en que ese material empírico no tiene verdad tal como aparece antes y fuera del concepto, sino que sólo la tiene en su idealidad o en su identidad con el concepto. La derivación de lo real a partir del concepto, si es que se la quiere llamar derivación, consiste esencialmente por de pronto en que el concepto se muestra como incompleto en su abstracción formal y mediante la dialéctica fundada en él mismo pasa a convertirse en la realidad, de modo que el concepto genera la realidad a partir de él, pero no en el sentido de que el concepto vuelva a caer otra vez en una realidad que ya esté ahí lista y vuelva a buscar arrimo en algo que se ha puesto de manifiesto como siendo lo in-esencial que el fenómeno representa debido a que el concepto, después de haber buscado algo mejor, no hubiese encontrado nada mejor. Siempre será digno de admiración el modo bajo el que la filosofía de Kant sólo reconoció y expresó como un haberse relativo [relative Verhältnis] acerca de meros fenómenos esa relación del pensamiento con la existencia sensible en la que esa filosofía se quedó; y cómo reconoció y expresó una unidad superior de ambas cosas en la idea en general: por ejemplo, en la idea de un entendimiento que intuyese [de un intuitus originarius]. Y, sin embargo, se quedó en ese haberse relativo y en la afirmación de que el concepto está absolutamente separado de la realidad y permanece absolutamente separado de ella, declarando con ello como verdad lo que esa filosofía reconocía como conocimiento finito; y declarando delirante, impermisible y no otra cosa que quimeras todo aquello que esa misma filosofía reconocía como verdad y de lo que ella misma establecía un preciso concepto.
[El concepto y el ser-otro del concepto; la idea de verdad en Kant; sobre el juicio como lugar de la verdad]
En cuanto aquí es por de pronto la lógica y no la ciencia en general aquello de cuya relación con la verdad estamos hablando, hay que conceder además que la lógica, en cuanto ciencia formal, no puede ni debe contener tampoco aquella realidad que es el contenido de las ulteriores partes de la filosofía, es decir, de la ciencia de la naturaleza y de la ciencia del espíritu. Estas ciencias concretas entran en una forma más real de la Idea que la lógica, pero no en el sentido de que esas ciencias se vuelvan otra vez a aquella realidad que la conciencia elevada sobre su fenómeno, elevada a ciencia, ha abandonado ya, o que retornen también al empleo de formas como son las categorías o las determinaciones de la reflexión o conceptos de reflexión cuya finitud y no verdad se ha expuesto en la lógica. La lógica muestra más bien la elevación de la Idea hasta el nivel desde el que ella se convierte en la creación de la naturaleza y pasa a cobrar la forma de una inmediatez concreta y cuyo concepto, empero, vuelve a quebrar también esta figura [la figura o forma que la naturaleza representa] a fin de devenir y llegar ella a sí misma como espíritu concreto. Frente a estas ciencias concretas, pero que tienen o conservan lo lógico, o que tienen y conservan el concepto como su hacedor y artista interno al igual que lo habían tenido [en la lógica] como el hacedor que prepara y anuncia ese su hacer posterior, la lógica misma es sin duda la ciencia formal, pero es la ciencia de la forma absoluta, que es en sí totalidad y contiene la pura idea de la verdad misma. Esta forma absoluta tiene en ella misma su contenido y su realidad; el concepto, al no ser la identidad trivial y vacía, tiene en el momento de su negatividad o del determinar absoluto las distintas determinaciones; el contenido no es otra cosa que tales determinaciones de la forma absoluta: el contenido puesto por esa forma misma y, por ende, el contenido que es adecuado a esa forma. Por tanto, esta forma es también de naturaleza muy distinta a como habitualmente se suele tomar la forma lógica. Esta forma es ya por sí misma la verdad al ser ese contenido adecuado a su forma y al ser esta realidad adecuada a su concepto; y esa forma es la verdad pura porque las determinaciones de ese contenido [o del concepto] no tienen todavía la forma de un ser-otro absoluto o de la inmediatez absoluta [como la tendrán en la filosofía de la naturaleza]. Cuando, en relación con la lógica (Crítica de la razón pura, p. 83), Kant pasa a abordar la vieja y famosa pregunta de qué es la verdad, empieza regalando como algo trivial la definición nominal de que la verdad es la correspondencia del conocimiento con su objeto, una definición que es de gran valor e incluso de altísimo valor. Y si repara uno en ella a propósito del teorema básico del idealismo trascendental, según el cual el conocimiento de la razón no es capaz de aprehender las cosas en sí y que la realidad queda absolutamente fuera del concepto, enseguida se pone de manifiesto que el que tal razón no sea capaz de ponerse en concordancia con su objeto, las cosas en sí, el que éstas no estén en concordancia con el concepto de la razón, el que concepto no esté en concordancia con la realidad y el que ésta no esté en concordancia con el concepto, todo ello son representaciones no verdaderas. Si Kant no se hubiera atenido a esa definición de la verdad, no hubiera tratado como una quimera esa idea del entendimiento intuyente, que lo único que expresa es la correspondencia exigida, sino que la hubiera tratado como una verdad:
Aquello que se exige saber es un criterio universal y seguro de la verdad de todo conocimiento; y sería un criterio que valiese para todos los conocimientos, sin diferencia de sus objetos; pero como para tal criterio se abstrae de todo contenido del conocimiento (relación del conocimiento con su objeto) y la verdad se refiere precisamente a ese contenido, sería totalmente imposible y absurdo preguntar por una característica de la verdad de ese contenido del conocimiento.
