ef="#fb3_img_img_a15aa8cc-ac35-50ec-a321-b072473e46cf.jpg" alt="Portada"/>
Para Janice, Alex y Clara
Capítulo 1
La mano invisible
Eran más o menos las dos de la mañana cuando despertaron los leones. El sonido no era tan fuerte como grande, como el ruido de los escapes de un camión de basura interrumpido por el motor de una motocicleta Harley-Davidson detenida en la calle. Mi primera reacción, vaga y soñolienta, fue una especie de agradecimiento dichoso. ¡Ah, los sonidos del África salvaje! Miré las estrellas a través del techo de malla y sentí cómo la brisa nocturna movía la hierba seca y los espinosos árboles de acacia contra las delgadas paredes de nailon de mi tienda, transportando con ella el coro de los leones. Me sentí afortunado de estar allí, acampando en mi tiendita en medio de la vasta sabana del este de África, un lugar tan lejano y sin límites que a unos pocos cientos de metros de allí vagaban nada menos que leones. Qué suerte la mía.
Pero entonces, sentí una punzada de miedo y adrenalina. Éste no era un zoológico ni un safari. Esos leones no eran bonitas fotografías en una revista National Geographic o un documental. Era la vida real. Una pandilla de depredadores asesinos, 150 kilos de puro músculo felino, rondaba a unos metros, ansiosa… Incluso hambrienta, quizá. Por supuesto que podían olerme. Tras días acampando, podía olerme yo mismo. ¿Cuál era mi plan cuando vinieran por mi cuerpo de suave piel humana? Me pregunté cuán cerca llegarían antes de que pudiera escucharlos en la hierba alta, o si el fin vendría súbitamente, una explosión de garras y colmillos ardientes desgarrando las paredes de la tienda.
Traté de mantener la sangre fría, de ser racional. A juzgar por la dirección del sonido, los leones tendrían que pasar primero por las tiendas de Dave y Brian. Yo me encontraba en la puerta número 3 de este particular juego de azar. Es decir, tenía una oportunidad de tres de ser devorado por los leones esa noche o, si pensaba en mí como dos terceras partes de un vaso lleno de persona, 67 por ciento de oportunidades de no ser la cena. La idea me reconfortó. Además, estábamos con los hadza, en la periferia de su campamento, y nadie se mete con ellos. Es cierto que, de vez en cuando, las hienas y los leopardos se cuelan en sus chozas de paja durante la noche, en busca de comida y bebés sin supervisión, pero ahora los leones parecían mantener su distancia.
El miedo comenzó a disiparse y volví a sentirme soñoliento. Seguro estaría bien. Además, si iba a ser devorado por leones parecía preferible estar dormido, al menos hasta el último momento. Esponjé la pila de ropa sucia que usaba como almohada, acomodé mi colchoneta y volví a dormirme.
Fue mi primer verano trabajando con los hadza, un pueblo generoso, hábil y resistente que vive en pequeños campamentos salpicados por la agreste sabana semiárida que rodea el lago Eyasi en el norte de Tanzania. A los antropólogos y a los biólogos como yo nos gusta trabajar con los hadza por su forma de ganarse la vida: son un pueblo de cazadores-recolectores.1 No tienen agricultura ni animales domésticos, máquinas, armas o electricidad. Cada día le arrebatan su comida al terreno salvaje que los rodea, sin nada más que su esfuerzo y su astucia. Las mujeres recolectan bayas o desentierran tubérculos silvestres en el suelo rocoso con ayuda de fuertes palos afilados, muchas veces cargando un bebé a sus espaldas. Los hombres cazan cebras, jirafas, antílopes y otros animales con ayuda de potentes arcos y flechas que fabrican ellos mismos con ramas y tendones, o cortan árboles con ayuda de pequeñas hachas para extraer miel silvestre de los panales construidos en los huecos de las ramas y los troncos. Los niños corren y juegan alrededor de las chozas de hierba del campamento o salen en grupos para recoger leña y agua. Los viejos van a recolectar comida con los demás adultos (incluso los septuagenarios son notablemente activos) o se quedan en el campamento para vigilar.
