Valencia fuera solamente utilizable para el Reino y había puesto de manifiesto también las dificultades inherentes al cobro del donativo indicado. Olivares esquivó hábilmente la primera objeción e hizo caso omiso de la segunda, pero el virrey había salvado, al menos, su prestigio personal de cara a los estamentos.8
A pesar de que los primeros contactos con el Reino no habían sido muy satisfactorios, a juzgar por los informes de Povar, Felipe IV, firme en sus intenciones, despachó cartas de convocatoria de Cortes a los tres brazos del Reino de Valencia el 17 de diciembre 1625. La convocatoria estaba señalada para Monzón el 15 de enero 1626.9
Tres días después de haber sido despachadas las cartas, el regente (consejero) por el Reino de Valencia en el Consejo de Aragón, D. Francisco de Castelví, pronunciaba ante el estamento militar, por encargo del rey, un largo discurso, obra maestra de la oratoria política. Comenzaba éste –ante una audiencia de 101 nobles y 71 caballeros– en tono suave, señalando el peligro patente en que se encontraban continuamente los vasallos del rey, atacados por diversas potencias; para defender las posesiones españolas había sido necesario fletar una importante escuadra, con lo que la real hacienda había quedado considerablemente mermada y las costas peninsulares un tanto faltas de protección. Ello obligaba a reforzar notablemente la defensa del litoral español, para evitar serios contratiempos, especialmente en la Corona de Aragón, dada su peculiar situación geográfica. Hacía ya más de un siglo que los reyes venían ayudando a esta empresa con dinero castellano e indiano.
Continuaba el discurso con una serie de reproches a los valencianos, puesto que, en otros tiempos, la Corona de Aragón se había defendido con sus propios medios de los ataques enemigos; además, había ampliado sus territorios con nuevas adquisiciones y conquistas, gracias al patrimonio y las rentas de sus reyes y las de sus vasallos. En ese momento el monarca gastaba su patrimonio en los salarios de sus ministros y las mercedes hechas a sus vasallos, mientras que los servicios, además de ser cortos, eran invertidos en las necesidades que tenía la Corona misma.10
Cambiaba luego el tono de la oración para señalar que, en momentos tan graves como los que estaba atravesando la monarquía, el mejor modo de defenderla era uniéndose todos los reinos para acudir unos a la defensa de los otros. Y era reforzada esta propuesta con las opiniones reseñadas en los fueros y privilegios de Alfonso I y Pedro IV, entre otros, que hablaban en ese sentido. Señalaba el regente que era tan justo que los reinos se unieran para ese fin, que no hacía falta persuadir a nadie de ello, al ir en beneficio del bien común; y añadía que, por tanto, el tener que convencer a alguien no podía menos que resultar sospechoso.
A lo largo de esta tercera parte del discurso se había ido presionando al estamento con una argumentación clara y ágil, para llegar al punto central de la oración: la necesidad de reclutar gente de guerra, señalando las instrucciones concretas, y sin ninguna opción, de cómo hacerlo. Una vez estuvieran éstas dispuestas, el rey viajaría a los diversos reinos de la Corona para celebrar Cortes, jurar sus fueros y privilegios y «favorecer con su real presencia a tan buenos y leales vasallos».11
Se podía advertir en el discurso de Castelví la sutileza y maestría del conde-duque. Su organización era perfecta y de un gran impacto psicológico. El terreno había sido previamente abonado con una carta enviada por Felipe IV al brazo militar, en noviembre de 1625, señalándole el estado en que se hallaba la monarquía. La presencia del regente venía a ser un refuerzo de la acción emprendida por el virrey y las cartas de convocatoria enviadas por el monarca. Sin embargo, algunos de los reproches que se hacían a los valencianos eran injustificados: ni los subsidios habían sido tan cortos en las últimas ocasiones –desde 1528 se habían fijado en 100.000 libras– ni era culpa exclusiva del Reino el haber perdido su hegemonía del siglo XV.12
Hay que pensar, además, que la acción de Castelví había sido dirigida particularmente contra el brazo militar, al ser éste el mayor y más poderoso de todos los estamentos y reunir en su seno a casi toda la nobleza nativa valenciana, de la que podían esperarse importantes aportaciones económicas.
