Paloma Ortiz García

Preguntemos a Platón


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tuyo, Menón— sobre el asunto este, qué maestros podría haber […].

      Men. 89 e-90 b

      Él [scil., Menón], Ánito, hace rato que me dice que desea esa sabiduría y virtud con la que los hombres administran bien las casas y las ciudades y cuidan a sus padres y saben recibir y despedir a ciudadanos y extranjeros como corresponde a un hombre de bien; para esta virtud, mira a quién lo enviaríamos que lo enviáramos correctamente. ¿O está claro, según tus palabras de hace un momento, que lo enviaríamos a quienes aseguran que son maestros de virtud y hacen ver que la comunicarían a cualquiera de los griegos que quisiera aprenderla tras fijar y cobrar una paga por ello?

      ÁNITO.— ¿Y quiénes dices que son esos, Sócrates?

      SÓC.— Sabes sin duda tú también que son esos a los que la gente llama sofistas.

      ÁN.— ¡Por Heracles, Sócrates, no digas cosas de mal augurio! ¡Que no le entre la manía a ninguno de los míos —ni de casa, ni amigos, ni ciudadano ni extranjero— de ir a ellos a que los maltraten, porque está claro que esos son la ruina y la perdición de los que están con ellos!

      SÓC.— ¿Cómo dices, Ánito? ¿Son estos los únicos, de cuantos pretenden saber aportar un beneficio, que se distinguen tanto de los otros que no solo no aportan, como los demás, el beneficio de lo que uno les haya pagado, sino que por el contrario causan la perdición? ¿Y a cambio de eso piden abiertamente cobrar dinero? ¡Yo es que no puedo creerte!

      Conozco a un hombre, Protágoras, que ha conseguido de esta sabiduría más dinero que Fidias, que manifiestamente hizo bellos trabajos, y otros diez escultores. Pero me dices algo tremendo si los que hacían antiguamente los zapatos o los que remendaban los mantos no habrían podido pasar desa­percibidos ni treinta días si hubieran devuelto los mantos y el calzado peor de como los recibieron —caso de hacer algo así, pronto hubieran muerto de hambre—, mientras que Protágoras, sin que nadie en Grecia se entere, ha corrompido a los que convivían con él y los ha devuelto peores de como los recibió durante más de cuarenta años —creo que murió cuando estaba cerca de los setenta y con cuarenta años de estar en el oficio— y en todo ese tiempo hasta el mismísimo día de hoy no ha dejado de tener buena fama, y no solo Protágoras, sino también muchísimos otros que hubo antes que aquel y que aún hoy existen. ¿Afirmaremos, según tu discurso, que engañan y estropean a los jóvenes a sabiendas o que tampoco ellos se percatan? Y en ese caso, ¿pensaremos que están locos esos de los que dicen algunos que son los más sabios de los hombres?

      ÁN.— Andan lejos de estar locos, Sócrates, pero lo están mucho más los jóvenes que les dan dinero, y aún más que ellos los que los tienen a su cuidado, sus parientes, y mucho más que todos las ciudades, que les permiten instalarse y no los expulsan, lo mismo si quien intenta hacer algo de eso es extranjero como si es ciudadano.

      SÓC.— Pero Ánito ¿es que te ha ofendido algún sofista?

      ¿O por qué estás tan enfadado con ellos?

      ÁN.— ¡Por Zeus! ¡Desde luego que ni yo he estado nunca hasta ahora con ninguno de ellos ni se lo permitiría a ningún otro de los míos!

      SÓC.— Entonces, ¿careces completamente de experiencia con esos hombres?

      ÁN.— ¡Y que siga así!

      SÓC.— Entonces, bendito, ¿cómo podrías saber de este asunto, en el que careces por completo de experiencia, si tiene en sí algo de bueno o de malo?

      ÁN.— ¡Fácil! Conozco a los que son así, tanto si me falta experiencia con ellos como si no.

      SÓC.— Tal vez eres adivino, Ánito, puesto que, por lo que tú mismo dices, me sorprendería que sepas mucho de ellos. Pero no estábamos investigando quiénes son esos junto a los cuales Menón, si fuera a ellos, se volvería un malvado —sean esos, si quieres, los sofistas—, sino que dinos los otros, y hazle un favor a este amigo tuyo por lazos familiares y dile a quién tiene que ir en esta ciudad tan grande para conseguir ser digno de mención respecto a la virtud que yo venía exponiendo.