Este estilo de vida fue la norma en todo el planeta durante más de dos millones de años, desde los albores evolutivos de nuestro género, Homo, hasta la invención de la agricultura hace 12,000 años. Conforme la agricultura se popularizó y dio origen a los asentamientos, la urbanización y con el tiempo la industrialización, la mayor parte de las culturas intercambiaron sus arcos y sus palos por cultivos y casas de ladrillos. Algunos, como los hadza, conservaron orgullosamente sus tradiciones aunque el mundo que los rodea cambió y se expandió. Hoy en día este puñado de poblaciones son las últimas ventanas vivientes al pasado como cazadores-recolectores que compartimos todos los humanos.
Yo me encontraba en Hadzaland (así se refieren coloquialmente a su hogar en el norte de Tanzania) en compañía de mis colegas Dave Raichlen y Brian Wood, y de nuestro asistente de investigación, Fides. Estábamos allí para investigar cómo se refleja el estilo de vida de los hadza en su metabolismo: cómo queman energía sus cuerpos. Es una pregunta sencilla, pero increíblemente importante. Todo lo que hacen nuestros cuerpos —crecer, moverse, sanar, reproducirse— requiere energía, de modo que el primer paso, fundamental para entender de qué modo funcionan nuestros cuerpos, es comprender cómo gastamos energía. Queríamos saber cómo funciona el cuerpo humano en una sociedad cazadora-recolectora como los hadza, donde la gente sigue siendo parte integral de un ecosistema funcional y con un estilo de vida parecido, en muchos sentidos, al de nuestros antepasados remotos. Nadie había medido el gasto diario de energía, la cantidad total de calorías quemadas al día, en una población cazadora-recolectora. Nosotros anhelábamos ser los primeros.
En el mundo moderno, tan alejado de la tarea diaria de conseguir comida con nuestras propias manos, le prestamos poca atención al gasto de energía. Si alguna vez pensamos en eso es en términos de la dieta de moda, de nuestra rutina de ejercicio, de si nos podemos comer esa dona que tanto se nos antoja. Las calorías son un pasatiempo, un dato más en nuestros relojes inteligentes. Pero los hadza sí saben. Entienden de forma intuitiva que los alimentos y la energía que contienen son la sustancia que nos da vida. Todos los días se enfrentan con una aritmética antigua e inmisericorde: consigue más energía de la que quemas o pasa hambre.
Figura 1.1. A media tarde en el campamento de los hadza. Los árboles de acacia les proporcionan un fresco oasis en medio de la sabana. Hombres, mujeres y niños se relajan y discuten los acontecimientos del día. Nótese la choza de hierba a la izquierda.
Despertamos con un sol que se asomaba, aún anaranjado y tenue, por el horizonte, y los colores de los árboles y la hierba deslavados por la luz matinal. En nuestro pequeño hogar de tres piedras estilo hadza, Brian encendió el fuego para cocinar y puso a hervir agua en una olla. Dave y yo dimos una vuelta por ahí, con ojos empañados y ansiosos de cafeína. Pronto bebíamos nuestras tazas de café instantáneo Africafe y comíamos, a cucharadas, avena instantánea y gelatina en botes de plástico, mientras discutíamos los planes de investigación para el día. Todos habíamos oído a los leones durante la noche y bromeamos nerviosamente sobre lo cerca que se escucharon.
Cuatro hombres hadza salieron tranquilamente de la hierba alta. No venían de su campamento sino de la dirección opuesta, del terreno agreste. Cada uno cargaba en hombros unos bultos grandes y deformes, y tardé un instante en reconocer lo que eran: patas, ancas y otras partes ensangrentadas que le pertenecieron a un antílope recién cazado. Los hombres sabían que nos gustaba mantener un registro de la comida que llevaban al campamento y querían darnos la oportunidad de anotar esta pieza antes de repartirla entre las familias.
Brian se puso en acción, sacó la báscula, localizó la libreta de Registro de caza y entabló una conversación en suajili, nuestra lengua común con los hadza.
—Gracias por traerlo —dijo—, pero ¿dónde demonios encontraron un antílope tan grande a las seis de la mañana?
—Es un kudu —respondieron los hadza, sonriendo— y lo tomamos.
—¿Lo tomaron? —preguntó Brian.
—Ustedes escucharon a los leones anoche, ¿verdad? —preguntaron los hadza—. Pensamos que algo se traían, así que fuimos a ver qué fue. Resultó que acababan de matar este kudu… así que lo tomamos.
Y eso fue todo. Otro día en Hadzaland; un día emblemático que comenzó con el inusual trofeo que representaba una pieza de caza mayor, en toda su grasosa y proteínica gloria.