Peter Kurzeck

Sobre hielo


Скачать книгу

on>

      PETER KURZECK

      SOBRE HIELO

      TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN DE

       CARLOS FORTEA

       Para Carina

      ¿No tendré que pasar todo el tiempo aquí,

       como predecesor, en la Prehistoria?

      1

      Primero un invierno de lluvia, y después de nieve. Cuando empezó el año 1984, después de la separación, de un día para otro me quedé sin nada. Ni casa, ni una imagen de mí, ni siquiera el sueño me quedaba. Se acabó y se acabó. Según parece, uno vuelve a empezar su vida cada pocos años, y desde el principio. En medio de la catástrofe, como si se hubiera caído del mundo. Apenas amanece, el día continúa su interrogatorio conmigo. Un cuarto trastero en una casa ajena. Me mudé a finales de enero. Escribía notitas e iba a visitar a mi hija. Se llama Carina. Por aquel entonces tenía cuatro años. La recogía. Botas de invierno, gorro de lana, manoplas de colores con cintitas. Íbamos a comprar leche. Antes hay que contar el dinero. Hay que conocer el camino, con sus pasos, peldaños y puertas. Jugábamos juntos y hablábamos en verso. ¡Cuidado con tropezar! Luego, historias del zorro y el castor y de personas que por la mañana van tranquilamente a comprar leche y, ¿de qué hablan? La puerta de una casa de Frankfurt. Adelante, tres peldaños de piedra arenisca. En el más alto, un gato peludo. Y pregunta adónde se ha ido el verano. E historias de ese que tú también conoces, historias del viento. Como si fuera mi vida, otra vez mi propia vida, de la que no puedo dejar de hablar. Leche en bolsas, leche urbana. Y, por la mañana, a la guardería con ella. Los mismos caminos de siempre. Y ella junto a mí, como si no hubiera pasado nada. Y el día también transcurre como si no hubiera pasado nada. Lentamente las calles. Un padre. Una hija.

      Había empezado un libro nuevo. Mi tercer libro. Aún no tenía título. Pronto haría cinco años que había dejado de beber. Ni un trago, y tampoco nada de drogas. Era como si, aparte de escribiendo, sólo pudiera aguantar mi vida caminando o conduciendo. En aislamiento. Entrada la noche me veo, junto a una turbia lámpara, contemplando mi último par de zapatos, descalzo. Cansado y con los hombros caídos. ¿Qué voy a decirles a los zapatos? Agotados. ¡Los zapatos están agotados! ¿Qué es lo que ha ido mal en tu vida para que estés aquí, helado, en el silencio de la medianoche, y hables con tus zapatos? Un cuarto trastero en el que trato de dormir como un desconocido. Con cautela. Hasta nueva orden. Por así decirlo, en tercera persona. En medio de la estancia, polvoriento y pulido, un piano negro con su tapa. Cerrado, mudo como un ataúd. Desde mi colchón, presa del mareo, como en una balsa, veía el piano alzarse como un escollo, como un monumento funerario. Cansancio. Arritmia. ¿Por qué el silencio es tan silencioso, y la luz de la lámpara tan turbia? Mientras dormía, dejé de saber si dormía. Por las noches, las paredes se juntaban para estrujarme. ¿Cómo averiguar, cómo voy a saberlo, si mi grito ha sido mi propio grito o sólo lo he soñado? Ataques de tos, y después casi asfixia. Habría sido un alivio dormir junto a una grabadora, es decir, registrar noche tras noche mi desflecado sueño. Mejor aún sentarse, certificado de nacimiento, carnet de identidad, reloj en mano, para levantar acta, y contemplarme durante mi sueño. Me hubiera gustado tener una radio. Por lo menos unos minutos al día. Como un prisionero, como en la celda. Hay que solicitar un formulario y presentar una petición. Tres veces al día durante tres minutos. Sólo una, un transistor pequeñito, me habría bastado. Una voz humana, que tres veces al día anunciara el tiempo sin miedo. Y una armónica infatigable, con su correspondiente aliento.

