almacena una gran cantidad de energía contenida en cada una de sus moléculas, que funcionan como diminutos depósitos energéticos. Al romperlas, se libera todo el calor que concentran.
Pero entonces, ¿en qué punto participa el oxígeno? Lo cierto es que, pese a considerarse como uno de los combustibles usados, este compuesto no forma parte de lo que se quema, sino que, en cierto modo, es lo que quema. Expliquémonos.
Como se ha mencionado, el queroseno –como la gasolina, la nafta o el gas natural– es en realidad una mezcla de moléculas de longitud variable. Cada una de estas moléculas se puede entender como una cadena de átomos unidos entre sí mediante enlaces. Pero lo interesante es que cada uno de estos enlaces funciona a modo de un minúsculo depósito de energía, y en caso de que el enlace se rompa, la energía es liberada. La conclusión es evidente: cuanto mayor sea la longitud de la cadena de átomos que forme la molécula de combustible, más energía contendrá en su interior.
Cuando quemamos queroseno en los propulsores espaciales, gasolina en nuestro coche o gas natural en nuestras cocinas lo que en realidad estamos haciendo es romper estas moléculas. Y al despedazarlas, la energía que guardaban se libera en forma de calor. En otras palabras, el fuego que vemos en los fogones no es más que el producto de romper millones de moléculas al mismo tiempo, de partir los enlaces que las constituyen.
Y ¿qué usamos para romper estos enlaces? Efectivamente, el oxígeno. Este es el proceso que llamamos habitualmente combustión, o quema, aunque en jerga química se le conoce como oxidación (no nos juzguen, hay demasiadas reacciones que nombrar y la imaginación llega donde llega).
En definitiva, el oxígeno no es más que la herramienta que usamos para partir las moléculas.
Al cocinar, el oxígeno que hay en el aire nos basta y nos sobra para hacer arder el gas natural; al fin y al cabo, una cuarta parte de nuestra atmósfera está formada por este compuesto. Pero cuando queremos elevar una nave espacial la historia cambia. En este caso necesitamos quemar una cantidad tan elevada de combustible en un intervalo de tiempo tan reducido que con el oxígeno que nos proporciona la atmósfera no es suficiente; necesitamos un flujo de este mucho mayor. Y por ello es necesario tener un tanque con 300.000 litros de oxígeno líquido, un gas condensado a alrededor de 200 grados bajo cero.
La combustión a gran escala de queroseno con oxígeno líquido que llevó al hombre a la Luna en realidad se diferencia bien poco, desde el punto de vista químico, de la quema de carbón que posibilitaba el movimiento de las locomotoras de vapor o, incluso, de las fogatas que mantenían con vida al Homo sapiens primitivo en las cuevas de Cromañón, en el suroeste francés.
Es más, la diferencia es mínima incluso cuando lo comparamos con la forma en que nosotros mismos extraemos la energía de los alimentos. También nosotros utilizamos el oxígeno, en el interior de minúsculos reactores situados dentro de cada célula, denominados mitocondrias, para oxidar (o quemar) los azúcares.
De esta forma es como obtenemos la energía necesaria para llevar a cabo la mayoría de los procesos biológicos. Es por ello, de hecho, por lo que respiramos: para introducir oxígeno en nuestro organismo y continuar con la obtención de energía. La oxidación, en definitiva, es una reacción de lo más corriente.
En estos cuatro ejemplos usamos el oxígeno para romper la materia orgánica y obtener así la energía necesaria, bien sea para elevar una nave de 3.000 toneladas, bien para que un tren pueda transportar mineral de hierro de la mina a la siderurgia o bien, simplemente, para levantar una pierna. Y ello tan solo es posible por una característica fundamental de este compuesto: su enorme –y potencial– reactividad, su inmenso poder para destruir todo lo orgánico, la materia viva.
Espera un segundo –podría saltar alguien–, ¿cómo va a ser eso posible? ¿«Enorme reactividad del oxígeno»? ¿Pero no acabas de decir que la cuarta parte de nuestra propia atmósfera es oxígeno? ¡Nosotros mismos estamos nadando en oxígeno! ¿Si fuese tan reactivo no deberíamos estar en llamas ahora mismo?
