Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes: La colección completa


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bajo juramento que se trataba del propietario de la mansión de los Baskerville. No había, desde luego, lesión corporal de ningún tipo. Pero Barrymore hizo una afirmación incorrecta durante la investigación. Dijo que no había rastro alguno en el suelo alrededor del cadáver. El mayordomo no observó ninguno, pero yo sí. Se encontraba a cierta distancia, pero era reciente y muy claro.

      —¿Huellas?

      —Huellas.

      —¿De un hombre o de una mujer?

      El doctor Mortimer nos miró extrañamente durante un instante y su voz se convirtió casi en un susurro al contestar:

      —Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigantesco!

      3. El problema

      Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El estremecimiento en la voz del doctor mostraba que también a él le afectaba profundamente lo que acababa de contarnos. La emoción hizo que Holmes se inclinara hacia adelante y que apareciera en sus ojos el brillo duro e impasible que los iluminaba cuando algo le interesaba vivamente.

      —¿Las vio usted?

      —Tan claramente como estoy viéndolo a usted.

      —¿Y no dijo nada?

      —¿Para qué?

      —¿Cómo es que nadie más las vio?

      —Las huellas estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se ocupó de ellas. Supongo que yo habría hecho lo mismo si no hubiera conocido la leyenda.

      —¿Hay muchos perros pastores en el páramo?

      —Sin duda, pero en este caso no se trataba de un pastor.

      —¿Dice usted que era grande?

      —Enorme.

      —Pero, ¿no se había acercado al cadáver?

      —No.

      —¿Qué tiempo hacía aquella noche?

      —Húmedo y frío.

      —¿Pero no llovía?

      —No.

      —¿Cómo es el paseo?

      —Hay dos hileras de tejos muy antiguos que forman un seto impenetrable de cuatro metros de altura. El paseo propiamente tal tiene unos tres metros de ancho.

      —¿Hay algo entre los setos y el paseo?

      —Sí, una franja de césped de dos metros de ancho a cada lado.

      —¿Es exacto decir que el seto que forman los tejos queda cortado por un portillo?

      —Sí; el portillo que da al páramo.

      —¿Existe alguna otra comunicación?

      —Ninguna.

      —¿De manera que para llegar al paseo de los Tejos hay que venir de la casa o bien entrar por el portillo del páramo?

      —Hay otra salida a través del pabellón de verano en el extremo que queda más lejos de la casa.

      —¿Había llegado hasta allí Sir Charles?

      —No; se encontraba a unos cincuenta metros.

      —Dígame ahora, doctor Mortimer, y esto es importante, las huellas que usted vio ¿estaban en el camino y no en el césped?

      —En el césped no se marcan las huellas.

      —¿Estaban en el lado del paseo donde se encuentra el portillo?

      —Sí; al borde del camino y en el mismo lado.

      —Me interesa extraordinariamente lo que cuenta. Otro punto más: ¿estaba cerrado el portillo?

      —Cerrado y con el candado puesto.

      —¿Qué altura tiene?

      —Algo más de un metro.

      —En ese caso, cualquiera podría haber pasado por encima.

      —Efectivamente.

      —Y, ¿qué señales vio usted junto al portillo?

      —Ninguna especial.

      —¡Dios del cielo! ¿Nadie lo examinó?

      —Lo hice yo mismo.

      —¿Y no encontró nada?

      —Resultaba todo muy confuso. Sir Charles, no hay duda, permaneció allí por espacio de cinco o diez minutos.

      —¿Cómo lo sabe?

      —Porque se le cayó dos veces la ceniza del cigarro.

      —¡Excelente! He aquí, Watson, un colega de acuerdo con nuestros gustos. Pero, ¿y las huellas?

      —Sir Charles había dejado las suyas repetidamente en una pequeña porción del camino y no pude descubrir ninguna otra.

      Sherlock Holmes se golpeó la rodilla con la mano en un gesto de impaciencia.

      —¡Ah, si yo hubiera estado allí! —exclamó—. Se trata de un caso de extraordinario interés, que ofrece grandes oportunidades al experto científico. Ese paseo, en el que tanto se podría haber leído, hace ya tiempo que ha sido emborronado por la lluvia y desfigurado por los zuecos de campesinos curiosos. ¿Por qué no me llamó usted, doctor Mortimer? Ha cometido un pecado de omisión.

      —No me era posible llamarlo, señor Holmes, sin revelar al mundo los hechos que acabo de contarle, y ya he dado mis razones para desear no hacerlo. Además...

      —¿Por qué vacila usted?

      —Existe una esfera que escapa hasta al más agudo y experimentado de los detectives.

      —¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?

      —No lo he afirmado.

      —No, pero es evidente que lo piensa.

      —Desde que sucedió la tragedia, señor Holmes, han llegado a conocimiento mío varios incidentes difíciles de reconciliar con el orden natural.

      —¿Por ejemplo?

      —He descubierto que antes del terrible suceso varias personas vieron en el páramo a una criatura que coincide con el demonio de Baskerville, y no es posible que se trate de ningún animal conocido por la ciencia. Todos describen a una enorme criatura, luminosa, horrible y espectral. He interrogado a esas personas, un campesino con gran sentido práctico, un herrero y un agricultor del páramo, y los tres cuentan la misma historia de una espantosa aparición, que se corresponde exactamente con el sabueso infernal de la leyenda. Le aseguro que se ha instaurado el reinado del terror en el distrito y que apenas hay nadie que cruce el páramo de noche.

      —Y usted, un profesional de la ciencia, ¿cree que se trata de algo sobrenatural?

      —Ya no sé qué creer.

      Holmes se encogió de hombros.

      —Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—. Combato el mal dentro de mis modestas posibilidades, pero enfrentarse con el Padre del Mal en persona quizá sea una tarea demasiado ambiciosa. Usted admite, sin embargo, que las huellas son corpóreas.

      —El primer sabueso era lo bastante corpóreo para desgarrar la garganta de un hombre sin dejar por ello de ser diabólico.

      —Ya veo que se ha pasado usted con armas y bagajes al sobrenaturalismo. Pero dígame una cosa, doctor Mortimer, si es ésa su opinión, ¿por qué ha venido a consultarme? Me dice usted que es inútil investigar la muerte de Sir Charles y al mismo tiempo quiere que lo haga.

      —No he dicho que quiera que lo haga.

      —En ese caso, ¿cómo puedo ayudarle?

      —Aconsejándome