Andreas Hildenbrand Scheid

Gobernanza y planificación territorial en las áreas metropolitanas


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multisalas, discotecas, parques temáticos, etc.). En estos nuevos entornos sin urbanidad, se registran crecientes déficits de visibilidad y sociabilidad, con vínculos débiles y relaciones de vecindad poco amigables (Gibelli, 2007: 279).

      Otro de los impactos sociales importantes de la ciudad dispersa consiste en que el modo de vida en ella debilita también el sentido de comunidad y la interacción social entre los habitantes, porque los desplazamientos diarios consumen un tiempo cada vez mayor. En cuanto a este problema, el politólogo Robert Putman (2000), uno de los expertos más reconocidos a nivel internacional en materia de capital social, en un artículo publicado en El País en noviembre del 2000 titulado «¿Por qué no son felices los estadounidenses?», destaca: «La expansión urbana ha llevado a la gente a que pase más tiempo en coche (sola, por lo general) y ha reducido la participación en la vida cívica y política», y por ello, entre las medidas que cabe adoptar para reconstituir las reservas de capital social ha de incluirse «detener las políticas de ocupación de suelos y de transporte que han contribuido a la proliferación de ciudades tentaculares en los Estados Unidos».

      Por último, la ciudad dispersa también ha llevado consigo repercusiones negativas para la calidad de vida de los ciudadanos, que están relacionadas con las formas de ocupación y la degradación del espacio público. Entre las diversas funciones del espacio público figura su función social, es decir, su papel como un lugar de contacto y encuentro entre personas y entre diferentes grupos de edad, étnicos o económicos. A este respecto, la ciudad dispersa ha originado empobrecimiento, especialización y privatización del espacio público. Monclús (1998: 172) resalta, en relación con esta cuestión, la existencia de tres procesos divergentes y a la vez estrechamente interrelacionados:

      – «La redundancia de extensas secciones del espacio público tradicional, vaciado progresivamente de densidad, actividad, frecuentación peatonal, comercio a pie de calle, lo cual genera con facilidad deterioro e inseguridad».

      – La extrema especialización de partes significativas del espacio público (calles colectoras, carreteras, autovías urbanas o suburbanas) en una función única y prácticamente excluyente: «el tráfico rodado».

      – «La privatización del espacio público realmente frecuentado: el de los grandes centros comerciales y de ocio, suburbanos o urbanos». Con ello, «se está debilitando notablemente el antiguo lazo que relacionaba la vida cívica y participativa, la sociabilidad difusa y la actividad comercial, que no es otro sino la calle como espacio efectivamente público y completamente accesible».

      En suma, para la acción pública se plantea el reto de orientar el desarrollo de la ciudad real de escala metropolitana hacia la sostenibilidad, es decir, lograr un desarrollo urbano-territorial respetuoso con el medioambiente y, a su vez, en consonancia con los requerimientos del desarrollo económico y la competitividad económica y de la cohesión social. Para ello, resulta imprescindible, entre otras políticas públicas, una política de ordenación del territorio a través de planes territoriales metropolitanos.

      Como modelo alternativo a la ciudad dispersa, se plantea –mayoritariamente pero no libre de controversias– la ciudad razonablemente compacta y policéntrica, a la que se le atribuyen mayores niveles de sostenibilidad y, por tanto, mejores posibilidades para lograr un buen gobierno del territorio metropolitano. Este modelo, como consideran la mayoría de los expertos y las organizaciones internacionales (especialmente la OECD en su informe Compact City Policies: A Comparative Assessment, publicado en 2012), ha de ser el paradigma de referencia en el que deban inspirarse estos planes y otros instrumentos (por ejemplo, planes de transporte metropolitanos). En el capítulo 1.4.3., se expondrán los rasgos esenciales de este modelo y se resaltará el papel central de la planificación territorial para su implementación efectiva.

