José María Gómez Herráez

El pasado cambiante


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pensadores, negar la posibilidad de progreso lineal en el conocimiento sólo puede provocar efectos adversos para el desarrollo de la ciencia y de la sociedad. En última instancia, lo que erigen en común estos críticos del relativismo es la idea de que sí resulta posible captar o, al menos, acercarse a una verdad externa por encima de los elementos subjetivos que pulsan sobre el individuo. El objetivismo no constituye, para ellos, una pretensión inalcanzable y el desarrollo científico efectivo pasa por una aproximación máxima al mismo.

      En general, las críticas al relativismo se han sucedido desde posiciones teóricas y especialidades distintas, a veces con alto grado de indignación. Ya antes, en notas de pie de página, nos hemos referido a algunos comentarios con los que Chalmers y Ziman trataban de autocontenerse en su tono relativista. En la crítica que de forma breve desarrolla Scott Gordon (1995: 712), plantea, como observación preliminar, la necesidad de no identificar el desarrollo científico con el descubrimiento de verdades apodípticas, de lo que derivaría, si resultara posible, la muerte de la ciencia. El acceso absoluto a la verdad no existe, pero sí la posibilidad de acercarse a ella. Aunque reconoce el poder que la ideología y las creencias pueden tener en el desarrollo científico, especialmente en las ciencias sociales, considera que es posible desterrarlos y construir teorías y conceptos asépticos. El estilo lingüístico que destacaba D. N. McCloskey no es para él una actuación consustancial dirigida a persuadir y embaucar al oyente, sino una estrategia para aclarar y simplificar. Bajo una actitud bastante complaciente con la dinámica seguida por las ciencias en el mundo occidental, Gordon deplora los sistemas de control organizados por los propios científicos, se aleja de las concepciones sobre el «ineludible» colegio invisible y confía en la libre competencia de la investigación para alcanzar la objetividad. En esa línea, rechaza también la idea de la inconmensurabilidad de paradigmas, puesto que algunos de ellos deben aproximarse más que otros a esa realidad objetiva y, en ese sentido, como en los planteamientos de Popper y Lakatos, resulta posible compararlos.

      Robin Dunbar (1999), aunque crítico con los argumentos de Popper, rechaza también tan ostensiblemente las actitudes relativistas que no duda en relacionarlas con una «indolencia intelectual» de fondo y un camino hacia lo que negativamente juzga como un verdadero «anarquismo intelectual». Al advertir sobre sus riesgos, y en particular sobre las formas más extremas del postmodernismo, este autor entendía que era en las ciencias sociales e históricas donde tales posturas estaban causando mayores estragos, afectando, a su vez, a la confianza en las ciencias naturales. A su juicio, mediante estas actitudes, se desembocaba en una mera presentación acrítica de teorías, sin primar ninguna como más plausible y dejando al lector plena libertad de elección. Aunque acepta el recurso a la negociación en los científicos, niega que se trate de compromisos similares a los de los precios o a los de tipo diplomático. Por el contrario, ve estas negociaciones como debates donde se llega a un acuerdo, tras honestas argumentaciones y tras convicciones plenas, sobre determinados aspectos o pruebas (cuyos perfiles no considera variables según la tendencia). Pero, por otra parte, en una línea de negociación externa que podrían suscribir los autores relativistas, Dunbar alude a la difusión de mitos con el fin de conseguir financiación pública. En la búsqueda de convicción entre otros científicos, no duda, también, en considerar los artículos como verdaderas proezas que comprimen –puede pensarse que ignorándolas o simplificándolas– las disputas, que hacen olvidar los intentos fallidos que llevaron a callejones sin salida y que logran aparecer como explicaciones coherentes y entretenidas.

      Federico García Moliner, en su libro La ciencia descolocada (2001), se mueve también bajo un cierto eclecticismo. Por un lado, niega la existencia de una ciencia neutral, ajena a intereses sociales e ideológicos, y valora la trascendencia de la negociación, de la adaptación a las modas y del recurso al «eufemismo» en los proyectos de investigación para conseguir apoyos externos. Pero el cariz relativista de estas y otras afirmaciones se desnaturaliza un tanto al atribuir un carácter anómalo y negativo –no consustancial e ineludible– a estos comportamientos. Aunque no cabe pensar en verdades incuestionables, García Moliner considera posible un progreso continuado a partir de la evidencia experimental y atribuye a los distintos trabajos una calidad y una validez en sí mismas, sin estimarlas condicionadas por la tradición desde la que se juzga.

