–si no injustificado– que lo que ya se dice en la primera frase de la carta no se exprese y se refleje desde su mismo título: «Los hermanos y las hermanas».
En este comentario voy a hacer un análisis positivo de la encíclica, voy a hablar bien de ella, y bien convencido. Pero también resaltaré algún riesgo. Una afirmación arriesgada se da en el mismo párrafo inicial de la encíclica, aunque remita y cite a la admonición 25 de Francisco de Asís. El papa la trae para fundamentar desde ella que hemos de «valorar y amar a cada persona más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite».
En primer lugar, la referencia a la admonición 25 está traída por los pelos, forzando su significado, porque el santo se estaba refiriendo a otro asunto. Se refiere a no hablar de alguien a sus espaldas o en su ausencia, sino a hablar siempre a la cara, con caridad siempre –desde luego–. Textualmente, la admonición 25 dice así: «Dichoso el siervo que tanto ama y respeta a su hermano cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice a sus espaldas nada que no pueda decir con caridad delante de él». Creo que no hacía falta buscar un «argumento de autoridad» recurriendo a Francisco de Asís para sostener lo que nos quiere decir Francisco de Roma.
En segundo lugar, es arriesgada porque cabría interpretar ese «más allá del universo donde haya nacido» como un amor etéreo e inconcreto. Francisco escribe que quiere destacar un consejo en el que el santo «invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio». Considero que tal intención no es propia de ninguno de los dos Franciscos. Porque ninguna persona podemos sustraernos de las coordenadas espaciotemporales en que existimos; solo existimos así y aquí o ahí. (No obstante, hoy hay alumnos de teología preparándose para ser ordenados presbíteros –y también algunos presbíteros– a quienes les cuesta comprender que la condición humana se realiza en la historia concreta; y solo dentro de ella se vive la espiritualidad cristiana.) El obispo de Roma toma ese consejo de san Francisco para referirse a la universalidad de la amistad social –que es lo que va a desarrollar en la encíclica–, «y esta siempre es concreta y ubicada, practicada en el tiempo histórico en que vivimos, con su específica particularidad» 7.
En otro orden de cosas, la encíclica sí nos sigue ofreciendo algo que es muy coherente con el estilo propio de Francisco: claridad e inteligibilidad. Y esto es de agradecer en los escritos magisteriales católicos. El lenguaje que usa es coherente con el resto de documentos que nos viene ofreciendo, pero también el contenido es coherente con las enseñanzas sociales de la Iglesia, como no puede ser de otro modo. Con el añadido de que aún se entienden mejor que antes.
Las enseñanzas sociales de la Iglesia
En líneas generales, los medios de comunicación social no se han prodigado en la divulgación de la doctrina social de la Iglesia (DSI) a lo largo de su historia reciente. A lo más, difundían su publicación, pero no transmitían sus contenidos. Es razonable. Los medios de comunicación, que son considerados con acierto el «cuarto poder», tienen sus objetivos específicos e intereses propios. Esa es una de las causas principales externas de la poca repercusión e influencia social que la DSI viene teniendo en la opinión pública de la sociedad. Pero ese silencio comprensible desde los intereses de los medios de comunicación resulta inaudito dentro de la propia Iglesia, y también viene ocurriendo en cierto modo. Las causas internas de la débil relevancia de la DSI competen a la propia Iglesia, que tampoco se ha prodigado en su difusión y en propiciar el conocimiento específico de las enseñanzas sociales, calificadas como doctrina. Desgraciadamente, en la misma Iglesia no se ha conocido, ni estudiado, ni practicado en una medida adecuada. Esto es así hasta el punto de que la propia Congregación para la Educación Católica tuvo que publicar el 30 de diciembre de 1988 –¡casi cien años después de Rerum novarum!– las Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, para toda la Iglesia católica. Aquel sobresaliente documento concluye diciendo:
La Congregación para la Educación Católica, al confiar el presente documento a los excmos. obispos y a los diversos institutos de estudios teológicos, desea que pueda prestarles una ayuda válida y una segura orientación para la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia. Dicha enseñanza, si se imparte correctamente, infundirá, sin ninguna duda, nuevo impulso apostólico a los futuros sacerdotes y a los demás encargados de la pastoral, marcándoles un camino seguro para una acción pastoral eficaz. […] Procurando por todos los medios que estas orientaciones, debidamente explicadas e integradas en los programas formativos, produzcan aquel renovado vigor en la preparación doctrinal y pastoral que hoy es esperado en todas partes y responde a nuestros comunes deseos 8.