      Cuando peor se alzaba el piano era al amanecer (entretanto era febrero). Oía pasar el tranvía y me paralizaba como un muerto. El suelo temblaba, la casa entera. Jamás en mi vida querría ser enterrado en medio de un temblor permanente como ese. El día comenzaba su marcha. Yo reunía fuerzas, escribía notitas (¡no te enfermes!) y salía al día. A grandes zancadas. A recoger a mi niña, a mi hija. Todavía temprano, hacía frío. El cielo lleno de grajos y gritos y vencejos, antes de que se hiciera realmente de día. Yo caminaba deprisa. Al borde de la calle, nieve, nieve antigua. El portal un abrupto sobresalto: ¡como si ya no me conociera, tan perturbado! Mi niña, mi hija, Carina. En pijama en el alféizar de la ventana. Con sus ojos claros. En la pijama, patos y margaritas. El cielo era amarillo y las chimeneas humeaban. Cuatro años, cuatro y medio. Se acaba de enfermar. ¡Se pasa la noche en vela y grita! Sueña que una mujer te ha enterrado. Te ha enterrado profundamente y tiene que volver a desenterrarte, dijo la madre de mi hija; se llama Sibylle. Y me miró directamente a los ojos, para que no pensara que no podía mirarme a los ojos. Una mañana de invierno. Las nueve. Lleva unos leotardos rojos, no lleva chaqueta, y se ha puesto un grueso jersey de colores que compartimos durante muchos años, exactamente igual que el tiempo y el calor que compartimos una y otra vez ella y yo. La mayor parte del tiempo, invierno. Un perfume nuevo. La mayoría de los libros ya están embalados, las cajas llegan hasta la escalera. En cuanto me fui dejó de soportar ver los libros. Naturalmente, no estábamos casados. Vivimos nueve años juntos. Una hija. Cuando me fui, íbamos a repartirnos la custodia. Pensábamos que nuestra hija podía estar todo el tiempo con los dos, bien y a gusto. Pero apenas dos semanas después Sibylle me dijo: ¡Si quiero, puedo hacer que no vuelvas a verla! Como siempre no había dinero, pero encima acababa de perder, con preaviso, incluso mi trabajo de media jornada. Sentarse y escribir. Mi tercer libro, un libro sobre el pueblo de mi infancia. Stauffenberg, en el distrito de Giessen. Escribía todos los días. Escribía para permanecer. ¡Para poder seguir en mí y en el mundo todos los días!

      Dos muelas del juicio. Mejor a tiempo, dijo la dentista. Mejor una después de la otra, así que mejor fijar dos citas. Y yo había asentido. Así tumbado, con una mordaza atornillada, alta tensión, un tubo que imita una catarata y dos manos ajenas en la boca, ¿cómo va uno a poner objeciones? Lo mejor es quedarse sentado en ese perfecto sillón de dentista ajustable con mando a distancia. Seguir así. Lámpara, vaso de agua, escupidera. Y con reposabrazos, reposacabezas y descanso para los pies. Horizontal. Y, al menos durante un rato, no ser responsable de mí ni del mundo ni de mi época. Siempre tan rubia, luminosa y limpia la dentista y su clínica, como si tú, con tus manos, zapatos, pensamientos sucios acabaras de salir otra vez de un burdel o vinieras directamente de la obra. Cada vez. Con las peores intenciones. Robo, vandalismo, violación, sudor, hambre, halitosis, dudas, escamas, trastornos digestivos. Quizá también en Frankfurt, con mierda de perro de Frankfurt en los dos pies. En tus pensamientos... ¿qué clase de pensamientos? Parecen de distinto color a derecha e izquierda, de distinta clase. Y ni siquiera lo has notado enseguida, sólo te has dado cuenta aquí, sobre la alfombra de color perla. ¡Nacimiento, lugar de residencia, profesión, todo falso! ¡Todos los nombres son falsos! ¿Quizá también la tarjeta sanitaria esté falsificada? ¿Y cómo no iban a verlo, a notártelo? ¿Y la pobreza? La pobreza es un olor. Pesado como un abrigo viejo. Quizá aparte de mí sólo tenga pacientes privados. Durante casi cinco años esta dentista, para que sepa quién soy, para que me cuide, para que me trate con cuidado, se tome la molestia de hablar, durante cinco años, una y otra vez de nosotros y del tiempo y de nuestros hijos. Desde la más inmediata proximidad. Ella, como dentista, dentro de mi boca. Diente a diente. Ya antes de nacer empezaban esas historias de niños. ¿De qué otra manera se puede soportar tal proximidad? Y entretanto se ha casado. Coronas, puentes y empastes en mi boca. Esquinas, bordes y muretes. Y ahora que está casada quiere tener un hijo. En la Myliusstraβe, en el West End, en Frankfurt am Main. Una clínica moderna y luminosa con tres o cuatro salas de tratamiento. Una de las muchas rubias y limpias ayudantes agenda las citas para mí y prepara el sillón conmigo sentado para el aterrizaje electrónico-neumático. Eso fue en enero. Aún había nieve en el camino. Siempre, después de ir al dentista, tienes que preguntarte dónde han ido a parar todas las buenas ideas que tenías cuando estabas en la sala de espera. ¡Indiscutible! ¿Estaban ahí antes de que entraras, y ahora se han ido, no es posible encontrar alguna de ellas? ¿Cuánto costará un sillón de dentista como ese, el mejor? Durante el camino de vuelta a casa ya oscurece. La calle, silenciosa. Jardines frontales, nieve, un mirlo en la nieve al atardecer, y adelante, en la esquina, un supermercado, un HL. Falta poco para cerrar, y la gente se amontona en las cajas. Enfrente, el Café Laumer. Luz en las ventanas. Por aquel entonces yo aún vivía en la Jordanstraβe. A finales de enero, ya estaban contados mis caminos de vuelta y los últimos días con Sibylle y Carina en nuestra casa. La Bockenheimer