Henri J. M. Nouwen

Seguir a Jesús


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todo es diferente. La vida, que parecía tan apagada, tan aburrida, tan agotadora, de pronto es una vida con un sentido.

      Puede que nos digamos: «¡Ahora ya sé por qué vivo!».

      El objetivo de escribir este libro es ayudarte a ti y a mí mismo a escuchar la voz del amor, a escuchar esa voz que nos susurra al oído: «¡Sígueme!».

      Espero poder guiarte y guiarme desde un inquieto vagabundeo a un alegre seguimiento; desde ser personas hastiadas, sentadas sin hacer nada, a sentir entusiasmo por haber escuchado esa voz.

      No es una voz que se imponga. Es una voz de amor, y el amor no empuja ni tira. El amor es muy sensible.

      Hay un precioso relato en el Antiguo Testamento en el que el profeta espera a la entrada de una cueva por donde iba a pasar el Señor. Llegó el trueno, pero el Señor no estaba en el trueno. Hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Hubo fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Y entonces se oyó un murmullo, una vocecita, y el Señor estaba en esa voz (cf. 1 Re 19,11-13).

      La voz es muy sensible. Puede ser muy queda. A veces es difícil percibirla. Pero la voz del amor ya está dentro de ti. Quizá ya la hayas oído.

      Escucha. Te dice: «Te quiero», y te llama por tu nombre. Dice: «Ven, ven. Sígueme».

      Querido Señor:

      Quédate hoy conmigo. Escucha mi confusión y ayúdame a saber cómo vivirla. No conozco las palabras. No conozco el camino. Muéstrame el camino. Eres un Dios tranquilo. Ayúdame a escuchar tu voz en un mundo ruidoso. Quiero estar contigo. Sé que tú eres la paz. Sé que eres la alegría. Ayúdame a ser una persona pacífica y alegre. Estos son los frutos de vivir cerca de ti. Llévame cerca de ti, querido Señor.

      Amén.

      1

      LA INVITACIÓN.

      «VENID Y VERÉIS»

      Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús, que pasaba, dice:

      –Este es el Cordero de Dios.

      Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:

      –¿Qué buscáis?

      Ellos le contestaron:

      –Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?

      Él les dijo:

      –Venid y veréis.

      Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima (Jn 1,35-39).

      Imagina por un momento que estás en esta historia. Imagina que estás ahí con Juan el Bautista. Era un hombre recio. Imagínatelo vestido con piel de camello. Está alejado de los demás. Con una voz firme dice: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! Sois unos pecadores. ¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!».

      La gente le escucha. En cierto modo, sienten que hay algo que falta en sus vidas. En cierto modo, sienten que están ocupados con muchas cosas y agotados, o que están ahí sentados sin hacer nada y nada va nunca a ocurrir.

      Acuden a este hombre extraño –a este hombre salvaje– y escuchan. Juan y Andrés, dos de los discípulos de Juan, están allí con él. Un día Jesús pasa por allí. Juan se fija en él y dice: «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

      Juan sabía que su pueblo era pecador y tenía que arrepentirse, pero también sabía que él no podía quitar el pecado de esas personas, que quitar los pecados no entraba dentro de las capacidades humanas. Decía: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!». Pero, cuando Jesús pasó por allí, Juan se fijó en él y les dijo a Juan y a Andrés: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es el siervo de Dios. Ha venido a sufrir. Es aquel que ha sido enviado para convertirse en sacrificio, en Cordero de Dios, para quitar así vuestros pecados».

      Quédate en esta imagen.

      Quédate donde están Juan y Andrés, deseosos de empezar una nueva vida, con un nuevo objetivo, un nuevo comienzo, un nuevo corazón, una nueva alma. Esos dos jóvenes comienzan a seguir a Jesús, y Jesús se da la vuelta, ve que le están siguiendo y les pregunta: «¿Qué buscáis?». ¿Y qué dicen ellos? ¿Dicen «Señor, queremos seguirte», «Señor, queremos hacer tu voluntad», «Señor, queremos que nos quites el pecado»? No, ¡no dicen nada de eso!, sino que preguntan: «¿Dónde vives?».

      De algún modo, ya aquí, en el principio de la historia, oímos una pregunta muy importante: ¿dónde vives? ¿Cuál es tu sitio? ¿Cuál es tu camino? ¿Cómo es estar cerca de ti?

      Jesús dice: «Venid y lo veréis».

      No dice: «Venid a mi mundo». No dice: «Venid, que os cambiaré». No dice: «Convertíos en mis discípulos», «Escuchadme», «Haced lo que yo os diga», «Tomad vuestra cruz». No. Dice: «Venid y lo veréis. Mirad a vuestro alrededor. Conocedme». Esta es la invitación.

      Ellos se quedaron con él. Fueron y vieron dónde vivía y se quedaron con él el resto del día. Juan dice que era la hora décima, es decir, las cuatro de la tarde.

      Jesús les invitó y ellos fueron con él y vivieron con él. Fueron voluntariamente a donde él vivía. Vieron a un hombre muy distinto que Juan el Bautista: este gritaba: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!», pero Jesús, en cambio, decía: «Venid a ver dónde vivo».

      Ellos vieron a Jesús, el Cordero de Dios. El humilde servidor. Pobre, amable, cálido, pacífico, puro de corazón. Le vieron. Ya entonces. Vieron al Cordero de Dios.

      Hay cierta dulzura. Cierta amabilidad. Cierta humildad.

      «Venid y veréis».

      «Se quedaron con él el resto del día».

      Jesús les invita a entrar para que echen un vistazo.

      Estate ahí. Mira con los ojos del corazón la historia que acabas de escuchar.

      SOMOS INVITADOS

      Jesús nos invita a ir a la casa de Dios. Es una invitación a entrar en la morada de Dios.

      No es una invitación con grandes exigencias. Es la historia del Cordero de Dios, que nos dice: «Venid, venid a mi casa. Echad un vistazo, mirad a vuestro alrededor. No tengáis miedo». Mucho antes de la llamada radical de Jesús a dejarlo todo atrás, dice: «Venid, mirad dónde vivo».

      Jesús es un anfitrión que nos quiere cerca de él. Jesús es el Buen Pastor del Antiguo Testamento, que invita a su pueblo a su mesa, donde rebosa la copa de la vida.

      Esta imagen de Dios invitándonos a su casa se emplea a lo largo de toda la Escritura.

      El Señor es mi casa. El Señor es mi escondite. El Señor es mi toldo, mi resguardo.

      El Señor es mi refugio. El Señor es mi tienda de campaña. El Señor es mi templo. El Señor es mi morada. El Señor es mi hogar. El Señor es el lugar donde quiero habitar todos los días de mi vida.

      Dios quiere ser nuestra alcoba, nuestra casa. Él quiere ser todo aquello que nos haga sentir como en casa. Ella es como un ave que nos acurruca bajo sus alas. Ella es como una mujer que nos alberga en su vientre. Ella es la Madre infinita, el Anfitrión amable, el Padre cariñoso, el buen Proveedor, que nos invita a que nos unamos a él.

      Hay una sensación de ser que es segura y buena. En este peligroso mundo, repleto de violencia, caos y destrucción, hay un lugar donde queremos estar. Queremos estar en la casa de Dios, para sentirnos seguros, para ser abrazados, para ser amados, para que se preocupen de nosotros. Con el salmista decimos: «¿Dónde quiere estar mi corazón, sino en la casa del Señor?» (véanse Sal 84 y 27).