Algunos días después de haber tenido lugar el discurso del regente, se reunían los tres brazos en torno a las cartas de convocatoria. Como el plazo señalado era muy corto y el lugar indicado para la celebración de Cortes estaba fuera del Reino –lo que iba contra los fueros y privilegios de Valencia–, los brazos militar y real se apresuraron a enviar una embajada al monarca, encabezada por Cristóbal Crespí de Valldaura, para que estos problemas fueran subsanados. Tan sólo quedaría al margen de esta acción el brazo eclesiástico, cuyo síndico, recibida la carta de convocatoria, se limitó a recomendar al mismo que obedeciera al rey en todo cuanto ordenase.13
No constituye un secreto el hecho de que esa histórica embajada tuviera un fracaso estrepitoso; sin embargo, fue el primero de una larga serie de reveses que terminaron desmontando el mecanismo de autodefensa legal del Reino al final de estas Cortes. Desde un primer momento los tres estamentos habían llevado una acción apenas coordinada y de intensidad desigual; la frustrada embajada a Madrid en diciembre de 1625 fue una muestra de ello: mientras el brazo militar centraba sus esfuerzos en el nombramiento de los electos que deberían ver al monarca, el brazo real simultaneaba esta tarea con la de elegir sus síndicos para Monzón, y el brazo eclesiástico se afanaba en ultimar los preparativos para ir a las Cortes. La reacción desigual de los representantes del Reino respondía fundamentalmente a los distintos intereses particulares que trataban de defender nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades y villas con voto en Cortes. De esta división sólo una persona iba a salir beneficiada: el conde-duque de Olivares.
Tal y como se había previsto, el 15 de enero de 1626 comenzaban en Monzón las sesiones de Cortes, aunque sin la asistencia de Felipe IV. Fue necesario realizar tres prórrogas sucesivas hasta que, el 31 de enero, llegara el monarca a inaugurar la Asamblea. A partir de la segunda prórroga, como en todas las demás que se realizaron después, los tres brazos comenzaron a protestar de la brevedad de la convocatoria y del lugar en que se hacía, a tenor de lo dispuesto en las leyes valencianas. La misma protesta fue presentada al rey el día de su llegada a Monzón, al tiempo que los tres brazos en bloque –era la primera y única vez que lo harían– alzaban su voz contra la propositio (discurso) real, hecha antes de jurar los fueros de Valencia. En el Discurso de la Corona el rey solicitaba la ayuda económica del Reino, pidiendo que el donativo fuera concedido con la mayor brevedad posible. Esto era cuanto Felipe IV pretendía sacar en claro de aquellas reuniones. Su valido, como veremos posteriormente, iba más allá de la mera contribución económica.14
Tras la sesión formal de apertura se abrió una nueva etapa de ocho prórrogas, más rutinarias si cabe que las anteriores, que culminaron con el regreso a Cortes del rey el 24 de febrero. El motivo de su nueva visita a las sesiones, que en teoría debía presidir constantemente, era jurar en sus cargos a los tratadores elegidos por los síndicos de los tres brazos, y a los examinadores de agravios. De este modo, las Cortes podían funcionar a pleno rendimiento y al monarca le era posible ocuparse de asuntos más embarazosos, como el Tratado de Monzón, que debía firmarse por aquellos días, o las Cortes catalanas, reunidas en Lérida.15
Olivares, entretanto, había estado intentando limar asperezas en el seno del estamento militar, si bien con escaso éxito. Tampoco fueron muy convincentes las razones que el rey daba a los estamentos para que aceptasen poner a su servicio un ejército de 6.000 hombres. Los tres brazos habían explicado ya suficientemente al monarca el desinterés que la Unión de Armas tenía para Valencia. Así, viendo que las últimas gestiones realizadas no habían arrojado el resultado apetecido y que el asunto de la concesión del servicio había entrado en punto muerto, Felipe IV y el conde-duque comenzaron a endurecer sus posturas.16
El 2 de marzo de 1626 el rey enviaba una carta a los estamentos en la que, entre otras cosas, decía que esperaba le sirvieran en muy breve plazo, pues era tanta su necesidad que, de lo contrario, no se podía considerar servido. Respondieron los estamentos al comunicado del monarca que su dilación era debida al deseo de servirle bien y no prometer algo que luego les fuera imposible dar; además había de tenerse en cuenta la situación del Reino, y el hecho de que corriera a cargo de los brazos el cuidado del beneficio de éste. El dilema que se planteaba a