande admiración y estima por el Opus Dei, y a un trato muy cercano con el fundador.
Después, corriendo el tiempo, Mons. Martini vino a trabajar, como auditor a la Nunciatura en Bogotá. Viendo el buen ambiente de Colombia y la religiosidad de sus gentes, pensó que era un sitio ideal para el trabajo del Opus Dei, y empezó a insistir por carta a san Josemaría para que la Obra viniese cuanto antes a este país. De hecho, la primera carta de san Josemaría, fechada el 28 de febrero de 1951, que preparaba el comienzo de la labor en Bogotá, estaba dirigida a Mons. Carlo Martini, quien no sólo insistió mucho sino que se preocupó también de interesar en el asunto al mismo nuncio apostólico, que por entonces era Mons. Antonio Samoré.
San Josemaría, en los meses siguientes, escribió varias cartas al nuncio apostólico, a monseñor Crisanto Luque, arzobispo de Bogotá, y a dos sacerdotes colombianos que trabajaban con universitarios y estaban interesados en conocer el Opus Dei: el padre Luis María Fernández, asistente nacional de la Acción Católica en Bogotá, y el padre Isidoro López, de Medellín.
Todas estas gestiones las iba realizando san Josemaría en medio de un clima de trabajo intenso y de enfermedad. La diabetes que venía sufriendo desde 1944 no le daba tregua: trastornos visuales y circulatorios, ulceraciones, cefaleas, fuertes hemorragias, la pérdida de todos los dientes. Además, debía llevar una rígida dieta alimenticia que excluía muchos alimentos. Los padecimientos le resultaban tan intolerables que —en tono de broma— decía que le traían, de continuo, memoria del Purgatorio.
Además, en ese año 1951 tuvieron lugar, en España, tanto el primer Congreso General de los hombres, como el de mujeres, con todo lo que suponía de trabajo —antes, durante y después— una reunión de ese estilo[3].
El fundador seguía consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como cabeza de esa familia sobrenatural. Y pensaba, entre otras cosas, en los que pronto irían a Colombia. Ya desde el mes de abril de ese año, varias de sus cartas se referían al envío, casi inminente, de «un sacerdote y dos profesionales: más tarde se enviará un pequeño grupo de estudiantes».
Así pues, desde inicios de 1951, tanto el nuncio en Colombia como el arzobispo de Bogotá venían solicitando por escrito al fundador del Opus Dei que emprendiera cuanto antes la labor apostólica en este país.
El nuncio no se limitó a escribir cartas, sino que con mucho empeño tomó cartas en la cuestión. Procuró que desde la misma Nunciatura ayudaran a realizar los trámites de visados, y que se dispusiera el alojamiento en la Casa Provincial de los Hermanos de La Salle para quien fuera a iniciar la labor en Colombia.
A comienzos de septiembre de 1951 el fundador del Opus Dei escribió a Mons. Samoré anunciándole la próxima llegada del sacerdote Teodoro Ruiz. Le agradeció al nuncio todo el apoyo prestado para empezar la labor en Colombia y le sugirió que don Teodoro, muy versado en derecho canónico, le podría