Won-pyung Sohn

Almendra


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ef="#fb3_img_img_9bd225b0-4067-502c-ab31-779907e3cafb.jpg" alt="Portada"/> Página de título

      NOTAS

      • La alexitimia, o incapacidad de identificar y expresar sentimientos, es un trastorno mental descrito por primera vez en revistas médicas en la década de 1970. Sus causas conocidas son la falta de desarrollo emocional durante la primera etapa de la infancia, el trastorno de estrés postraumático y la atrofia congénita de las amígdalas cerebrales, en cuyo caso, el miedo es la emoción de la que estas partes del cerebro son más incapaces de identificar y expresar. Recientemente, sin embargo, nuevos estudios han sugerido que la capacidad de las amígdalas para procesar el miedo y la ansiedad puede mejorar a través del entrenamiento. Esta novela describe la alexitimia con base en estos estudios, y la desarrolla a través de la imaginación de la autora.

      • P. J. Nolan es un personaje ficticio.

      • El libro infantil mencionado en esta novela está basado en The Littlest Dinosaurs (Dinosaurios diminutos) de Bernard Most. Las dimensiones de los dinosaurios pueden diferir en función de la investigación que se consulte.

      PARA DAN

      PRÓLOGO

      Hay almendras dentro de mí.

      En ti también.

      Y también en aquellos que amas y odias.

      Pero nadie puede sentirlas.

      Sólo sabemos que están ahí.

      En síntesis, esta historia habla de un monstruo

      que se encuentra con otro monstruo.

      Uno de esos monstruos soy yo.

      No te diré si el final es feliz, o trágico.

      Porque toda historia se torna aburrida una vez que te

      arruinan la sorpresa del final, así que quizá te involucrarás más en ella si no adelanto el desenlace.

      Y sé que puede parecer una excusa, pero, al fin y al cabo,

      ni tú ni yo ni nadie puede saber en realidad si una historia

      al final es alegre o trágica.

      PRIMERA PARTE

      1

      Aquel día seis personas murieron, y una resultó herida. Primero fueron mamá y la abuela. Luego, un estudiante universitario que había intentado detener al hombre. Después, dos tipos de unos cincuenta años que se habían parado en la primera fila del desfile del Ejército de Salvación, seguidos por un policía. Finalmente, el mismo hombre. Había elegido ser la última víctima de su maniaco derramamiento de sangre. Se apuñaló en el pecho con fuerza y, al igual que las otras víctimas, murió antes de que llegara la ambulancia. Yo simplemente observé cómo se desarrollaba todo ante mí.

      Allí en pie, con los ojos vacíos, como siempre.

      2

      El primer incidente ocurrió cuando tenía seis años. Los síntomas se habían manifestado anteriormente, pero fue entonces cuando salieron definitivamente a la luz. Ese día, mamá debió haberse olvidado de venir a recogerme a la guardería. Un tiempo después, me contó que había ido a ver a papá después de todos estos años, a decirle que dejaría por fin que él se marchara, no porque ella fuera a estar con otra persona ni nada por el estilo, pero que, de una forma u otra, seguiría adelante. Al parecer, le dijo todo aquello mientras limpiaba las descoloridas paredes de su sepulcro. Mientras tanto, así como su amor llegaba para siempre a su fin, yo, pasajero inesperado de esa joven pasión, era completamente olvidado.

      Después de que todos los niños se hubieron marchado, quedé solo vagando fuera de la guardería. Todo lo que el niño de seis años —que era yo entonces— podía recordar sobre su casa era que se encontraba en algún lugar sobre un puente. Fui arriba y permanecí en el paso elevado con la cabeza colgando sobre la barandilla. Contemplaba los coches que transitaban debajo de mí. Me recordaban algo que había visto en alguna parte, por lo que concentré tanta saliva en la boca como me fue posible. Apunté a un coche y escupí. Mi saliva se evaporó mucho antes de acertar al vehículo, pero mantuve mis ojos fijos en la carretera y seguí escupiendo hasta que me sentí mareado.

      —¡Qué estás haciendo! ¡Eso es asqueroso!