Bien, eso sería así si no fuese por la segunda característica que, en combinación con la primera, hace único al oxígeno: su estabilidad. Su enorme –y bendita– estabilidad. Con un ejemplo se entenderá mejor.
UNA HISTORIA DE LUZ Y DE JABÓN
Enormemente reactivo y muy estable. Curiosa combinación, aunque ¿no encierra en sí misma una contradicción? ¿Cómo puede un mismo compuesto, una misma sustancia, ser muy reactiva, pero al mismo tiempo no reaccionar? Bien, todo depende de a qué estemos prestando atención.
En 1999 David Fincher estrenaba El club de la lucha, película basada en el libro homónimo de Chuck Palahniuk. En ella, un jovencísimo Brad Pitt acabado de salir de ¿Conoces a Joe Black? encarnaba a Tyler Durden, un particular vendedor de pastillas de jabón. «Tyler vendía el jabón en los grandes almacenes a 20 dólares la pastilla. Dios sabe a cuánto lo venderían ellos. Era maravilloso. Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos».
El caso es que estas pastillas, de rosa intenso, fabricadas con la grasa desechada de las clínicas de liposucción se convertirían en una imagen icónica del film. Con ellas se cerraba una especie de círculo irónico: las víctimas de la denominada teoría de la perfección a la que se opone el protagonista acababan utilizando para su cuidado personal los propios desechos que previamente se les habían extirpado en las clínicas. Y, a la vez, los beneficios de la venta servían para financiar el club. Lo dicho, un círculo perfecto.
Aunque si debemos escoger una referencia del film que ha pasado a la cultura pop esta es, sin duda, la primera de las normas que enuncia Tyler: no hablar nunca del club de la lucha. No hablemos pues más de él y centrémonos en uno de los elementos que más llaman la atención de esta película: el uso de la química. Y es que en El club de la lucha lo que más les interesa a Tyler y compañía del negocio del jabón no son los lucrativos beneficios que reporta –aunque tampoco les hacen ascos, todo sea dicho–, sino uno de los subproductos de su síntesis: la glicerina.
Con grasa y sosa se produce jabón, pero también se genera un deshecho conocido como glicerina. Lo que –a diferencia de Tyler– poca gente sabe es que, con esta y un poco de gracia para la química, tenemos en nuestras manos un famoso explosivo: la nitroglicerina. Un compuesto cuya volatilidad todos conocemos por mil referencias cinematográficas, pero cuyo origen en las grasas y el aceite es más bien insospechado.
¿Quién podría intuir que tras la grasa se esconde este explosivo? Tan solo es necesario partir una molécula de aceite por el sitio adecuado para obtener el precursor de un potente explosivo. Es decir, aplicando los cambios adecuados, transformamos un compuesto estable e innocuo en otro sumamente reactivo.
De la misma forma sucede con el oxígeno: mediante una ligera transformación química podemos pasar del oxígeno molecular (estable, muy poco reactivo, atóxico) al radical hidroxilo o al superóxido (tóxicos a rabiar). Tan solo hace falta añadir algún hidrógeno, introducir algún electrón de más. Aplicando un mínimo cambio en su estructura, liberamos todo su poder.
Fig. 1. Esquema de la reacción de saponificación de una grasa o un aceite con sosa. Haciendo reaccionar un triglicérido (un tipo de grasa) con hidróxido de sodio se obtienen dos compuestos: ácidos grasos, que usamos como componente principal de los jabones, y glicerina –o glicerol–. Es a partir de este último compuesto como se puede sintetizar la nitroglicerina, el famoso explosivo. Fuente: Elaboración propia.
Aunque, a decir verdad, no hace falta modificar su esencia para ser testigos de su potencial. El propio oxígeno puede contener las dos propiedades (estabilidad y reactividad) al mismo tiempo: con un sencillo toque, sin adición química ninguna, el oxígeno molecular asimismo se puede transformar en su opuesto. Y también en este punto la glicerina nos puede resultar de utilidad. Retomemos, pues, la historia de la nitroglicerina, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX.