George Orwell

1984


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      Título original Nineteen Eighty-Four

      Traducción: Alejo Lopera

      Primera edición en esta colección: noviembre de 2020

      © 1945, George Orwell

      © Sin Fronteras Grupo Editorial

      ISBN: 978-958-5564-78-7

      Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

      Edición: Juana Restrepo Díaz

      Diseño de colección y diagramación: Paula Andrea Gutiérrez Roldán

      Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

      Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

       Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

      CONTENIDO

       VII

       VIII

       SEGUNDA PARTE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       TERCERA PARTE

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       NOTA AL PIE

      Era un día brillante y frío en abril y los relojes marcaban las trece. Winston Smith, con su mentón apoyado contra su pecho, en un esfuerzo por escapar del vil viento, se deslizó rápidamente a través de las puertas de vidrio de Mansiones Victoria, aunque no lo suficientemente rápido para evitar que un remolino de polvo arenoso entrara con él.

      El pasillo olía a col hervida y a trapos viejos. En uno de sus extremos, un cartel de color, demasiado grande para ser exhibido en el interior, había sido clavado en la pared. Representaba simplemente un rostro enorme, de más de un metro de ancho: el rostro de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un espeso bigote negro y atractivos rasgos. Winston se dirigió a las escaleras. De nada servía intentar ir por el ascensor. Incluso en el mejor de los casos, rara vez funcionaba, y en la actualidad la electricidad se cortaba durante el día. Era parte de la campaña de economía en preparación para la Semana del Odio. El apartamento estaba a siete pisos de altura, y Winston, que tenía treinta y nueve años, y una úlcera varicosa sobre su tobillo derecho, fue despacio, descansando varias veces en el camino. En cada piso, frente al eje del ascensor, el cartel con la enorme cara miraba desde la pared. Era uno de esos cuadros tan artificialmente perfecto que los ojos te siguen cuando te mueves. “El Gran Hermano te está vigilando”, decía una leyenda debajo de él.

      Dentro del piso una voz delicada leía una lista de cifras que tenían algo que ver con la producción de hierro crudo. La voz provenía de una placa metálica alargada como un espejo opaco, que formaba parte de la superficie de la pared derecha. Winston giró un interruptor y la voz se perdió un poco, aunque las palabras aún se podían distinguir. El instrumento (llamado la pantalla telescópica) podía atenuarse, pero no había forma de apagarlo del todo. Se acercó a la ventana: una figura pequeña y frágil, la escasez de su cuerpo solo se acentuaba por el traje azul que era el uniforme de su partido. Su pelo era muy claro, su cara naturalmente rojiza, su piel áspera por el jabón grueso, las hojas de afeitar sin filo y el frío del invierno que acababa de terminar.

      Afuera, incluso a través de la ventana cerrada, el mundo parecía frío. Abajo en la calle, pequeños remolinos de viento arrinconaban el polvo y el papel rasgado en espirales, y aunque el sol brillaba y el cielo era de un azul intenso, todo parecía desvaído, excepto por los carteles que estaban pegados en todas partes. El rostro de aquel hombre con bigote espeso miraba hacia abajo desde cada rincón. Había uno en la casa de enfrente. “El Gran Hermano te está vigilando”, decía el pie de foto, mientras los ojos oscuros miraban profundamente a los de Winston. Abajo, en la misma línea de la calle, otro cartel, roto en una esquina, aleteaba al viento, cubriendo y descubriendo alternativamente la palabra “Socing”. A lo lejos, un helicóptero se deslizó entre los tejados, flotó durante un instante como una mosca azul y se alejó de nuevo con un vuelo curvo. Era la patrulla de la policía, husmeando en las ventanas de la gente. Sin embargo, las patrullas no importaban. Solo la Policía secreta importaba.

      A espaldas de Winston, la voz de la pantalla telescópica todavía balbuceaba sobre el hierro crudo y el exceso de cumplimiento del Noveno Plan a tres años. La pantalla telescópica recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que Winston hiciera, por encima del nivel de un susurro muy bajo, sería captado por ella, además, mientras permaneciera dentro del campo de visión que la placa metálica ordenaba, podía ser visto, así como oído. Por supuesto, no había forma de saber si estaba siendo observado en un momento dado. Qué tan frecuente, o en qué sistema, la Policía secreta se conectaba a cualquier cable individual, era una conjetura. Incluso era concebible que observaran a todo el mundo todo el tiempo. Pero, en cualquier caso, podían conectar el cable cuando quisieran. Tenías que vivir de un hábito que se convirtió en instinto, asumiendo que cada sonido que hacías era escuchado, y, excepto en la oscuridad, cada movimiento era escudriñado.

      El Ministerio de la Verdad –el Miniver en nuevalengua1— era sorprendentemente diferente de cualquier otro objeto a la vista. Era una enorme estructura piramidal de brillante hormigón blanco, que se elevaba, terraza tras terraza, trecientos metros en el aire. Desde donde estaba Winston era posible leer, deducido de cara blanca en letras elegantes, los tres eslóganes del Partido:

      LA GUERRA ES LA PAZ

      LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

      LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

      El