EL VELO ALZADO
COLECCIÓN
RELATO LICENCIADO VIDRIERA
COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
Contenido
Introducción Adriana Díaz Enciso
El velo alzado
Capítulo I. Se acerca la hora de mi fin
Capítulo II. Antes de que el otoño llegara
INTRODUCCIÓN
Hasta el surgimiento de un tardío interés en la ssegunda mitad del siglo xx, El velo alzado había permanecido en la relativa oscuridad dentro del corpus de la obra de George Eliot a que su origen mismo parecía haberlo condenado.
Las circunstancias en que nació este texto de marcados lineamientos góticos, inusual en una autora célebre por la fuerza constrictora de su realismo, son ahora bien conocidas. Tras la publicación de su novela Adam Bede, Eliot se encontraba en los albores de la fama. Habiendo alcanzado su emancipación como mujer a un alto costo (vivía con George Henry Lewes, un hombre casado, y no había salido indemne del escándalo), empezaba a gozar los frutos de su emancipación intelectual, tras años de arduo trabajo no suficientemente reconocido como subeditora de The Westminster Review. No obstante, no podríamos decir que en 1859 fuera una mujer feliz. El salto a la fama era amedrentador, y a medio camino de la composición de la novela que la colocaría en el canon de la literatura inglesa, El molino junto al Floss, el temor de no estar a la altura de las expectativas había asumido la forma de esterilidad creativa. A esta angustia se sumó la muerte de su hermana Chrissey, quien, habiendo sido muy cercana, le había dado la espalda tras la conmoción de su unión con Lewes.
La depresión era un estado habitual en el ánimo de Eliot, al igual que los temores sobre su salud y la de Lewes, complicados por los achaques psicosomáticos de ambos. Coronaba este panorama anímico la pérdida de la fe, cuyo hueco la autora nacida como Mary Ann Evans nunca logró llenar, y que marcaría su vida y su literatura con una desesperada búsqueda de la gracia en la rectitud.
Eliot parecía vacilante al ofrecer El velo alzado (“no un jeu d’esprit, sino un jeu de mélancolie”) a su editor, John Blackwood, en marzo de 1859. Afirmaba no considerarlo gran cosa. Era su “crítico privado” (Lewes) quien la animaba a publicarlo. Una nota acompañaba al manuscrito: “Le adjunto el sombrío relato”.
El éxito de Adam Bede en febrero de ese año, avivado por las ardientes especulaciones respecto a la identidad del autor, había sido mayúsculo, y los editores de Blackwood Magazine no podían rechazar un manuscrito proveniente de la misma pluma. Aun así, tras reconocer la fineza de su escritura, Blackwood se atrevió a mencionar sus reservas: “Hubiera deseado que el tema fuera más feliz, y creo que algo debe haberle estado preocupando y perturbando al escribir”. Aconsejaba eliminar la escena de la transfusión de sangre, a lo que Eliot se negó, con la fiera defensa de la integridad de sus obras que la caracterizaba. El relato fue finalmente publicado de manera anónima. Esta práctica común en la revista era ahora particularmente conveniente, pues los editores temían afectar el prestigio del misterioso autor George Eliot, que debía preservarse para la aparición de El molino junto al Floss.
La reacción del público fue ambivalente. En palabras de Blackwood: “Los amantes de lo doloroso están muy entusiasmados […]; otros, como yo, están entusiasmados, pero desean al autor en un estado de ánimo más feliz”.
Años más tarde, en 1873, Eliot rechazó la oferta de volver a publicar el relato con una vaga defensa: “Me importa la idea que encarna y que justifica cuán doloroso es. Hay en él muchas cosas que volvería a decir de buena gana, y nunca las diré de ninguna otra forma. Pero debemos esperar un poco…” Incluye en su carta a Blackwood unos versos que, afirma, “dan indicación suficiente” de lo que la impulsó a escribirlo. Con éstos como epígrafe apareció publicado en la Cabinet Edition (junto a Silas Marner y El Hermano Jacob) y en todas las ediciones posteriores, cifrando la congoja de Latimer, el protagonista, para quien su don indeseado de un conocimiento excepcional resulta en la exclusión de toda comunidad humana.
