Paolo Aliverti

Reparar (casi) cualquier cosa


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y personales, y relacionados con la simpatía entre mi superior y yo. El problema era que entre nosotros no había buena sintonía y no evitaba nunca que él lo notara. Desafortunadamente, ha sido el peor jefe que he tenido nunca en mi vida. Para tener una buena puntuación era necesario caerle bien, cosa que, en mi caso, era imposible. Después de dejar la empresa ferroviaria para dedicarme a lo mío, las cosas han cambiado. En mi nuevo trabajo de reparador, la medida del éxito es evidente: las cosas funcionan o no funcionan. Si funcionan, el cliente está feliz. No se necesitan algoritmos para evaluar un buen trabajo, porque la calidad es visible y palpable. Las cosas se pueden y se deben probar. El ambiente de trabajo del taller es sincero y simple: las competencias son evidentes y no hay necesidad de esconderse detrás de un correo electrónico o de discursos sin sentido y poco concluyentes. Quien sabe hacer las cosas las hace y quien tiene más experiencia se convierte en un punto de referencia para el resto.

      En los Estados Unidos, a partir de los años 90, los pedagogos pensaron en modificar la estructura del sistema escolar para formar «trabajadores del saber», dejando a un lado aquellas materias más técnicas y prácticas. Los talleres de las escuelas profesionales se iban cerrando y eran sustituidos por aulas con ordenadores. También en Italia hubo, y hay, esta tendencia, incluso allí es peor, porque las escuelas a veces no tienen ni siquiera ordenadores. De este modo se difunde la ignorancia «manual». Los chicos ya no saben utilizar objetos, y ya no digamos «fabricarlos». Sin talleres prácticos se han perdido competencias manuales. Cuando estudiaba en la escuela media, a la hora de «educación técnica», además de dibujar con escuadra y regla, construíamos aviones de madera, circuitos eléctricos y cajas de todo tipo.

      En 1999, Neil Gershenfeld, director del Centro para Bits y Átomos del MIT, se dio cuenta de estas deficiencias del sistema escolar y quiso intentar ponerles remedio con un curso especial que tituló «Cómo fabricar (casi) cualquier cosa». El curso tenía una docena de lecciones para aprender a utilizar algunas tecnologías de fabricación y de prototipado rápido. Las lecciones eran teóricas, pero también prácticas, por lo que los estudiantes podían experimentar lo que habían aprendido utilizando un taller preparado para la ocasión. Para «amueblarlo», el MIT puso a disposición unos cuantos millones de dólares. Entre las máquinas en dotación, había impresoras 3D, escáneres de rayos X, máquinas de corte láser, de plasma y de agua. El taller se denominó FabLab, un juego de palabras entre fabolous laboratory y fabrication laboratory.

      Inicialmente, el FabLab solo estaba a disposición de los participantes al curso. Después, se abrió a todos los estudiantes y, más tarde, a cualquiera que deseara fabricar algo (y, al final, también a personas externas al MIT). El experimento se difundió y rápidamente los fablab se conviertieron en un fenómeno global.

      Sin ir muy lejos, hace unos años, en el Politécnico de Milán, Max Romero impartió un curso de Physical Computing. El curso iba destinado a los diseñadores del instituto, a los que propuso una serie de actividades para ponerlos a prueba. Max es un profesor atípico y original que reta constantemente a los mismos estudiantes con «pruebas de realidad». Por ejemplo, en las primeras lecciones, pidió a los participantes que buscaran componentes electrónicos en sitios web de algunos proveedores reconocidos o que recuperaran viejos objetos y los desmontaran para intentar repararlos o identificar los componentes averiados. Los estudiantes están obligados a realizar actividades prácticas, a superar dificultades reales, a aprender a soldar y a construir objetos. El curso es bastante «impactante» pero, al final, todos llegan al proyecto final, que presentan con un gran orgullo.

Illustration

      Figura 1.5 – El profesor Romero en el aula durante el curso de Physical Computing.

      Se están perdiendo la habilidad manual y, sobre todo, es evidente que los trabajos manuales han sido denigrados y etiquetados como trabajos humildes o poco importantes. Pero la realidad no es esta. Un trabajo que ensucia las manos no es un trabajo «estúpido», del mismo modo que tampoco lo es una tarea que no requiera un ordenador para ser llevada a cabo. Razonar sobre los objetos y los sistemas físicos requiere tanto ingenio como crear diseños y escribir software. El trabajador manual, además, debe desarrollar ciertas destrezas, porque tiene que saber utilizar las herramientas de forma hábil y eficiente. En un futuro, desaparecerán cada vez más trabajos: serán trabajos «funcionales» y, entre ellos, muchos de los trabajos de oficina, considerados hoy en día trabajos «intelectuales». Estos trabajadores serán sustituidos por algoritmos que ya actualmente empiezan a sacar la cabeza. Las empresas de búsqueda de personal utilizan software para revisar y seleccionar los CV más interesantes, descartando la mayor parte de los candidatos según una serie de parámetros. Esos algoritmos en los próximos años sustituirán la mayoría de las tareas intelectuales y repetitivas y la mayor parte de los trabajos de oficina, como hacer balances, llevar la contabilidad, comprobar que un proyecto siga su curso, producir informes, documentos e, incluso, generar partes de código. En un futuro, los algoritmos nos aconsejarán y trabajarán para nosotros. Los ricos podrán permitirse algoritmos más eficientes que trabajen para ellos y recopilen información más valiosa para vivir más cómodamente. Quien no pueda permitirse buenos algoritmos, tendrá que trabajar más duro y vivir con mayores dificultades. Aquel que pueda ahorrarse los algoritmos será quien desarrolle funciones específicas, trabajos especializados y no sustituibles, en los cuales máquinas e inteligencia artificial no conseguirán intervenir. Seguramente, los reparadores estarían en este grupo, así como muchos otros trabajos manuales e intelectuales realmente insustituibles.

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