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RÉGINE PERNOUD
LOS TEMPLARIOS
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Les templiers
© 2018 Presses Universitaires de France / Humensis
© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN
by EDICIONES RIALP, S. A.
Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5398-3
ISBN (edición digital): 978-84-321-5399-0
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ÍNDICE
II. ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA
III. LA ARQUITECTURA DE LOS TEMPLARIOS
V. ADMINISTRADORES Y BANQUEROS
VI. ARRESTO Y PROCESO DE LOS TEMPLARIOS
VII. LOS TEMPLARIOS ANTE LA POSTERIDAD
I.
LOS ORÍGENES DEL TEMPLE
EN EL AÑO 1099, LOS CRUZADOS recuperaron Jerusalén y los santos lugares de Palestina caídos en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes y que, en fecha mucho más reciente, fueron sometidos al poder de los turcos selyúcidas, cuya invasión de Asia Menor es como una oleada y su victoria sobre las fuerzas del Imperio bizantino (batalla de Manzikert, 1071) fue para estas un verdadero desastre.
Las peregrinaciones no se interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos de persecuciones particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero en condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez cumplido su voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa eran irrisorias y no iban a desarrollarse más que en algunas plazas fortificadas o en los castillos edificados o reconstruidos apresuradamente en los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones infestaban los caminos, sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y masacraban a muchos» (Jacques de Vitry).
Conscientes de esta situación, algunos caballeros prolongan su voto consagrando su vida a la defensa de los peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues, originario de Payns en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta iniciativa, que nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los nueve primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después, ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne.
Estos caballeros se comprometen a defender a los peregrinos, a proteger los caminos que llevan a Jerusalén. Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto que pronuncian ante el patriarca de Jerusalén.
El rey Balduino II los recibe en una sala de su palacio de la explanada del Templo, mientras que los canónigos de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo; eso, en el primer año de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de Jerusalén, al mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo» (es el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica con el templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la mezquita de Al-Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y sus miembros, los Templarios.
Semejante fundación no es, en su origen, más que una manifestación de ese sentido de la adaptación, el afán de responder a las necesidades del momento que parece caracterizar a las fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de esta, había tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la creación del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los peregrinos enfermos o pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres Caballeros», se comprometían por voto y, para mantener su fidelidad al abrigo de las debilidades humanas, adoptaban una regla inspirada en la de san Agustín.
La orden del Temple —que no dejará de considerar como su casa principal, la casa capitana, este Templum Salomonis que figurará en su sello— es una creación enteramente original, pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas, sus armas al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. También sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde a sus miembros de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la Iglesia en la función que ejercen.
En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros. Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy probablemente —aunque el hecho se haya puesto en duda— Bernardo de Claraval. Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Esta, después de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128-1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces solo los nobles asumen la función militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores, artesanos, domésticos y diversos ayudantes.
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