otra esfera: la del trabajador, sí, pero integrado desde su ética y esfuerzo en un sistema que le planteaba, por así decir, un «extrañamiento» de clase. El texto que escribe respecto a aquellos acontecimientos en sus apuntes de memoria, ya en 1972, ratifica esta sensación:
Hay que tener en cuenta, que yo aunque trabajador, debido a mi forma de trabajo independiente, no parecía un obrero auténtico, pero a pesar de esto se adivinaba que todas las miradas se fijaban en mí, sacando la conclusión de que mi persona les resultaba molesto, hasta el extremo que buscaron la forma de hacerme desaparecer de la escena, sin conseguirlo. Finalmente encontraron la ocasión que buscaban, con los sucesos de Bugarra, puesto que aunque en Requena no pasó nada anormal, a mí me complicaron en los hechos de Fuente Robles [sic], pueblo al cual no conozco ni conocía, ni al cual me unía ningún vínculo, lo cual hizo que me detuvieran y me postergaran durante tres meses en la cárcel Modelo de Valencia; al salir redacté un manifiesto dirigido a las autoridades y a la opinión pública, el cual aún conservo, con el fin de reivindicarme, y el efecto fue formidable.26
Los subrayados muestran hasta qué punto su manifiesto era de protesta, pero también de reivindicación defensiva. Latentes, sin duda, su fidelidad a la causa obrerista y su compromiso político; reclama, no obstante, una nueva situación de trabajador autónomo e incipiente dueño de un negocio propio: ya no es un simple obrero y repudia cualquier extremismo. Un síntoma de esa contradicción generada desde su instalación en Requena –tímida pero reveladora sensación de desclasamiento– y que pugnaba por intentar armonizar internamente una ideología profesada sinceramente con el afán por lograr un medio de vida, si no burgués, más confortable. Tal vez es entonces cuando se revela también este legado paradójico que marcará la vida de su hijo Jesús, quien habría de descubrir, como él, que la vida emborrona los límites del principio marxista de la dependencia de la superestructura ideológica respecto a la infraestructura económica. Y ello a pesar de que la familia conservó siempre sus lazos afectivos y de pertenencia al pueblo de Villar. Jesús, pese a haberlo abandonado con apenas dos años, lo consideró siempre el lugar de sus raíces. No solo porque, tras la Guerra Civil, sus progenitores volvieron a él para sobrellevar sus dramáticas consecuencias, sino porque allí acudió, ya casado, como espacio de descanso familiar. Incluso, años después, cuando –como veremos– emigre a América, se mantendrá unido a los recuerdos del hogar fomentados por la constante correspondencia con su padre, quien le enviaba postales fotográficas del pueblo con detallados comentarios, mientras él añoraba su fruta y hasta el vino lugareño. En Villar, por lo demás, vivirá su hijo durante un tiempo con los abuelos, se construirá un chalé en las afueras para pasar las vacaciones y, al advenimiento de la democracia, no dudará en implicarse en la política y cultura locales.
Lo que, sin duda, jamás dejó de preocupar a José Martínez García –una causa más de su repliegue a los deberes familiares– fue la educación de sus hijos, para la que el cambio de residencia a Requena ofrecía mejores oportunidades. No obstante, José Martínez –fiel a la pedagogía anarquista que desconfiaba de la rutina escolar de aquel tiempo– supo sentar las bases de su preparación desde su propio amor a la cultura y al arte, principio que intentó inculcar en los dos hermanos como medio de progreso social. Jesús evocaría muchos años después aquella biblioteca paterna de unos tres mil volúmenes, gracias a la que ambos (y su madre) pudieron escuchar la lectura, al calor del fuego, de las novelas, llenas de profunda sátira antiburguesa, de Sinclair Lewis, de León Tolstoi y Émil Zola o las de Romain Rolland, plenas de idealismo humanista imbuido de hinduismo, y de Panait Istrati (el llamado Gorki de los Balcanes) o de Anatole France.27 Las brasas de la fe libertaria revivían desde aquella voracidad lectora que heredarían de su padre, quien conseguía los textos ácratas de Federico Urales, los pedagógicos de Francisco Ferrer Guardia o los clásicos de su ideología, como Mijáil Bakunin, Piotr Kropotkin, Rudolf Roker o Errico Malatesta. O las obras de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, durante mucho tiempo reverenciados por ambos hermanos. Fue el único lujo que se permitió el obrero ya acomodado: una biblioteca –cuidadosamente personalizada