Valentín Villaverde Bonilla

La mirada neandertal


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numerosos los trabajos centrados en la percepción que no se limitan a los aspectos formales de la imagen visualizada, sino que incorporan también los elementos psicológicos que se asocian a los estímulos visuales. Así, a finales de los ochenta del pasado siglo, el etólogo Eibl-Eibesfeldt (1988) insistía en la importancia que para el observador tiene el reconocimiento del orden en la estructura de la imagen visualizada, pero de igual manera recalcaba que lo realmente interesante es la sensación de recompensa que ese reconocimiento provoca, lo que denomina el «destello de reconocimiento». El mensaje, sea cual fuere, va a resultar reforzado a través de esta experiencia.

      No dista mucho esta forma de entender la apreciación del arte de la que propone van Damme (1996), ya que a la vez que valora la doble vía por la que se llega al juicio estético –la evaluación de la forma y la interpretación cognitiva que evoca el significado y se vincula al sentimiento de gratificación–, insiste en la interdependencia de las dos, y nos recuerda que la apreciación estética resultante se ve mediatizada por la cultura.

      Y porque es de las pocas propuestas de estudio de la imagen visual que llama la atención sobre la sensación de temor que desprenden ciertos temas, resulta importante mencionar a N. E. Aiken (1988: 110-121), para quien la angulosidad, especialmente asociada a las formas en zigzag, y la representación de los ojos son imágenes que provocan esta sensación. En el ámbito de la psicología de la percepción, no faltan estudios que proponen una interpretación similar y coinciden en señalar la predisposición de temor o de desafección frente a las formas angulares.3

      También Eibl-Eibesfeldt considera la cultura como uno de los tres sesgos que condicionan nuestras experiencias estéticas, mientras que los otros dos serían el que compartimos con los vertebrados superiores, que tiene que ver con el sistema perceptivo visual, y el que es propio de nuestra especie, que cifra en lo que denomina los «estímulos clave», una propuesta de marcado enfoque etológico que enraíza en los trabajos de Tinbergen o Lorenz. Aunque Eibl-Eibesfeldt no aborda estos estímulos de manera sistemática, las características de los que cita nos permiten apreciar la idea que subyace en su propuesta: la infantilización de los rostros, la atención por los ojos, la antropización de los objetos y seres vivos, y la activación de nuestro sistema nervioso al observar los colores vivos, rasgo este último que asocia especialmente al rojo. Es decir, aspectos que tienen que ver tanto con la percepción visual como con la valoración psicológica, estos últimos relacionados con campos de notable importancia en la caracterización del fenómeno artístico y su apreciación estética: la existencia de ciertos universales y la teoría de la mente, consistente en la capacidad de atribuir estados mentales a los demás.

      La tendencia a apreciar la belleza en los rasgos promedios faciales constituye un aspecto que se incluye en la mayor parte de los estudios dedicados a los fundamentos psicológicos de la percepción. Eible-Eibesfeldt cita el estudio inédito llevado a cabo por H. Daucher en 1979, en el que se comparaban veinte caras femeninas con la imagen obtenida a partir de su superposición, hasta configurar una imagen promedio. El rostro resultante fue considerado atractivo o bello por los encuestados, por lo que concluye que existe un patrón de referencia innato a partir del cual se evalúa lo que se percibe. Otros trabajos posteriores (Grammer y Thornhill, 1994) han insistido en estos mismos procedimientos, incluyendo también la simetría facial como uno de los elementos constitutivos de la belleza, si bien los dos aspectos remiten a distintas apreciaciones: la primera estaría relacionada con la ley del promedio, que tiene que ver con la conceptualización o la creación de los patrones evaluativos a los que hace referencia Eibl-Eibesfeldt, mientras que la segunda se ha vinculado a la implicación de salud que se asocia a la simetría corporal. En los dos casos, se trata de principios psicológicos de la percepción que remiten a factores adaptativos que se considera que están en relación con la identificación facial antropomorfa y con la elección de pareja, temas predilectos, junto con la neotenia, o persistencia de los caracteres juveniles, de las explicaciones adaptativas de la psicología evolutiva a la hora de dar cuenta del origen e importancia de la percepción de la belleza en relación con las estrategias reproductivas humanas como resultado de la selección natural. Aunque no faltan tampoco quienes relacionan estos dos rasgos con los mecanismos de reconocimiento facial que se adquiere desde la infancia, sustentados en la identificación del área de tendencia oval de la cara y la atención preferente por los ojos y la boca, y plantean que en todas las culturas las representaciones del rostro humano están presentes y a menudo exageran el tamaño de los ojos a expensas del resto de los detalles faciales. Al tratar de esta posibilidad, es una pena que las máscaras, ampliamente documentadas en todas las sociedades simples conocidas, no se hayan conservado en el arte paleolítico, pues en ellas se podría comprobar la exageración ocular a la que esas otras interpretaciones hacen referencia.

