José María Gómez Herráez

El pasado cambiante


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capital, cada vez más probablemente única, es contribuir a hacer avanzar la carrera académica de su autor y no la de ofrecer soluciones. La agenda de investigación viene señalada en cada etapa por los cambios de modas que el colegio invisible marca en función de su propio capricho, poniendo en alerta al conjunto de profesionales para encontrar algo sensacional entre lo sugerido. Pero ello no significa que se prime la innovación. La mayor o menor aceptación de las ideas expresadas en un trabajo no está en función de una supuesta relevancia intrínseca o de su nivel de originalidad, sino de criterios que obligan al investigador a no traspasar determinados diques, moderar su sentido crítico y mostrar a la vez cierto ingenio (Katouzian, 1982: 153):

      Se invierte el significado que adquiere la originalidad en la investigación intelectual. Una tontería inofensiva puede pasar en el caso de que no se haya dicho antes. Un esfuerzo humilde por revivir y enriquecer viejas pero importantes ideas puede ser despachada como algo anticuado. Un trabajo que no muestre ingenio puede ser rechazado como palabrería. Cualquier idea que sea críticamente innovadora y atrevida puede (en el mejor de los casos) ser desdeñada por ser «demasiado original».

      Para este economista, no seguir la serie de pautas fijadas en el seno de la comunidad científica enfrenta a los atrevidos a otras dos únicas opciones: abandonar la profesión o arrostrar las dificultades materiales y morales que implica la disidencia. Tras comparar la situación actual con otras del pasado, Katouzian (1982: 159) afirma: «El académico contemporáneo es menos libre y está menos seguro que nunca en toda la historia de la profesión académica moderna». Para él, el científico sigue la tendencia general a una especialización laboral que, al mermar las posibilidades de creatividad y de compromiso, aboca a situaciones de escisión entre el individuo y la sociedad, de separación entre la vida y el trabajo y, en definitiva, de frustración personal, desórdenes mentales y búsqueda de alternativas de evasión.

      En el apartado específico de la historia, sin utilizar la expresión «colegio invisible», Jean Chesneaux (1984: 88-93) se refería directamente a este grupo al advertir a través del caso de Francia, pero mediante aspectos que extendía también a Estados Unidos y a la Unión Soviética, del criterio jerárquico que imperaba en la Universidad. El autor francés ve a los historiadores universitarios más poderosos como mandarines, similares a los de otras especialidades científicas, que controlan los nombramientos y promociones, las subvenciones, las revistas, las sociedades especializadas, la organización de congresos y también, de forma creciente, la participación en los medios de comunicación. Los maestros, señala Chesneaux, se reafirman mediante sus discípulos y dirigen las tácticas corporativas que marcan la elección y distribución de temas de estudio en función de los beneficios tangibles que se puedan esperar de ellos. Dentro de su línea interpretativa marxista, que más adelante valoraremos, este esquema ten dría en el mundo capitalista una virtualidad básica (Chesneaux, 1984: 93-94):

      El medio social de los historiadores no es neutral. Como la ideología del saber del historiador, funciona en plena conformidad con el orden social capitalista. Pueden existir historiadores que se consideren como «de izquierdas» a título individual, pero el sistema está vinculado al orden burgués, lo refleja y lo consolida a la vez. En la esfera particular de los estudios históricos, contribuye al mantenimiento de las relaciones sociales fundadas sobre el provecho y el dinero, sobre el éxito individual, sobre las jerarquías rígidas del poder, sobre la explotación de los trabajadores subalternos, es decir, los propios fundamentos de la sociedad capitalista.

      Aunque sin utilizar expresamente los conceptos «comunidad científica» y «colegio invisible», también en el campo de la economía algunos autores han venido a destacar las implicaciones que tiene el afincamiento de unas ideas custodiadas especialmente por los componentes de más prestigio y poder académico. Al cuestionar varios de los planteamientos de la teoría ortodoxa, Paul Ormerod (1995) se sentía afortunado por haber podido compatibilizar su investigación con su actividad en una empresa privada, porque sólo así había podido escapar a las presiones que en el mundo universitario abocan al conformismo y al acatamiento de esos parámetros como única vía de realización profesional. Este comentarista considera que la actual teoría económica tiene sus raíces en el pensamiento neoclásico de fines del siglo XIX e impregna no sólo el ámbito académico, sino también, aunque sólo sea a través de la repetición de los latiguillos más comunes, otros espacios, como la política y los medios de comunicación. Para esos esquemas dominantes de pensamiento, ni el marco institucional, ni la experiencia histórica ni el contexto global guardan un papel significativo. En cambio, cobra especial relevancia una serie de conceptos, como tasa de interés, déficit público o tipos de cambio, que para él resultan claramente insuficientes. Estos planteamientos no le impiden a Ormerod valorar los altos logros intelectuales conseguidos bajo esa óptica ni dialogar con varios de sus representantes, pero sin dejar de lamentar la falta de sentido crítico en que se desemboca.

      Aunque de forma muy concisa, resulta especialmente tajante el juicio de Luis de Sebastián (1997b: 13-16) al presentar la propuesta socialista de D. Schweickart, que catalogaba entre aquellos análisis que, por su atrevimiento y distanciamiento de la ortodoxia, tenían escasas posibilidades de atención. El prologuista habla de verdadera «represión intelectual» en la profesión a partir de la difusión de un «pensamiento único» que no admite y bloquea toda disidencia (aunque, en su contraste de propuestas, Schweickart reflejará la variedad disponible de alternativas a la dominante del laissez-faire). Para De Sebastián, se han extendido unas concepciones estrechas y una metodología matemática que encierran un convencimiento implícito sobre la inmutabilidad del statu quo. Bajo esta actitud, se delimitan las variables «endógenas», basadas en la dinámica del mercado, frente a las que, como la distribución de la riqueza o el poder, serían de naturaleza exógena y, por tanto, dadas de antemano, inamovibles y específicas de otras especialidades como la sociología y la ciencia política.

      También R. Heilbroner y W. Milberg (1998: 132) esbozan en Estados Unidos un panorama restrictivo al tratar de explicar la dificultad de cambios básicos en la dirección actual del pensamiento económico. Quienes ostentan cargos en las universidades de elite, afirman, poseen un control desproporcionado sobre salarios, publicaciones y becas de investigación. Sólo los formados en unos pocos programas selectos de graduado se incorporan a esas universidades. Aunque no consideran sólo este factor, de ahí derivaría en buena medida el fracaso de diversos enfoques alternativos como el institucionalismo de Galbraith o las heterogéneas corrientes marxistas y postkeynesianas.

      5. La difusión de líneas de pensamiento se desarrolla de forma coercitiva

      La difusión de las tradiciones científicas tiene lugar en condiciones de verdadera coerción, que impide o limita toda oposición. La absorción de valores y esquemas de percepción se desarrolla, sin embargo, de forma inconsciente, bajo la máscara de la aproximación a la verdad. Es la comunidad científica, bajo la dirección omnipotente del colegio invisible, pero a instancias últimas, también, de los poderes sociales, la que organiza el proceso. Iniciación en la ciencia y socialización política son, por otra parte, aspectos no nítidamente discernibles entre sí, aunque el primero se realza