Diez años después se celebró un congreso en España dedicado a la enseñanza y la formación en la DSI con el objetivo de valorar su incidencia en seminarios, universidades, catequesis, formación permanente, enseñanza religiosa escolar, movimientos apostólicos seglares y centros de investigación eclesial. Las ponencias, comunicaciones, conclusiones y documentación fueron publicadas en el número 87 de la revista Corintios XIII.
Aun con todo, yo sigo sin percibir que las enseñanzas sociales de la Iglesia hayan tomado cuerpo en la totalidad de las dimensiones de la evangelización, así como en el amplio sentir de todo el pueblo de Dios, si no es en alguna de sus tareas muy específicas. Y, desde luego, la DSI tiene casi nula incidencia política o económica –que es donde debe repercutir directa, aunque mediadamente– tanto en políticos y economistas no cristianos como en quienes se confiesan cristianos. Entre estos últimos –en su doble sentido–, las personas cristianas dedicadas a la política y a la economía, sí hay algunas que han incorporado la DSI a sus programas y proyectos concretos, pero caben ser más.
A muchas personas y comunidades cristianas les está ocurriendo con la DSI lo mismo que les ocurrió a aquellos discípulos en Éfeso a los que Pablo preguntó si habían recibido el Espíritu Santo. A cuya pregunta responden: «Ni sabíamos que había Espíritu Santo» (Hch 19,2). Igual ocurre hoy con la DSI… que aún ¡no han oído ni hablar de ella!
El hecho es que la DSI no se escuchaba ni se atendía o, si se escuchaba y atendía, era excesivamente poco. Y ya sabemos: ojos que no ven… corazón que no siente ni cabeza que piensa…, aunque le estén robando el abrigo –¡o la dignidad!– al vecino. Y una pequeña parte de la humanidad sigue despojando y cometiendo expolios de todo tipo, y otra gran parte padece el sufrimiento provocado por tanta injusticia, y la mayor parte sigue tolerándolo. Pero resulta que con Francisco sí se oye la DSI, ¡y además se entiende! Quizá por eso tantas reacciones tanto a la «actual» Laudato si’ como a la reciente Fratelli tutti. Acerca de estas reacciones me referiré más adelante.
Al inicio de su pontificado se decía de Francisco que «no es teólogo». Pues lo es, aunque desde una teología inteligible y práctica. Pastoral, como lo fue el Concilio Vaticano II. Tan denostado por muchos clérigos en el posconcilio y tan desconocido u olvidado aún hoy por demasiados; precisamente ahora, cuando es el tiempo de empezar a realizar su auténtica recepción, la denominada tercera recepción del Concilio.
Las expectativas conciliares de «vuelta a lo humano» se fueron mitigando en las décadas posconciliares hasta el punto de parecer, casi setenta años después, que «solo fue un sueño». Pero no es así. La recepción de las decisiones conciliares comienza a ponerse en práctica precisamente cuando van desapareciendo sus protagonistas y testigos directos; incluso generaciones después, como ha mostrado la historia:
Sería un tremendo error y una terrible ceguera de los corazones –y no deja de ser un peligro real, del que ni siquiera la Iglesia imperecedera debe creerse preservada de antemano– pensar que después del Concilio se puede, en el fondo, seguir obrando como antes. […] Cierto que todavía pasará mucho tiempo hasta que la Iglesia, que ha sido agraciada por Dios con un Concilio Vaticano II, sea la Iglesia del Concilio Vaticano II. Análogamente, pasaron algunas generaciones después del Concilio de Trento hasta que la Iglesia fue una Iglesia de la reforma tridentina. Pero esto no quita nada de la enorme y tremenda responsabilidad que con este Concilio nos hemos impuesto todos los que constituimos la Iglesia: la responsabilidad de hacer lo que hemos dicho, de llegar a