      Como ya se ha señalado (capítulo 1.1.1), la incongruencia entre los límites del territorio que abarca el ámbito funcional metropolitano y el mapa político-administrativo existente se traduce en una fragmentación administrativa del espacio metropolitano, que supone una enorme complejidad y dificultad para la acción pública.

      Los problemas y retos que hay que afrontar y las tareas que hay que cumplir tienen una clara naturaleza supramunicipal, como lo ponen de manifiesto la localización de equipamientos y prestación de servicios públicos (transporte, agua, residuos) y la necesidad de coordinar y compatibilizar el planeamiento urbanístico. Por tanto, se requiere una acción pública a escala metropolitana para abordarlos de manera unitaria e integrada. Se precisan nuevas fórmulas organizativas de planificación, gestión y toma de decisión que estén en consonancia con el ámbito funcional metropolitano para asegurar una acción pública coherente y eficaz.

      Asimismo, en la economía globalizada los agentes económicos suelen pensar en clave metropolitano. Fijan su atención no en una ciudad, sino en la oferta y el atractivo existentes en áreas metropolitanas y grandes regiones urbanas a la hora de su toma de decisión sobre la localización de inversiones productivas. En este sentido, también desde la perspectiva del desarrollo económico del territorio y de la competitividad de las áreas metropolitanas en la economía global, la acción pública tiene que guiarse por un enfoque metropolitano.

      El problema que se plantea es que la escala metropolitana, por regla general, no suele ser el referente de la toma de decisión político-administrativa. Son las divisiones político-administrativas tradicionales a escala local y regional (para el caso de España: municipios, provincias, comunidades autónomas) con los que se sienten comprometidos y responsables los políticos. Conforman los espacios electorales y los territorios a los que están atribuidas las competencias legislativas y/o administrativas en las materias objeto de políticas públicas. Asimismo, son estas delimitaciones tradicionales, especialmente los municipios, las que constituyen el referente habitual de la identificación o del sentido de pertenencia de los ciudadanos con su territorio. En suma, «la fragmentación institucional y la existencia de varias instituciones representativas dificultan la apropiación ciudadana del espacio metropolitano y la prestación eficiente de los servicios» (Tomàs, 2010: 143).

      El resultado es que las cuestiones metropolitanas, que precisan la capacidad de pensar y actuar en clave metropolitana, quedan, con frecuencia, en un segundo plano o desatendidas o solo se abordan de forma insuficiente e incompleta. El desencuentro entre el ámbito funcional metropolitano y el espacio político-administrativo significa costes para la acción pública en términos de eficiencia, eficacia, equidad y sostenibilidad. Un ejemplo claro de esto lo aportan la descoordinación e incompatibilidades que con frecuencia caracterizan el desarrollo urbanístico de los municipios en espacios metropolitanos. Si desde la perspectiva de su crecimiento urbanístico y ordenación territorial se quiere lograr un desarrollo integrado y coherente del respectivo espacio metropolitano en su conjunto, resulta claramente insuficiente el planeamiento urbanístico, que se realiza individualmente por cada uno de los municipios que forman parte de un determinado espacio metropolitano. La mera suma de varios PGOU no aporta la coherencia del desarrollo territorial. Sin perjuicio de algunas excepciones, la práctica imperante es que estos planes se guían por una lógica de los intereses propios de cada municipio, abordando de forma autista el correspondiente término municipal, desvinculado de las interrelaciones de su territorio con el de los municipios de su entorno y con una atención insuficiente a los intereses generales que hay que considerar.

      Por todo ello, para asegurar la gobernabilidad del espacio metropolitano y resolver lo que constituye su problema estructural más grave, la incongruencia entre el ámbito funcional metropolitano y las divisiones territoriales de la decisión político-administrativa, se plantea la necesidad de dar una respuesta adecuada a nivel institucional. Concretamente, se requiere el establecimiento de fórmulas específicas para instrumentar la gobernanza a escala metropolitana.

      Estas fórmulas han de ser capaces de impulsar y organizar la cooperación entre todos los actores relevantes para el desarrollo del espacio metropolitano. En este sentido, la gobernanza