Carmen Soto

Cuando Dios habla no solo en masculino


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      de partida8

      La toma de conciencia de la presencia de lo divino en el mundo aparece siempre, para la genuina experiencia religiosa, como lo trascendente, como lo que desde sí mismo llega al hombre o a la mujer y se le abre en un encuentro inefable que lo lleva más allá de sí mismo y lo transforma. La manera de apropiarse de esa experiencia es diversa en las culturas y en los individuos, pero siempre es vivida como don que se recibe.

      Y, en la medida en que el ser humano se apropia de esa palabra pronunciada, acontece la revelación9. Esta vivencia precisa a su vez ser expresada, tanto para ser comprendida como para ser comunicada. Los textos que nacen de este proceso de verbalización funcionan a modo de referente y de testigo del acontecimiento que los ha hecho nacer: el encuentro entre el ser humano y Dios.

      El pueblo de Israel o las primeras comunidades cristianas no se percibían a sí mismos envueltos en una continua teofanía, sino que en su cotidiano acontecer histórico iban cayendo en la cuenta de una presencia que los precedía y que, en la medida en que la iban formulando, su experiencia de vida y de fe se iba configurando. Podemos afirmar, entonces, que el concepto de revelación no nace como un previo identificable que luego se aplica a un tipo peculiar de experiencia religiosa, sino que el acontecimiento antecede a la formulación.

      La revelación consiste, por tanto, en un largo camino por el que Dios va logrando hacer sentir su presencia. Supone un encuentro entre Dios y el ser humano, encuentro que se da en los acontecimientos y que se experimenta como un caer en la cuenta de la presencia y actuación de Dios. El ser humano descubre así, poco a poco, el verdadero rostro de Dios y, desde él, la verdadera orientación del propio ser y de la propia conducta en los parámetros concretos de su existencia.

      La realidad humana, necesariamente encarnada, hace inevitable que la revelación aparezca siempre situada y, por ello, un tanto oscurecida por los enfoques culturales de quienes la han verbalizado. Este hecho ayuda a comprender la necesidad de un proceso continuo de interpretación y actualización de los textos sagrados para evitar que los enfoques contextuales de cada época determinen el mensaje revelado y secuestren su fuerza liberadora y salvadora. Cuando esto ocurre, es posible dejar a Dios ser Dios, escucharle de una forma nueva reorientando la mirada, recreando las palabras y ensanchando los espacios para poder decirnos de nuevo en su presencia.

      Partiendo de la comprensión de esta profunda relación existente entre los caminos de la historia y la presencia en ella de la acción relevadora de Dios, las diversas aproximaciones feministas han ido evidenciando las profundas marcas patriarcales que configuran la Escritura y la falta de participación de las mujeres en la verbalización y reflexión del acontecimiento revelador de Dios al ser humano.

      Estas afirmaciones ponen encima de la mesa la pregunta por el adecuado modo de hablar de Dios y por la forma en que su Palabra se ha consignado en la Sagrada Escritura, puesto que, en gran medida, se había pronunciado y recogido en palabras, símbolos y experiencias que invisibilizaban y silenciaban la realidad de las mujeres, su dolor y muchos de sus anhelos10.

      El lenguaje de la Escritura y los desarrollos teológicos de los siglos posteriores que alcanzaron autoridad en las comunidades cristianas tenía un claro sesgo androcéntrico y patriarcal que condicionaba la apropiación plena de la palabra revelada por parte de las mujeres. Por ello, se hizo necesario buscar marcos alternativos de interpretación para el estudio bíblico, histórico y teológico.

      A partir de aquí, la teología feminista asumió la tarea de afrontar esta realidad, fruto de la encarnación de la Palabra de Dios, planteándose una nueva hermenéutica de la revelación que superase el continente y transparentase de forma nueva el contenido11. Para ello decidió incorporar a su reflexión una exégesis lúcida y valiente de los textos capaz de iluminar las caras ocultas de la revelación, evitando sacralizar lo que es humano y dejando espacio para que lo divino se arraigara de nuevo en lo mundano, ahora de forma concreta en la experiencia de las mujeres.

      Como muy bien afirma Elizabeth Johnson, si se parte de una definición de la revelación exclusivista, corremos el riesgo de convertirla en «un freno a la articulación del misterio divino a la luz de la dignidad de las mujeres»12.