      Miré hacia arriba para encontrarme con una mujer de mediana edad que pasaba, observándome, pero continuó su camino sin más, apartándose de mí al igual que los coches debajo, y me quedé solo de nuevo. Las escaleras del paso elevado se desplegaban en todas las direcciones. Perdí mi orientación. El mundo que advertía debajo de las escaleras era todo del mismo color gris glacial, a la izquierda y a la derecha. Un par de palomas batieron sus alas por encima de mi cabeza. Decidí seguirlas.

      Para cuando me di cuenta de que estaba yendo en la dirección equivocada, ya me había alejado demasiado. En la guardería había estado aprendiendo una canción llamada “Las hormigas marchan de una en una…”. ¡Hurra! ¡Hurra! Las hormigas marchan de dos en dos, ¡Hurra! ¡Hurra!, y así como decía la letra, yo pensaba que, de alguna manera, llegaría a mi casa si simplemente marchaba. De manera que continué obstinadamente dando mis pasitos hacia delante.

      La carretera principal conducía a un callejón estrecho bordeado por casas antiguas de muros medio derrumbados, todos marcados con números aleatorios en rojo y la palabra “vacía” en ellos. No había nadie a la vista. De pronto, oí a alguien gritar, Ah, en voz baja. No estaba seguro de si fue Ah o Ay. Tal vez fuera Oh. Se trataba de un lamento grave y corto. Me dirigí hacia el sonido, el cual crecía a medida que me acercaba, entonces cambió y se convirtió en Gr… y Aj. Venía del otro lado de la esquina. Doblé la esquina sin titubeos.

      Un niño yacía en el suelo. Un niño pequeño cuya edad no podía determinar, pero entonces unas sombras negras comenzaron a proyectarse y desaparecer sin cesar sobre él. Lo estaban golpeando. Los graves lamentos no provenían de él, sino de las sombras que lo rodeaban, y eran más como gritos de esfuerzo. Lo pateaban y escupían. Más tarde supe que se trataba de unos estudiantes de secundaria, pero, en aquel entonces, esas sombras me parecían tan altas y grandes como adultos.

      El chico no se resistió ni emitió sonido alguno, como si se hubiera acostumbrado a recibir palizas. Lo empujaban hacia delante y hacia atrás como un muñeco de trapo. Para rematarlo, una de las sombras clavó su codo en el costado del niño. Luego se fueron. El niño se hallaba cubierto de sangre, como una capa de pintura roja. Me acerqué a él. Parecía mayor que yo, tal vez de nueve o diez años de edad, casi del doble de mi edad. Sin embargo, parecía ser más joven que yo. Su pecho se agitaba rápidamente, su respiración era entrecortada, como la de un cachorro recién nacido. Resultaba obvio que se hallaba en peligro.

      Volví al callejón. Todavía estaba vacío: sólo las letras rojas en las grises paredes perturbaban mis ojos. Después de vagar durante bastante tiempo, vi finalmente una pequeña tiendita. Me deslicé en su interior.

      —Disculpe.

      Estaban emitiendo Juego en Familia en la televisión. El dueño de la tienda reía tan fuertemente viendo el espectáculo que no debió haberme oído. Los invitados del programa participaban en un juego en el que una persona con tapones en los oídos debía adivinar palabras leyendo los labios de los demás. La palabra era “turbación”. No tengo ni idea de por qué recuerdo aún esa palabra. Ni siquiera sabía lo que significaba entonces. Una de las mujeres emitía conjeturas equivocadas una y otra vez, provocando la risa de la audiencia y del tendero. Al fin, el tiempo se acabó, y su equipo perdió. El tendero chasqueó los labios, tal vez porque se sentía mal por ella.

      —Señor —volví a llamarle de nuevo.

      —¿Sí? —finalmente se dio la vuelta.

      —Hay alguien tirado en el callejón.

      —¿De verdad? —dijo con indiferencia y se enderezó.

      En la televisión, ambos equipos estaban a punto de jugar una ronda definitiva que podía cambiar el rumbo del concurso.