Aquí queda expresada con mucha exactitud la representación que habitualmente se tiene de la función formal de la lógica; y el razonamiento tiene la apariencia de ser muy convincente. Pero hay que notar ante todo que a este tipo de razonamientos formales les sucede habitualmente que, al hablar, se olvidan de la cosa que el razonamiento se ha puesto por base y de la que el razonamiento habla. Sería absurdo, dice ese razonamiento, preguntar por un criterio de la verdad del contenido del conocimiento, pero conforme a la definición no es el contenido lo que constituye la verdad, sino la concordancia de ese contenido con el concepto. Un contenido, tal como se habla aquí de él, un contenido sin concepto, es algo carente a su vez de concepto y, por ende, carente de esencia; y, ciertamente, no puede preguntarse por el criterio de la verdad de tal contenido, pero por la razón opuesta, a saber: porque tal contenido, a causa de su carencia de concepto, no es la concordancia exigida, sino que no puede ser otra cosa que algo perteneciente a la opinión carente de verdad. Pero si dejamos de lado la mención del contenido, que es la que causa aquí la confusión en la que el formalismo, sin embargo, cae una y otra vez y la que le hace decir lo contrario de aquello que quiere decir cada vez que se pone a dar explicaciones, y si nos quedamos con la idea abstracta de que lo lógico es solamente formal y abstrae más bien de todo contenido, entonces tenemos un conocimiento unilateral que no habría de contener objeto alguno; tenemos una forma vacía, carente de determinaciones, que ni es concordancia, ya que ésta implica esencialmente dos elementos, ni tampoco es verdad. En la síntesis apriórica del concepto, Kant tenía un principio superior en el que podía reconocer la dualidad en la unidad y, con ello, lo que se requiere para la verdad; pero el material sensible, lo diverso de la intuición, le era demasiado poderoso como para, saliendo de ello, poder arribar a una consideración del concepto y de las categorías en y de por sí y a una filosofía especulativa.
Siendo la lógica la ciencia de la forma absoluta, resulta que esto formal, para poder ser verdadero, tiene que poseer un contenido que sea adecuado a su forma y ello tanto más cuanto que lo formal lógico ha de ser la forma pura. Esto formal tiene que pensarse, por consiguiente, como siendo dentro de sí más rico en determinaciones y contenido y como siendo de una eficacia infinitamente mayor sobre lo concreto que lo que comúnmente suele suponerse. Las leyes lógicas (dejando de lado lo que les es heterogéneo, es decir, la lógica aplicada y el resto del material psicológico y antropológico) se reducen habitualmente, fuera del principio de contradicción, a unos escasos principios que conciernen a la conversión de los juicios y a la formas de los silogismos. Así, por ejemplo, la forma del juicio positivo se tiene por algo que en sí es totalmente correcto y cuya verdad sólo depende, por tanto, del contenido. La cuestión de si esta forma es en y de por sí una forma de la verdad, la cuestión de si el principio que esa forma expresa de que lo singular es un universal no es en sí mismo dialéctico, son cuestiones y averiguaciones en las que no se piensa. Se considera lisa y llanamente que ese juicio es de por sí capaz de contener verdad y que ese principio que este juicio positivo expresa es un principio verdadero, aunque inmediatamente salta a la vista que a ese juicio le falta lo que la definición de la verdad exige, a saber: la concordancia del concepto y su objeto; si tomamos el predicado del juicio, que en este juicio es lo universal, como