Joan del Alcàzar Garrido

De compañero a contrarrevolucionario


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de la interpretación de los personajes reales de la vida diaria que suplantaban a las figuras fundadas en la leyenda revolucionaria.

      Tomás Gutiérrez Alea nos lleva con sus películas de la alegre confianza revolucionaria a la triste desesperanza. Quizá la mutación en su pensamiento, podemos simplificarlo atendiendo a dos películas emblemáticas que se asemejan en sus búsquedas: La muerte de un burócrata (1966) y Guantanamera (1995). Entre 1966, cuando dirige La muerte de un burócrata, y 1995 cuando firma Guantanamera han pasado treinta años y como espectadores de su cine habremos culminado ese periplo. En 1966 la revolución está bien orientada, pero hay que depurar errores y superar obstáculos (la burocracia y los burócratas, singularmente). Tres décadas después, los burócratas mandan con poder absoluto y no llegamos a saber si son estúpidos o sencillamente creen que los demás lo son. Juanchín, el personaje central del film de 1966, un buen hombre, un buen compañero, enloquece en su descenso a los infiernos burocráticos; pero como espectadores quedamos persuadidos de que se trata de un accidente que la Revolución, con mayúscula, sabrá corregir. Ahora bien, si Juanchín parece víctima de un vicio heredado del antiguo régimen, el personaje de Adolfo en Guantanamera representa la degeneración de la nueva autoridad. En los noventa los burócratas son, lisa y llanamente, funcionarios de pocas luces o pícaros injertados con habilidad en la nueva realidad revolucionaria. A diferencia de los percances a los que se enfrenta Juanchín en los años sesenta, el hombre de partido que significa Adolfo, es un canalla. Es una mala persona, que no vacila ante nada en su deseo de volver a medrar en el organigrama burocrático del régimen. Podemos preguntarnos si, casi cuatro décadas después de 1959, el personaje de Adolfo encarna alguno de los valores de aquel hombre nuevo que debía venir de la mano de la Revolución. Ahora el espectador ya no puede creer que Adolfo con sus alucinaciones de administrador ejemplar sea un mero accidente dentro de la Revolución.

      Ya lo hemos dicho más arriba: no es fácil acercarse a la comprensión de un fenómeno complejo de medio siglo de duración, y hay que mirarlo de frente. Cuba y su revolución sigue despertando pasiones. No es lo mismo acercarse al análisis de la historia reciente de Cuba desde realidades sociales propias del primer mundo, que hacerlo desde las que son propias del tercero o del cuarto. A Cuba hay que verla en su contexto, que es el Caribe primero y América Latina después. Esa realidad social, en la que no podemos encontrar meninos da rua, niños mal nutridos vagando por las calles, esa socialización de la pobreza, sigue contando con adeptos en todas partes. En el Primer mundo por razones que emparentan la ética con la hipocresía; en el Tercero porque desde las favelas, las villas miseria, los ranchitos, los tugurios o los poblados jóvenes, el igualitarismo cubano resulta atractivo. Desde Haití, Honduras o Nicaragua, por ejemplo, millones de personas quisieran tener las cartillas de racionamiento, la escuela y la atención sanitaria cubana.

      Pero los revolucionarios de 1959 y quienes los apoyaron y vitorearon no se esforzaron para ser la envidia de los vecinos más pobres del Caribe o de Centroamérica. Independientemente del contexto que utilicemos como referencia, ya sea el Caribe, América Latina o el mundo, Cuba y los cubanos, en su conjunto, viven peor que hace cincuenta años. No es sencillo obtener estadísticas económicas sobre Cuba. Ni en la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas, ni en el Banco Mundial, ni en el Fondo Monetario Internacional, ni en el Banco Interamericano de Desarrollo es fácil obtener datos sobre Cuba; y, más todavía, cuando existen, estos no resultan homologables ni comparables excepto para los muy expertos. No obstante, más adelante ofreceremos datos absolutos y relativos en sustento de esta idea del empeoramiento de las condiciones de vida material de los cubanos. La idea central, en síntesis, la que resulta difícilmente discutible, es que, cincuenta años después, el sistema económico cubano, tal y como lo conocemos, es inviable.

      El cine de Tomás Gutiérrez Alea nos permite acercarnos a la comprensión de esta realidad tan poliédrica. Con un buen análisis de las películas realizadas durante las cuatro décadas de revolución que vivió el director, podemos entender mejor lo que ha pasado después de su muerte; podemos entender mejor el presente, la coyuntura actual del régimen cubano. Gracias a la enorme agudeza analítica y discursiva de sus películas hemos podido mirar de frente, tutear, a ese fenómeno histórico apasionante que es la Revolución cubana.

      CAPÍTULO 1

      Vivimos inmersos en un mundo de imágenes en el que la palabra, la transmisión oral del conocimiento, parece haber perdido fuerza si no la acompañamos de imágenes. No son sólo los informativos de televisión los que han de ser respaldados por las imágenes; son las conferencias académicas, incluso las clases clásicas de nuestras facultades, las llamadas con demasiada ligereza magistrales, las que se han de reforzar con diapositivas de textos, mapas, cuadros, fotografías, incluso filmaciones en vídeo. Y ello responde no sólo a una moda más o menos caprichosa, sino que obedece a una lógica incontestable: nuestro mundo es un mundo de palabras e imágenes y, por tanto, al apoyarnos en unas y otras damos a nuestro discurso solidez y, además, lo hacemos más inteligible, más didáctico.

      Existe consenso respecto a la idea de que los documentos en soporte de vídeo (dsv en adelante) son la principal fuente de conocimiento histórico de la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades occidentales. Unos dsv, ya sea cine de ficción ya sea cine documental, que reciben tanto desde las pantallas cinematográficas como desde la televisión y, de forma creciente, a través de internet.