Fratel MichaelDavide

Encontrar al padre


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de los hermanos y hermanas con los que compartimos el camino de la existencia, a veces tan duro. La oración, lejos de ser una fuga opiácea de la realidad, se convierte, por el contrario, en una escuela cotidiana de sabiduría y de caridad creativa. Esta escuela se prolonga durante toda la vida y es el trabajo interior que nos impulsa a zarpar hacia espacios cada vez más amplios de la existencia para no permanecer encallados en puertos tan seguros como mortíferos. Orar en la lógica encarnada e involucrada que subyace a las palabras del Padrenuestro nos pone ante la urgencia y el desafío de vivir de manera auténtica hasta el punto de tener que ponernos cada día en la escuela de la oración, que no es simplemente informativa, sino formativa en sentido amplio y pleno. En efecto, la oración es una «prodigiosa destilería de lo invisible» 2.

      Podemos intuir lo que experimentó «uno de sus discípulos» (Lc 11,1) mientras contemplaba encantado al Maestro en oración. En la oración de Jesús se trasluce la profunda verdad de su relación con un Dios tan íntimo que se revela como «Padre» (11,2). El discípulo, cuyo nombre no se menciona, pero que nos representa a todos, espera pacientemente a que el Señor Jesús termine para pedir que él lo inicie –a su vez, y junto a los otros– en el arte de la oración. Sucede exactamente como cuando se ve a alguien hacer algo hermoso o extraer del horno una comida sabrosa y se le pide con entusiasmo incontenible: «¿Me enseñas cómo se hace?». Como toda madre y como todo maestro, el Señor no se echa atrás y nos enseña el modo de estar frente al Padre como él y con él en calidad de hijos. Por tanto, la oración del Señor tiene consecuencias que hay que reconocer y honrar: encontrar en cada persona a un hermano y saber acogerlo en la libertad de los «hijos» (Gál 4,6), y no en el temor de los esclavos.

      Mientras nos adentramos en esta meditación sobre la oración del Señor no podemos más que hacer nuestra la emotiva invocación del discípulo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). En realidad, hemos de decir que, en la tradición bíblica y espiritual, cada vez que se pide: «Señor, enséñanos a orar», se pide, en realidad: «Señor, enséñanos a vivir». La oración es la puerta que introduce en la casa –el castillo, diría Teresa de Ávila– de la relación con Dios a través de la invocación, de la intercesión, del aliento de la contemplación. Por eso toda la Tradición concuerda en el hecho de que la lex orandi, la regla de la oración, es siempre la lex credendi, la regla de la fe, que se torna en lex vivendi, la regla de vida. Este dinamismo no tiene solución de continuidad.

      Al acercarnos a la oración del Señor estamos llamados a tomar conciencia de un don que comporta una clara toma de posición: a través de estas palabras buscamos aprender a orar en la esperanza de aprender a vivir.

      Los siete colores de la oración

      Las siete invocaciones de la oración del Señor, más que un «compendio» de devoción, representan un mapa para movernos y orientarnos de manera segura en nuestra relación con el Padre. Podemos acoger estas invocaciones como si fuesen los colores que hay que tomar continuamente de la paleta de la vida cotidiana para pintar el cielo de nuestro deseo más profundo y verdadero. Siete instrumentos, siete colores, siete caminos… siete fondos como el de una pantalla de ordenador o de un teléfono móvil, para afrontar todas las realidades de nuestro día a día con serenidad y confianza. San Juan de la Cruz explica que el Señor Jesús, al enseñar el camino de la oración a sus discípulos,

      solo les enseñó aquellas siete peticiones del Pater noster, en que se incluyen todas nuestras necesidades espirituales y temporales […]. Mas no enseñó variedades de peticiones, sino que estas se repitiesen muchas veces y con fervor y con cuidado; porque, como digo, en estas se encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene 3.

      A partir de este texto del doctor carmelita bien podemos decir que la oración del Señor, que se nos ha entregado solemnemente en el momento de nuestro bautismo, representa este posible movimiento existencial. Él mantiene unidas las exigencias de la «voluntad de Dios» y todo aquello «que nos conviene», sin forma alguna de competencia ni, menos aún, de oposición.