      Con la ayuda de otras disciplinas comenzaron a rescatar los fragmentos de la historia de las mujeres en la Biblia y en otros textos, buscaron en la exégesis y en un nuevo discurso teológico los espacios liberadores escondidos en siglos de mirada masculina y comenzaron a reivindicar nuevos lenguajes y prácticas eclesiales liberadoras e inclusivas, nacidas de las nuevas preguntas que su experiencia y su reflexión hacían emerger.

      Desde aquí, la reflexión teológica feminista buscó liberar las posibilidades emancipadoras e igualitarias presentes en los textos sagrados, en las tradiciones religiosas y en las interpretaciones contemporáneas para, de este modo, recrear no solo las estructuras, sino también el mundo relacional y los espacios comunitarios de fe, contribuyendo a la elaboración de un discurso teológico que pueda oponerse a cualquier opresión y discriminación13, pues la revelación solo acontece como tal cuando reconocemos que tiene algo que ver con nosotros, con lo que nos construye como auténticos seres humanos. Dicho en lenguaje cristiano, acontece «para nuestra salvación»14 y, por tanto, no puede recoger afirmaciones que vayan en detrimento de ninguna persona ni puede justificar subordinaciones de ningún tipo.

      Este esfuerzo no supone un mero ejercicio intelectual ni una búsqueda a la desesperada de razones que justifiquen desde la fe las demandas sociales, políticas o económicas que justifican las luchas de las mujeres por la igualdad y su dignidad. Es, por el contrario, el resultado de haber caído en la cuenta de que el Dios que se sigue revelando en la historia está urgiendo nuevos significados, necesita decirse también desde los logros y anhelos de las mujeres.

      Como categóricamente afirma Pannenberg: «Las religiones mueren cuando pierden la capacidad de interpretar de manera convincente todo el abanico de experiencias actuales a la luz de su idea de Dios»15, y las de las mujeres necesitan ser interpretadas de nuevo a la luz del Dios que se revela en Jesús de Nazaret. La cuestión que hay que resolver es cómo decir, desde los cuestionamientos feministas, la Palabra de Dios sin que eso suponga utilizar símbolos culturalmente obsoletos, sin que los conceptos que se le apliquen tengan mayoritariamente género masculino y sin que la dialéctica entre misterio y experiencia se convierta en un abstracto intemporal, cerrado y dogmático.

      Un nuevo encuentro con la revelación, así entendida, a partir de la recuperación de la memoria histórica de las mujeres, donde su amplio abanico cultural y existencial no se sitúa ya en un espacio paralelo y enfrentado al oficial y ortodoxo, sino que germina desde la honda y legítima convicción de que Dios se sigue dando en su Palabra, sigue buscando dialogar con nuestros logros, descubrimientos y realizaciones. En ellos, Dios se revela superando el marco patriarcal y androcéntrico de los textos, haciéndonos caer en la cuenta de que no lo escuchamos todo sobre él.

      La palabra bíblica funciona entonces como partera que ayuda a dar a luz la experiencia reveladora, siempre presente y siempre en trance de perderse16. No olvidemos que la revelación parte de una experiencia de encuentro con la divinidad, no del concepto con que la nombramos y definimos, y esa experiencia se inscribe siempre en el presente y necesita seguir siendo verbalizada, encarnada y proclamada.

      Esta forma de afrontar la reflexión teológica, además de buscar reconstruir las historias de mujeres dentro de la tradición cristiana, plantea también la necesidad de una nueva epistemología y antropología que sostengan un nuevo discurso sobre Dios. En este camino está buscando formular en nuevas claves la cristología, yendo más allá de la identidad masculina de Jesús, que sigue condicionando la plena asunción de la experiencia salvadora por parte de las mujeres y busca afrontar el desafío de reformular las relaciones de poder y servicio dentro de la Iglesia.

      Decir que Dios se revela desde la experiencia de las mujeres supone recuperar textos con protagonismo femenino, relanzar las metáforas femeninas de Dios, recordar a las mujeres bíblicas, pero también reimaginar espacios de identidad creyente inclusivos, concebir dinámicas de resistencia al discurso religioso androcéntrico y generar