      ÁN.— ¿Y por qué no se lo has dicho tú?

      SÓC.— Le dije los que yo creía maestros de eso, pero viene a ser que no he dicho nada, según afirmas tú. Y quizá aciertas.

      Men. 91 a-92 d

      8

      La virtud se aprende de los buenos y honestos

      SÓCRATES.— Pero tú, a tu vez, dile a qué atenienses puede ir, dile el nombre de quien quieras.

      ÁNITO.— ¿Por qué ha de oír el nombre de un solo individuo? Sea quien sea aquel de los atenienses buenos y honestos con que se tope no hay ninguno que no le haga mejor, salvo los sofistas, si quiere hacerme caso.

      SÓC.— ¿Acaso estos hombres buenos y honestos se hicieron así espontáneamente, y a pesar de no haberlo aprendido de nadie son capaces de enseñar a los demás lo que ellos no aprendieron?

      ÁN.— Yo los tengo por capaces de haber aprendido de los anteriores a ellos, que ya eran buenos y honestos; ¿o no te parece que en esta ciudad ha habido muchos hombres buenos?

      SÓC.— A mí me parece que sí, Ánito, que hay aquí hombres buenos en política, y que además los ha habido no menos que los hay. Pero ¿son también buenos maestros de su propia virtud? Ese es el punto sobre el que precisamente versa nuestra reflexión, no si hay o no hombres buenos aquí, ni si los ha habido en tiempos anteriores, sino que lo que desde hace rato examinamos es si la virtud se puede enseñar. Y examinando aquello, examinamos también esto, si los hombres buenos, tanto los de ahora como los más antiguos sabían también transmitir a otro esa virtud por la que eran buenos o bien si no es posible que un hombre la transmita o que alguien la reciba de algún otro. Eso es lo que desde hace rato investigamos Menón y yo. Examina esto de ese modo según tu propio razonamiento: ¿verdad que afirmarías que Temístocles fue un hombre bueno?

      ÁN.— Desde luego que sí, el mejor de todos.

      SÓC.— Por tanto, también dirías que fue un buen maestro de su propia virtud, más que cualquier otro maestro.

      ÁN.— Creo que sí, si él así lo hubiera querido.

      SÓC.— ¿Y no habría querido, crees tú, que también algunos otros se hicieran buenos y honestos y, sobre todo, su propio hijo? ¿O crees que le tenía envidia, y que a propósito no le transmitió la virtud por la que era bueno? ¿O no has oído que Temístocles hizo que enseñaran a su hijo Cleofanto a ser un buen jinete? Se mantenía a pie derecho sobre los caballos y disparaba de pie desde los caballos, y hacía otras muchas cosas admirables en las que le había hecho educar y en las que le hizo experto en todo lo que dependía de los buenos maestros. ¿O no se lo has oído a los ancianos?

      ÁN.— Lo he oído.

      SÓC.— Luego no se podía echar a la culpa al hijo, a que fuera de mal natural.

      ÁN.— Seguramente no.

      SÓC.— ¿Y esto otro? Que Cleofanto, el hijo de Temístocles, fuera un hombre bueno y honesto como su padre, ¿eso se lo has oído a alguien, joven o viejo?

      ÁN.— No, en absoluto.

      SÓC.— ¿Y vamos a creer que quería educar a su hijo en eso, pero que no habría querido hacerle mejor que sus vecinos en la sabiduría en la que él era sabio, si la virtud hubiera podido enseñarse?

      ÁN.— Seguramente no, ¡por Zeus!

      SÓC.— Pues esa clase de maestro de virtud era el que tú incluso afirmas que fue el mejor entre los antiguos. Pero veamos otro caso, el de Aristides, hijo de Lisímaco. También reconoces que fue un hombre bueno, ¿verdad?

      ÁN.— Desde luego, sin ninguna duda.

      SÓC.— Y también este educó a su hijo Lisímaco lo mejor posible entre los atenienses en todo lo que dependía de los maestros, ¿y te parece que hizo de él un hombre mejor que cualquier otro? Tú has convivido con él y ves cómo es. Y si quieres, Pericles, un hombre