      ¿Y qué nos dice el análisis del arte paleolítico? Según hemos visto, algunos psicólogos cognitivos o evolutivos consideran que la belleza se evalúa a partir de patrones de referencia innatos que establecen un estándar con el que se compara lo percibido. Como acabamos de apuntar, aspectos de la percepción que se considera que afectan al conjunto de la humanidad y que Eible-Eibesfeldt señala expresamente serían: la simetría facial, la atención por los ojos (cuya representación exagerada algunos consideran un rasgo de carácter apotropaico destinado a traducir la importancia de la mirada y propiciar la vigilia para alejar el mal), el valor de la neotenia como factor de atractivo sexual, y la atracción por los colores cálidos, como el rojo. Para evaluar hasta qué punto se trata de universales que están presentes en los albores del arte paleolítico, parece oportuno detenerse, aunque sea brevemente, en analizar si es así, ya que al tratarse de componentes perceptivos y psicológicos altamente vinculados a nuestro sistema visual y cognitivo cabría esperar que su documentación se constatara con rotundidad en las primeras representaciones figurativas de la humanidad.

      Sin embargo, el análisis de las primeras evidencias representativas de las figuras humanas resulta especialmente decepcionante con respecto a la presencia de los factores mencionados. Algunas de las primeras y en general escasas figuras humanas documentadas en los inicios del Paleolítico superior, durante el Auriñaciense (fase cultural que se desarrolló en Europa entre hace 40.000 y 34.000 años), carecen sencillamente de la representación de la cabeza. Es el caso de la estatuilla femenina de Hohle Fels, perfectamente detallada en lo que se refiere a los atributos femeninos, pero que en la parte que correspondería a la cabeza presenta una pequeña protuberancia perforada, destinada a la suspensión de la figura.4 O también, el de una representación parietal femenina pintada de Chauvet, en la que la atención se centra en el vientre, sexo y piernas, quedando el resto del cuerpo sin representar y ambiguamente confundido con el dibujo de la extremidad anterior de un bisonte y una pata de un león. Un caso particular lo constituye la escultura del llamado hombre-león de Hohlenstein-Stadel, cuya cabeza corresponde precisamente a la de un león, lo que claramente indica que no se trata de un retrato o la representación de una persona, sino de un ser mixto de indudable significado mítico o religioso. El resto de las figuras humanas del Auriñaciense carecen de rasgos faciales, al quedar reducidas a simples formas geométricas, ya sea de tipo triangular, como es el caso de una figura antropomorfa pintada de Fumane o de una escultura plana de Stratzing, ya de tendencia anular, circular o esférica, como ocurre en una escultura humana muy simplificada de Volgelherd, otra ejecutada en bajorrelieve del yacimiento de Geißenklörsterle, o las esculturas antropomorfas, pero de connotación fálica, de los yacimientos de Trou Magrite y Blanchard.

      De igual manera, resulta raro que las abundantes estatuas femeninas realizadas durante el Gravetiense, etapa que duró del 34.000 al 26.000 antes del presente, den cuenta del detalle de los ojos. En la zona occidental europea los ejemplos se limitan a un ejemplar de Brassempouy, la conocida Dame de la capuche y otro de Grimaldi; en la zona central europea a una pieza de Dolni Vestonice, y en la zona oriental a una pieza de Ardeevo y varias de Malta, yacimiento en el que se registra una verdadera excepcionalidad en relación con este aspecto, ya que las esculturas que dan cuenta de los detalles faciales son numerosas.

      Si consideramos la totalidad del Paleolítico superior, lo primero que llama la atención con respecto al tema que estamos tratando es el alto número de representaciones femeninas en las que la cabeza no se ha representado, un rasgo que contrasta abiertamente con el bajo porcentaje de figuras masculinas acéfalas. Hasta tal punto se trata