con su propio ex-libris– que sería objeto de robo y dispersión por los falangistas tras la guerra y que, en buena medida, Jesús Martínez intentó recuperar durante toda su vida en la suya propia. La lectura, que ya había sido instrumento básico de su autodidactismo, a costa del arraigado sistema formativo y doctrinal de los colectivos obreristas, traslada a sus hijos una inagotable avidez de emancipación de su inteligencia y, sin duda, de su deseo de mejora social a través de aquella mística libertaria de las posibilidades transformadoras de la razón y de la ciencia junto al esfuerzo personal. Una ética adscrita al perfil más estoico, puritano y casi cristiano del anarquismo que sus hijos amoldarían luego a su propia personalidad. Si en Jesús prevaleció este sentido austero y sacrificado, en su hermano José se deslizó hacia una mayor autonomía libertaria, como revelaría años después en alguna de sus cartas, en referencia a las prevenciones morales de su padre:
La segunda y más interesante [parte] de tu carta me da a entender que te produce alguna inquietud escribirme, derivada seguramente de mi advertencia prohibitiva de rollos morales. Pero desde luego no creo que estoy en la circunstancia en que estas consideraciones sean fructíferas, aparte de sabérmelas de memoria. Claro que aunque mi deseo es no oír tales reflexiones, si ello impide que escribas más a menudo, hazlo endilgándome cuantas filosofías quieras, respecto a la lucha por la existencia, el instinto de superación de la especie y el poder mágico de la voluntad, que junto con mi pereza y abandono eran los ejes de tus charlas conmigo.28
Sea como fuere, ambos hermanos inician su escolarización en Requena, primero en la escuela primaria y luego en el instituto. Probablemente la entrada en el colegio de Jesús se produciría en el curso 1928-1929 (si no fue en el siguiente, ya que hasta el 24 de diciembre no cumpliría los siete años). Era la del maestro Vicente Llopis, una de las diez escuelas públicas que tenía entonces Requena, lejana por tanto a aquellos ideales laicos y racionalistas que recibían en la educación hogareña de su padre. Después, ya en el curso 1934-35, ingresa en el Instituto de Segunda Enseñanza de la localidad, como consta en la instancia que él mismo, con pulcra caligrafía, escribe el 27 de septiembre de 1934.29 Su hermano José lo había hecho ya dos años antes.
Amor Martínez a los siete años de edad. Requena, 18 de febrero de 1930.
Precisamente, casi enfrente de su domicilio, se encontraba la iglesia del Carmen, fundada en el siglo XII, cuya parte conventual, exclaustrada en 1836 por la desamortización de Mendizábal, se destinó a Instituto de Segunda Enseñanza en el curso 1928-29.30 Propiedad del Ayuntamiento, alcanzó la categoría de nacional en 1935, gracias a la mediación del subsecretario de Instrucción Pública Mariano Cuber; razón por la cual se le dedicó la antigua calle del Carmen. Jesús estrena el nuevo plan de estudios que el gobierno de la República había aprobado el 29 de agosto de 1934. Un bachillerato unitario –sin distinción de ciencias y letras– dividido en los ciclos de elemental para los tres primeros cursos y superior o universitario para los otros cuatro; y, por supuesto, ajustado al laicismo del régimen republicano. El centro ofertó, además, numerosas actividades extraescolares, con clases de música y conferencias semanales sobre temas como la paz y la justicia social. Jesús Martínez mostraría enseguida una aplicación en los estudios que atribuyó siempre al ejemplo paterno. En todas las asignaturas de los cuatro primeros cursos obtuvo la calificación conjunta de sobresaliente y matrícula de honor.31 Cuando comienza el 4.º curso de bachillerato ya ha estallado la Guerra Civil. Sin embargo, la situación bélica no impidió la normalidad académica y el Instituto, incluso, cedió un espacio para la creación de una biblioteca pública. En el último año de la guerra (curso 1938-39), según aduce Margarita Ibáñez Tarín, tal normalidad apenas pudo persistir; no solo por la amenaza de los bombardeos (que obligó a la Dirección a pedir la construcción de un refugio), sino por la dificultad para cubrir las suficientes plazas de profesorado para atender a los 207 alumnos matriculados.32 Sea por esta causa o por otra, en el expediente escolar que se conserva de Amor Martínez no figuran ya datos correspondientes a dicho curso. En consecuencia, hemos de suponer concluida su etapa escolar de educación coincidiendo con aquellas