      Así pues, partiendo de este modo de entenderla y de vivirla, la oración se torna en aquello que más nos interesa, porque es lo que más llega a entrecruzarse con nuestra experiencia concreta. La existencia de cada uno está siempre ligada a dos aspectos inseparables: el inmanente –concreto y cotidiano– y el más trascendente, no menos cotidiano y concreto. Fuera de la oración, el peligro consiste en absolutizar inadecuadamente solo uno de estos dos elementos, deteniendo en nuestro corazón el largo proceso de relación con Dios, con nosotros mismos y con el mundo. Este proceso interior nos permite una conformación serena y natural al designio y al deseo de Dios sobre nosotros, en plena solidaridad con el camino de esperanza de todos y cada uno. Para comprender el misterio de la oración podemos hacer referencia a las palabras del profeta Isaías, que se expresa de manera simple, pero con particular eficacia:

      Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía (Is 55,10-11).

      El Padrenuestro es un acto de fe que nos ayuda a captar la misma dinámica de «efecto» en las palabras que lanzamos hacia Dios en nuestra humilde invocación: ellas no volverán vacías, «sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,11). La psicología moderna, como ya antes la sabiduría de los antiguos, identifica precisamente el papel paterno con el de la «palabra» ofrecida. Justamente esta palabra, que limita y estimula, permite al niño crecer, a través de la confianza, en la responsabilidad. Por eso el Señor, al enseñarnos las «siete palabras» de la oración, nos habilita para entrar en el misterio de la voluntad del Padre, cuya palabra, como dice Isaías, realiza lo que promete. Entrar en esta comunión de voluntades nos pone en condiciones de acoger y hacer fructificar aquello que responsablemente elegimos para nuestra misma vida a la luz de su palabra. Estas «siete palabras» que, antes de enseñárnoslas, el Señor Jesús rumió en su propio corazón, son la fuente de aquellas otras «siete palabras» pronunciadas por el Crucificado en el acto solemne y amoroso de su muerte apasionada.

      A través de la enseñanza del Señor Jesús, que comparte con nosotros su misma experiencia de oración, se nos ofrece la posibilidad de convertir nuestro enfermizo narcisismo. En lugar de replegarnos sobre nosotros mismos estamos llamados a un camino de relación libre y liberadora a través de un proceso que nos hace personas capaces de tomar la palabra con convicción y con real disponibilidad de escucha. Como explica Eugen Drewermann: «Una poesía solo puede interpretarse mediante una poesía, una canción solo mediante una canción, una oración solo mediante una oración» 4.

      Esto puede aplicarse en grado sumo al Padrenuestro. De la oración no se habla: la oración se vive. Del mismo modo que no se habla del amor, sino que se vive dejando que los otros gocen de sus frutos hasta percibir su perfume regenerador que, ciertamente, no se puede explicar con palabras.

      Cada vez que hacemos nuestras las palabras del Señor, desde lo profundo del corazón y con una profunda conmoción imploramos y esperamos: «Sé nuestro Padre». No tardará en llegar el momento en que nuestro corazón exhalará, como una brisa ligera, un estremecimiento: «Aquí estoy» (Is 58,9). Como repetimos siempre en la celebración de la eucaristía: «Nos atrevemos a decir» las palabras que el Señor nos ha «enseñado» como para dejarnos contemplar y casi acunar por su mirada misericordiosa. A través del bálsamo regenerador de estas palabras nos dejamos transformar y perdonar hasta en lo más profundo de nuestros tormentos a fin de encontrar paz y compartirla con todos aquellos que caminan y sufren con nosotros y como nosotros. Atreverse a decir las palabras del Señor solo es posible si estamos «formados» por la «divina enseñanza» de su corazón, «manso y humilde» (Mt 11,29), como se nos recuerda justo antes de la comunión cada vez que celebramos la eucaristía.

      En el evangelio según Lucas, cuando el Señor enseñó la oración a sus discípulos, se encontraba «orando en cierto lugar» (Lc 11,1). A diferencia de lo que leemos en la versión de Mateo, el contexto no es el de la enseñanza del Sermón de la montaña, sino el de una participación