que con el insufrible e impertérrito duque de Leighton.
No cabía duda de que el universo conspiraba en su contra.
La portezuela se cerró con un suave chasquido, dejándolos solos.
La desesperación hizo acto de presencia y la impulsó a ponerse en movimiento. Se abalanzó sobre la puerta más cercana y manipuló la manija con los dedos, deseosa de abandonar el carruaje.
—Yo que usted no lo haría.
Aquellas palabras frías y serenas cortaron la oscuridad como un estilete.
Hubo un tiempo en que no había sido tan distante con ella.
Antes de que Juliana se prometiera a sí misma no volver a dirigirle la palabra.
Respiró hondo para recuperar la calma, decidida a negarle el control de la situación.
—Aunque agradezco su consejo, excelencia, me perdonará si no lo sigo.
Ignorando el escozor en la palma de la mano por la presión de la madera, agarró la manija y cambió de postura para abrir la portezuela. El duque se movió a la velocidad de un rayo, cubriendo con su cuerpo la anchura del carruaje y manteniendo la puerta cerrada sin apenas esfuerzo.
—No era un consejo.
Dicho esto, golpeó el techo del carruaje dos veces, con firmeza y sin vacilación. El vehículo se puso en movimiento al instante, como si lo condujera la mera voluntad del duque, y Juliana maldijo a todos los obedientes cocheros mientras caía hacia atrás y su pie quedaba atrapado en la falda de su vestido, rasgándolo todavía más. Hizo una mueca ante el ruido del desgarro, mucho más escandaloso debido al silencio reinante, y recorrió con añoranza la hermosa tela con la sucia palma de su mano.
—Se me ha roto el vestido. —Se regocijó ante la insinuación de que el duque era el responsable del desaguisado. No había necesidad de hacerle saber que el vestido ya estaba roto mucho antes de que se colara en su carruaje.
—Sí. Bueno, se me ocurren unas cuantas formas con las que podría haber evitado semejante tragedia. —Sus palabras no dejaban el más mínimo resquicio al remordimiento.
—No tenía demasiadas opciones. —Y de inmediato se arrepintió de su comentario.
Especialmente dirigido a él.
El duque acercó la cabeza justo en el momento en que una farola proyectaba un haz de luz plateada a través del ventanuco del carruaje; en su rostro se reflejó un alivio contenido. Juliana intentó hacer caso omiso a su proximidad. Trató de no fijarse en cómo cada centímetro de su cuerpo presentaba la marca de su excelente educación, de su legado aristocrático: la larga y recta nariz patricia, su perfecta mandíbula cuadrada, los altos pómulos que deberían darle un aspecto femenino pero que solo conseguían que resultara más atractivo.
Juliana emitió un pequeño resoplido de indignación. El duque tenía unos pómulos ridículos.
Jamás había conocido a alguien tan atractivo.
—Sí —dijo él arrastrando las palabras—, entiendo que le resulte difícil estar a la altura de su reputación.
La luz desapareció, reemplazada por el aguijonazo de sus palabras.
Y jamás había conocido a alguien tan aborrecible.
Agradecida por la oscuridad de su rincón del carruaje, Juliana retrocedió ante la insinuación de él. Estaba acostumbrada a los insultos, a los ignorantes rumores que acompañaban al hecho de ser la hija de un comerciante italiano y una marquesa inglesa venida a menos que abandonó a su marido e hijos… y que renunció a la élite londinense.
Eso último era la única decisión de su madre por la que Juliana sentía cierta admiración.
A ella le hubiera gustado decir a todos dónde podían meterse sus reglas aristocráticas.
Empezando por el duque de Leighton, el peor de su calaña.
Aunque al principio no lo hubiera sido.
Juliana desechó ese pensamiento.
—Le ruego que detenga el carruaje y me deje bajar.
—Supongo que las cosas no van como había planeado, ¿no es así?
Juliana se detuvo.
—¿Como había… planeado?
—Venga, señorita Fiori. ¿Cree que no sé qué pretendía con su jueguecito? Descubierta en mi carruaje vacío, el lugar ideal para un encuentro clandestino, al pie de las escaleras de la casa ancestral de su hermano, durante uno de los eventos más concurridos de las últimas semanas.
Juliana puso los ojos como platos.
—¿Cree que pretendo…?
—No. Sé que pretende llevarme al altar. Y su pequeña confabulación, que su hermano supongo que ignora, dada su absoluta simpleza, podría haber funcionado con otro hombre de menor valía y título. Pero le aseguro que no funcionará conmigo. Soy un duque. Si nos enfrentáramos en un combate de reputaciones, me alzaría fácilmente con la victoria. De hecho, si en estos momentos no me encontrara desgraciadamente en deuda con su hermano, habría dejado que se hundiera en la miseria a las puertas de Ralston House. Su pequeña farsa no se merecía otro final.
El duque se expresó con calma y frialdad, como si hubiera mantenido aquella misma conversación innumerables veces en el pasado y ella solo fuese un pequeño inconveniente; una mosca en su tibio e insípido consomé, o lo que fuera que comieran con cuchara los esnobs aristócratas británicos.
De entre todos los arrogantes y pomposos…
Juliana notó cómo se acumulaba la rabia en su interior y apretó los dientes con fuerza.
—De haber sabido que este era su vehículo, lo habría evitado a toda costa.
—Entonces resulta todavía más sorprendente que no viera el gran sello ducal grabado en la puerta.
Aquel hombre era exasperante.
—Sí, es realmente sorprendente, ¡porque no me cabe duda de que el sello de su carruaje debe de rivalizar en tamaño con su engreimiento! Le aseguro, su excelencia —escupió el título honorífico como si fuera un insulto—, que si deseara encontrar marido iría tras alguien que tuviera algo más que ofrecer que un extravagante título y un exceso de vanidad. —Pese a ser consciente del temblor de su voz, fue incapaz de detener la perorata—. Está tan encantado con su título y su posición social que me sorprende que no lleve la palabra «duque» bordada con hilo de plata en todas sus capas. Por el modo en que se comporta, cualquiera pensaría que ha hecho algo más para ganarse el respeto de estos incautos ingleses que haber sido engendrado, azarosamente, en el momento adecuado y por el hombre adecuado. Quien, además, imagino que llevó a cabo la proeza exactamente del mismo modo en que lo hace el resto de los hombres: sin el menor refinamiento.
Cuando Juliana se detuvo, con el corazón martilleándole en los oídos, sus palabras quedaron suspendidas entre ambos; su eco pesado, en la oscuridad. Senza finezza. Hasta ese momento no comprendió que en algún punto de su perorata se había puesto a hablar en italiano.
Esperaba que el duque no la hubiera entendido.
Se produjo un largo silencio, un vacío abismal que amenazó su cordura. Y entonces el carruaje se detuvo. Permanecieron sentados un instante interminable, el duque inmóvil como una roca, ella preguntándose si se quedarían en el interior del vehículo para siempre, pero entonces Juliana oyó el sonido de la tela sobre el asiento. El duque abrió la puerta de par en par.
Juliana se asustó al oír su voz: profunda, oscura y más cercana de lo que imaginaba.
—Baje del carruaje.
Hablaba italiano. Perfectamente.
Juliana tragó saliva. Bien, no pensaba disculparse. Sobre todo después de las cosas terribles que le había dicho él. Si iba a echarla del carruaje,