Si bien El velo alzado es un claro espécimen del gótico y de la prosa sensacionalista que llenarían de sombras no siempre memorables a las letras del siglo xix británico, su oscuridad es genuina y no artificio. Uno de los rasgos que hacen de él un texto atípico de Eliot es la narración en primera persona en voz del protagonista, notablemente disímil de la del narrador (o narradora) omnisciente de sus obras más famosas, no exenta ésta de sarcasmo y sí, en ocasiones, falta de la piedad que Eliot invocaba como uno de los sustitutos de la fe. La visión de la naturaleza humana de este narrador, no identificado pero más que presente en sus grandes novelas, es no sólo pesimista, sino acerba. Latimer comparte el pesimismo, pero siendo éste fruto de su experiencia íntima, el efecto más emotivo compromete al lector.
Latimer es un joven frágil y enfermizo, con la sensibilidad del poeta: inútil para toda actividad utilitaria que pudiera hacerle ocupar un lugar en la sociedad, pero despierto a la belleza del arte y la naturaleza. Sería el prototipo del héroe romántico, si no fuera porque Latimer es un poeta mudo. Carente de vínculos afectivos desde la muerte de su madre, educado por un padre que desprecia su manifiesta debilidad, comparado negativamente con un hermano exitoso y desenvuelto, sofoca los estallidos exaltados de su espíritu. Tras el embate de una enfermedad indefinida se descubre poseedor del don de la clarividencia. No sólo lo asaltan vívidas imágenes de momentos futuros o de lugares que no conoce, sino que asoma al interior de la mente de quienes lo rodean. Si en un inicio este don, tras su vislumbre de un perpetuo y decadente mediodía en Praga, le hace albergar la esperanza de poseer la capacidad visionaria del poeta, la intolerable intromisión de los mezquinos pensamientos ajenos aniquila toda esperanza de comunicación, segando su fe en el refugio de la poesía. Latimer —como Eliot— anhela una trascendencia que le es negada.
Una sola conciencia permanece cerrada para él: la de Bertha Grant, hermosa y huérfana heredera, y prometida de su hermano. En ella vemos prefigurado al personaje femenino con que Eliot es más inmisericorde: la mujer bella, ambiciosa y frívola. Mucho se ha hablado de la proyección de la autora en la creación de estos personajes. En la sociedad en que le tocó vivir (Mary Ann Evans nació en 1819, el mismo año que la Reina Victoria), la descripción que tuvo en suerte recibir con cruel insistencia, junto a la de su intelecto deslumbrante, era la de su físico desafortunado: fea, hombruna, desagraciada. Si nos atenemos a su correspondencia y sus diarios, hay que suponer que la creía cierta. Algo de venganza asoma en la creación de sus villanas, entre las que Bertha Grant resulta particularmente irredenta. El velo alzado es un relato temprano en la obra de Eliot, y el retrato un tanto artificioso de Bertha es una de sus imperfecciones. Sin embargo, reconocemos en ella los lineamientos de personajes más logrados: pienso en la Rosamond Vincy de Middlemarch, o la Gwendolen Harleth de su última novela, Daniel Deronda (con ésta comparte los atributos de la serpiente, y hasta un vestido blanco con ornamentos de hojas verdes). Rosamond y Gwendolen son personajes complejos, capaces de despertar simpatía pese a sus limitaciones y al castigo que Eliot les impone, pero no podemos menospreciar la importancia de Bertha Grant como modelo de la liviandad femenina y los males que acarrea.
La clarividencia de Latimer es una inusual incursión de Eliot en el terreno del romanticismo y el gótico, por no hablar de la resucitación de una muerta —la oscura señora Archer—, mediante una transfusión. Como en Frankenstein, que le precede y que probablemente Eliot haya leído, aquí también la ciencia, y la ambición intelectual que la acucia, son presentadas como