      Uno de los autores que ha arremetido de forma más despectiva y continuada contra las visiones relativistas, erigiéndose en fuerte defensor del cientifismo, ha sido Mario Bunge. El físico y filósofo argentino no acepta totalmente la caracterización popperiana de la ciencia basada en la falsabilidad, refutabilidad y crítica de las hipótesis, por considerar que elude el sentido básicamente verificacionista que guía al científico. Como opción, presenta una serie de criterios –capacidad de predicción, técnicas experimentales y matemáticas, rechazo de criterios de autoridad, etc.– (Bunge, 1985b: 28-29) que lo llevan a distinguir entre ciencias maduras, emergentes, estancadas, heterodoxas y pseudociencias. Entre estas últimas quedarían, junto a un campo cuyo objeto de interés no es nada tangible, como es la parapsicología, otros cuyos enfoques interpretativos juzga meramente especulativos y alejados de la realidad, como el psicoanálisis, el conductismo y, precisamente, los estudios relativistas sobre ciencia y tecnología. Tampoco estima como verdaderas ciencias las economías neoclásica y marxista, que se habrían quedado ancladas en torno a una realidad capitalista propia del siglo XIX y tendrían meramente un sentido «escolástico» e ideológico, de confirmación o destrucción del capitalismo en cada caso.

      A nuestro juicio, salvo en el caso de la parapsicología, la astrología y otros campos no racionalistas, los enfoques que Bunge rechaza no suponen sino formas determinadas de enfrentarse a procesos complejos y no mecánicos, especialmente recalcitrantes a interpretaciones, delimitaciones y conceptualizaciones únicas. Lo ideológico resulta, en nuestra consideración, consustancial a las ciencias sociales y a determinados aspectos de las naturales, dada la necesidad de desarrollar una concepción sobre la realidad social. Por lo demás, el análisis en estas esferas no se ha desplegado bajo el cetro inamovible de idolatradas autoridades. Así, por ejemplo, sin seguir literalmente todos sus esquemas, las propuestas de Freud han servido para valorar en los rasgos y en los conflictos psíquicos la importancia de las normas interiorizadas, de las vivencias del pasado y de su sello en el inconsciente (categoría no delimitada orgánicamente, pero tampoco de base inmaterial, contra lo que Bunge señala). La economía marxista, y también, en parte, algunas líneas conectadas a la neoclásica, no dejaron de inspirar pronto nuevos enfoques, muy distintos entre sí y alumbrados por ideologías contrapuestas, que recogían aspectos como el peso de la gran empresa, el desarrollo de nuevos desequilibrios y el papel del Estado. La alternativa de Bunge (1985a, 1985b) de observar la realidad económica y aplicar unas técnicas apropiadas de planificación, reservando cierto papel a la competencia, no deja de aparecer también condicionada por sus propias pautas ideológicas –en un contexto preciso– y hallará frente a sí criterios distintos. Contra lo que advierte en otros escritos (Bunge, 2000: 229), tampoco la idea de un Estado del Bienestar constituye una propuesta neutral, libre de connotaciones ideológicas, que pueda superar en sí misma las posiciones enfrentadas en la lucha de clases, como han revelado tanto sus valoraciones como instrumento al servicio del sistema capitalista como, en sentido muy diferente, las críticas neoliberales contra el mismo. Más allá de esa hipotética neutralidad y de esa armonía resultante, un autor como C. Offe (1990: 142) resaltaría la contradicción que el capitalismo encuentra bajo el Estado del Bienestar: si por un lado la política social y asistencial desalienta la acumulación privada de capital y las ventajas empresariales en el uso de la mano de obra, por otro las condiciones económicas y sociales de la economía industrial requieren su desarrollo y harían que su desaparición tuviera efectos explosivos y paralizantes.

      Pero aquí, obviamente, nos interesan los comentarios de este autor (Bunge, 1985a: 71-74; 1985b: 97-107; 2000: capítulos 8-10) contra el relativismo y, sobre todo, contra lo que llama posturas «sociologistas», que él de antemano desautoriza alegando que, como sofistas dispuestos a discutir temas que no conocen, suponen una fórmula cómoda de profesión y de crítica sin aprender previamente ninguna ciencia y sin seguir los dictados de la razón. Es cierto que las visiones relativistas se han afincado como líneas de investigación capaces de ofrecer sus propias simplificaciones y de garantizar salidas profesionales, pero, mediante ello, no dejan de comportarse