Luis de Lezama

Cuaderno de Emaús


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      A mis feligreses de la parroquia de

      Santa María la Blanca de Montecarmelo, Madrid

      Este no es un libro para ser leído todo seguido…

      La misma tarde de la resurrección, Jesús se apareció a dos de sus discípulos, uno de ellos llamado Cleofás, según iban caminando de Jerusalén a Emaús.

      Así nos lo cuenta el evangelista san Lucas:

      Aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos trece kilómetros. Iban hablando de todos estos sucesos; mientras ellos hablaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar con ellos. Pero estaban tan ciegos que no lo reconocían. Y les dijo:

      –¿De qué veníais hablando en el camino?

      Se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, llamado Cleofás, respondió:

      –¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha sucedido en ella estos días?

      Él les dijo:

      –¿Qué?

      Ellos le contestaron:

      –Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. De cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestras autoridades le entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, pero a todo esto ya es el tercer día desde que sucedieron estas cosas. Por cierto, que algunas mujeres de nuestro grupo nos han dejado asombrados. Fueron muy temprano al sepulcro, no encontraron su cuerpo y volvieron hablando de una aparición de ángeles que dicen que vive. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron todo como las mujeres han dicho, pero a él no lo vieron.

      Entonces les dijo:

      –¡Qué torpes sois y qué tardos para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria?

      Y, empezando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras.

      Llegaron a la aldea donde iban, y él aparentó ir más lejos; pero ellos le insistieron diciendo:

      –Quédate con nosotros, porque es tarde y ya ha declinado el día.

      Y entró para quedarse con ellos. Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron; pero él desapareció a su lado.

      Y se dijeron uno a otro:

      –¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?

      Se levantaron inmediatamente, volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a sus compañeros, que decían:

      –Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.

      Ellos contaron lo del camino y cómo lo reconocieron al partir el pan (Lc 24,13-35).

      PRÓLOGO

      A menudo pensamos que estamos solos. La soledad nos asusta y nos deprime. Hay mucha gente que se siente sola en este mundo nuestro aparentemente tan divertido y tan bullanguero. Pasamos gran parte de los días acompañados por los que nos rodean en la vida. Pero eso no llena. Hace sentir aún más la soledad personal.

      «Yo me siento solo», te dices a ti mismo. Cuando las luces se apagan, cuando dejo de tener la mano de alguien sobre mi mano, «me siento solo». La inmensa soledad profunda e interior me amarga la vida. Me da miedo. Es como un túnel oscuro mi yo. Necesito algo o a alguien que me llene mi vacío. Ese vacío por dentro que no puede comprar compañía por dinero.

      El ser humano toma conciencia de su fragilidad conforme avanzan los años. Un cierto resentimiento del tiempo perdido agudiza el deterioro de tu propia seguridad. Necesito algo. Necesito a alguien. Una serie de sustitutos se nos proponen en nuestra fantasía como solución a la soledad. La cosmética del cuerpo parece que tiene que ser seguida de la cosmética interior. Lamentablemente, este producto de boutique espiritual no se compra con dinero.

      A lo largo del tiempo te vas dando cuenta de que es imposible sustituir el amor que dejó de existir y a la persona que dejó de amarte. La paranoia de los ídolos sustitutorios cae en cascada y se sucede como el desplome de un castillo de naipes. Un amor no sucede a otro. Un amor deja una huella imborrable que nunca se destruye. La herida no cicatriza sin marca. Están marcados nuestros sentimientos por la huella del amor perdido. Sus secuelas son la amargura.

      ¿Qué haces? Se pregunta tu yo interior. ¿Cómo poder construir en el vacío de la soledad? ¿Cómo dulcificar el lento acoso de la vida que pasa y no vuelve más?

      La tentación es permanecer impasible, dar lugar a la depresión, pensar que solo queda morir. Y morir solo. Es lo más duro. Morir solo es un triste morir.

      Cada vez que camino hacia Emaús miro alrededor para ver si alguien va conmigo. A distancia, pero no lejos, siempre hay otro que camina no sé en qué dirección. Desconozco su origen y destino. En cada etapa de la vida, alguien se incorpora imprevisiblemente y va contigo. Otra cosa es que tú no quieras mirar a los lados del camino. Porque parar no se puede. Andar es inevitable, que si no andas te andan y te empujan.

      A veces mi soledad aislada es tal que no quiero mirar alrededor buscando la complacencia egoísta de mí mismo. Si lo hago, la voz, el gesto y la palabra de otro llaman mi atención. Se produce el primer atisbo de la compañía:

      –¿Adónde vas? ¿Por qué caminas?

      No tienes palabras. No hay respuesta. Ese compañero de viaje desconocido te sigue interpelando:

      –Pero tú, ¿qué haces aquí en mi camino?

      Cuando yo ya he decidido abrir el diálogo sin palabras, ya se había producido. Aún no le reconozco. Es difícil reconocer a alguien nuevo cuando te has pasado la vida dando de ti mismo más que recibiendo. En la vorágine de tus cosas, de tu mundo, era todo puro egocentrismo, puro yo. No había espacio para el tú. Por ahí empiezas a romper tu soledad, y con ello tus temores. Por ahí empieza a desaparecer el miedo al nuevo desconocido. Serán necesarias después horas de camino hasta reconocer quién es el que camina contigo.

      En la posada de la edad adulta, cuando llega la hora de compartir el pan y el vino, entonces se te iluminarán los ojos y conocerás a un Dios diferente, a un Dios amigo. ¡Qué extraña revelación que se produce dentro cuando uno abre su corazón!

      Mientras, he ido pensando en contarte todas estas cosas en muy diversas situaciones y lugares. Al escribirlas, como hojas de calendario en mi cuaderno, no sabía quién iba a ser el destinatario de mis reflexiones. Nunca he sabido quién me acompaña en el camino. Por fin me alegra hoy haberte conocido. Porque así he roto mi soledad y tú vas conmigo.

      LO PREVIO

      Lo siento, he vuelto a las andadas. Treinta y seis años sabáticos ni se notan. Ahora soy un párroco periférico de una iglesia de Madrid. Entrevías fue un ensayo humilde hace ya más de cincuenta años. Montecarmelo es un gran teatro, es un escenario nuevo. En las chabolas me era más fácil entrar. Los bloques de este barrio, custodiados por un guardia de seguridad en su garita, me impresionan. En Entrevías no había puertas, porteros ni timbres: recorría de una tacada el barrio. Aquí hay videoporteros, videocámaras, y entrar me cuesta el doble. Allí nos conocíamos todos por el grito de cada uno. Aquí hay muchos silencios, el ascensor te aísla de la tierra, la tierra tiene jardines y lindos parterres donde los niños de mi parroquia juegan supervigilados. ¡Pero qué bonito es mi barrio!: Montecarmelo.

      Aunque es verdad que ya tardo días y noches en recorrerlo, las ventanas están altas, los jardines me separan de los pisos bajos y a veces pienso en no entrar por no molestar.