Scott Hahn

Muchos son los llamados


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de los puntos básicos

      Me crié presbiteriano, aunque en un vecindario en el que habitaban abundantes familias católicas. Por ello, no tardé mucho en darme cuenta de que mis amigos católicos eran distintos de mí y de mis amigos protestantes en numerosos aspectos. Tomemos como ejemplo la geografía. Tendíamos a marcar las lindes municipales de acuerdo con los distritos escolares: ¿Tú vas a Mount Lebanon o a Bethel Park? Con sólo cruzar una calle, acudías a un colegio de secundaria diferente. Podrías considerarte en un país totalmente diferente.

      Por su parte, los católicos dividían el territorio por parroquias. ¿Vas a la de St. Bernard o a la de St. Germaine? E incluso daban un paso más en la geografía católica, pues cada parroquia era identificada por su párroco: Father Lonergan en la de St. Bernard, y Father Hugo en la de St. Germaine. En cierto modo me asombra que, aun habiendo crecido como presbiteriano, todavía me acuerde de estos detalles después de tantos años. En las clases de geografía del colegio tuve que memorizar las capitales de los principales países del mundo, y posiblemente no pueda citar hoy en día ni la mitad de ellas. No obstante, sí que recuerdo con claridad los nombres de las parroquias y de sus párrocos, a quienes jamás conocí. No importa, pues los países y sus capitales aparecen y desaparecen, mientras que las parroquias siguen en pie en su lugar, y los parroquianos todavía veneran los nombres de aquellos pastores.

      Los católicos saben quiénes son sus sacerdotes, de eso no cabe duda. La pregunta es, ¿tenemos nosotros igual de claro qué es un sacerdote? Quizás no.

      Si hubiese preguntado a mis antiguos amigos del vecindario, seguramente me habrían explicado que un sacerdote es a la parroquia católica lo que un ministro es a la iglesia protestante. Es el director general de todas las operaciones, la persona que preside el culto cada domingo.

      En cierto modo así es. El «trabajo» que un sacerdote realiza a lo largo de una semana cualquiera puede mostrar en apariencia numerosas similitudes con el «trabajo» de un ministro protestante, cargo que yo mismo ocupé durante cierto tiempo antes de convertirme al catolicismo. Como pastor presbiteriano, prediqué sermones, aconsejé a la gente y visité a los enfermos. Me preocupé por las goteras del tejado de la iglesia, trabajé con las congregaciones de los «grupos de los mayores» y participé en programas para la recaudación de fondos. Todas estas obligaciones eran comunes a las del clero católico en las parroquias de la ciudad.

      Sin embargo, existían otras diferencias más amplias y profundas entre nosotros, ministros protestantes, y ellos, sacerdotes católicos. Del mismo modo, existen diferencias amplias y profundas en la forma en que los sacerdotes católicos y los ministros protestantes entienden su oficio, su trabajo y su vida.

      El ministro protestante apareció tras la Reforma protestante del siglo XVI, como un rechazo consciente a la concepción católica tradicional del sacerdote. De ahí que las diferencias sean fundamentales, hasta el punto de llegar a producir divisiones de larga duración entre los cristianos. No es mi intención hacer hincapié en las diferencias, pero considero que es indispensable que seamos conscientes de ellas, pues afectan a nuestro entendimiento del clero. Más aún para aquellos de nosotros que vivimos en sociedades cuya historia ha sido esculpida por el cristianismo protestante.

      En un momento volveremos a centrarnos en esas diferencias. Por ahora, basta con que examinemos qué enseña la Iglesia Católica sobre el sacerdocio.

      Ahora bien, un hombre puede servir de formas muy variadas a las personas de su comunidad. Puede cortar el césped de sus jardines, preparar sus impuestos, organizar los banquetes de bodas o cambiar el aceite a los coches, y todos estos propósitos serán nobles. No obstante, no es la manera en que un sacerdote es llamado a servir.

      El Nuevo Testamento es bastante específico respecto al ministerio y a las principales obligaciones de los sacerdotes. Éstas son rituales y expiatorias, tal como leemos en la Carta a los Hebreos: «Porque todo Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5, 1). ¿Qué podemos deducir de esto? Que un sacerdote es alguien que ofrece sacrificios. Es un mediador entre Dios y la humanidad. Y ésta es la verdadera naturaleza de su servicio.

      Cuando Jesús ordenó trabajos específicos a sus apóstoles (de forma colectiva), estos trabajos eran invariablemente sacramentales y rituales. Lo vemos en cada uno de los Evangelios. Jesús ordenó a sus apóstoles que bautizaran: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos» (Mt 28, 19). Les ordenó que dijeran Misa: «Y tomando pan […] lo partió […] diciendo: Esto es mi cuerpo […]. Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). Les otorgó el poder de escuchar confesiones y absolver a los pecadores: «A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn 20, 23). Les envió a ungir a los enfermos: «Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos […]. Y […] ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 7-13).

      Por ello, tanto entonces como ahora, el principal trabajo del sacerdote es litúrgico y sacramental. Un sacerdote puede ofrecer consejo, gestión, recaudación de fondos, y muchas otras cosas, pero se trata de trabajos puramente secundarios en su vida, ya que ha sido ordenado para el ministerio sacramental.

      Así ocurrió en tiempos de Jesús, y así viene ocurriendo desde entonces. Este entendimiento del ministerio, sin embargo, era bastante reciente en tiempos de la Nueva Alianza. De hecho, se usa la misma palabra tanto en hebreo como en griego para describir el culto ritual y el trabajo manual. El término puede interpretarse como servicio (trabajo servil) o como liturgia. Incluso a día de hoy, nos referimos a nuestros actos de culto público como «servicios» y como «liturgias».

      Esta dimensión sacramental es lo que convierte el ministerio católico en «sacerdotal». Cuando los autores bíblicos hablaban de los «ministros» del tabernáculo o del Templo, utilizaban una palabra especial para describirlos. En griego era hiereus, cuyo significado literal es «persona sagrada». Pero en inglés se suele traducir esta palabra como «priest», y en español, como sacerdote. Este título no significaba que esos hombres fuesen especialmente sabios, bondadosos o justos. Simplemente significaba que eran personas escogidas para las funciones sagradas. Su trabajo era sagrado porque Dios así lo había ordenado, no por ningún valor intrínseco del sacerdote.

      Por ello, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, los términos sacerdote y ministro se utilizan hasta cierto punto de manera intercambiable. Los sacerdotes cumplían con el ministerio expiatorio, prestando un servicio a la entera comunidad. San Pablo comprendió su misión en sentido sacerdotal. Habló de su llamada como de «la gracia que me ha sido dada por Dios de ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, cumpliendo el ministerio sagrado del Evangelio de Dios» (Rm 15, 15-16).

      Con la llegada de Cristo se produjo un «cambio en el sacerdocio» (Hb 7, 12). El propio Jesús era ahora sacerdote de la Nueva Alianza. De hecho, San Pablo habló de Jesús como sacerdote expiatorio a la vez que víctima expiatoria (cfr. Ef 5, 2).

      Pero Jesús también compartió su sacerdocio con aquellos hombres a quienes designó como apóstoles; les ordenó que observaran los ritos que él estableció, los sacramentos de la Iglesia, los sacramentos de la Nueva Alianza. Como sacerdote de Cristo, San Pablo podía reclamar los derechos anteriormente reservados solo al sacerdocio del Templo de Jerusalén. «¿No sabéis que los que se dedican al