Scott Hahn

Señor, ten piedad


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que vino a salvar al mundo entero. La renovación de la alianza de Israel con Dios tenía lugar anualmente en la fiesta de la Pascua, pero la Pascua de Cristo —Su padecimiento, muerte y resurrección— se re-presenta diariamente en la Misa.

      La Antigua Alianza no murió, agotada y exhausta, sino que adquirió vida nueva con la Nueva Alianza de Jesucristo. En su forma antigua, los sacrificios de la Antigua Alianza no fueron suficientes y siempre indicaban algo más grande que ellos. Dios los había establecido para presagiar su futuro cumplimiento, y lo hacían, por una parte, como indicio de la grandeza que se avecinaba, pero por otra, mostraban su insuficiencia.

      A pesar de los sacrificios y de los antiguos sacramentos de la confesión, los hombres caían en el pecado una y otra vez; y ningún ofrecimiento podría borrar sus ofensas a un Dios infinitamente perfecto, a un Padre plenamente amoroso. La Epístola a los Hebreos dice que el Sumo Sacerdote de Jerusalén «ofrece reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados» (Heb 10, 11).

      Los antiguos medios no lo hacían. Si los sacramentos debían quitar los pecados del mundo y los pecados personales, el mismo Dios tendría que administrarlos. Y eso fue lo que hizo.

      EL PARALÍTICO DE DIOS

      «Errar es humano, perdonar es divino». Miles de años antes de que Alexander Pope escribiera estas palabras, este proverbio era el sello de la religión de Israel. El pueblo pecaba, incluso «el justo siete veces cae y se levanta» (Prov 24, 16). Perdonar los pecados, sin embargo, era competencia exclusiva de Dios. Los sacrificios y las confesiones del hombre no implicaban el perdón de Dios. Errar era humano, pero perdonar era divino: un acto soberano de Dios.

      Así, cuando Jesús declaró el perdón de los pecados, planteó un dilema al pueblo: o bien estaba usurpando una autoridad que pertenecía a Dios, o Él era Dios encarnado. En ningún lugar como en el relato del encuentro de Jesús con un paralítico —que aparece en tres de los cuatro evangelios— se demuestra esto tan dramáticamente:

      Dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados son perdonados». Había allí sentados algunos de los escribas que pensaban para sí: «¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» Al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que discurrían en su interior, les dijo: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados son perdonados”, o decir: “Levántate, toma tu camilla y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra potestad para perdonar los pecados —le dice al paralítico—, a ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». (Mc 2, 5-11).

      «Tus pecados están perdonados». Aquí, Jesús está atribuyéndose un poder que ni siquiera posee el Sumo Sacerdote del Templo. Al declarar la remisión total de los pecados de alguien está ejerciendo una prerrogativa divina. Para Jesús, sanar el alma era una acción divina mucho mayor que la de sanar el cuerpo. Ciertamente, llevaba a cabo la segunda para significar la primera. El hecho de sanar es un signo externo de una (más grande) realidad interior.

      Este es un tema de enormes consecuencias. Los que fueron testigos de la acción de Jesús sabían que se enfrentaban a una decisión: o ponían su fe en Su divinidad o tenían que condenarle como blasfemo. Los escribas le acusaban de blasfemo en el fondo de sus corazones. La Iglesia, por su parte, le llamaba Dios.

      UN PODER NUEVO

      La fe en el poder de Cristo para perdonar pecados es una señal del creyente. Por otra parte, hemos de reconocer que ha elegido ejercitar ese poder de un modo peculiar. El día que resucitó de la muerte, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: «La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío yo». Luego hizo algo curioso. Compartió con ellos —los primeros sacerdotes de la Nueva Alianza— Su propia vida y Su propio poder. «Dicho esto, sopló sobre ellos, y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados, a quienes se los retengáis, les son retenidos”» (Jn 20, 22-23).

      Sin embargo, Jesús no estaba transfiriendo meramente su autoridad. Al llevar esta antigua función a su cumplimiento, le añadía una nueva dimensión. En adelante, las autoridades no podrían pronunciar una sentencia meramente terrenal. La Iglesia compartía el poder de Dios encarnado, y su poder se extendía tan lejos como el poder de Dios. «Os lo aseguro, todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18, 18).

      Antes de que los apóstoles pudieran ejercer este poder sobre las almas, necesitaban oír las confesiones en voz alta (o denunciadas públicamente). En caso contrario, no sabrían lo que podrían atar o desatar.

      UNA BASE COMÚN

      Jesús era un judío, un hijo fiel de Israel, así como sus apóstoles. Como judíos, compartían una herencia común, recuerdos comunes, y un lenguaje común de experiencia religiosa. Cuando Jesús hablaba de confesión y penitencia, recurría a aquellos recuerdos, a aquel lenguaje, y a aquella experiencia, sabiendo muy bien lo que sus palabras significarían para los judíos que le escuchaban.

      Cuando los apóstoles oían a Jesús hablar de perdón y de confesión, le comprendían gracias a lo que ya conocían: los sacramentos de la Antigua Alianza, estudiados en el capítulo anterior. Una vez más, Jesús no vino a abolir la Antigua Alianza: la llevó a su cumplimiento. La revistió del boato de la Antigua Alianza con mayores cualidades. De un modo misterioso, la Antigua Alianza se cierra —y se incluye— en la Nueva Alianza.

      Con este dato in mente, debíamos retroceder y releer lo que los apóstoles dijeron sobre este tema, intentar comprender sus términos tal y como ellos debieron entenderlos, y compartir su vocabulario y los recuerdos de lo que vivieron con Jesús.

      «Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia» (Jn 1, 9). San Pablo va más allá, aclarando que la confesión es algo que haces «con la boca», no sólo con el corazón y la mente (Rom 10, 10).

      ¿Enferma alguien entre vosotros? Llame a los ancianos [presbíteros] de la Iglesia para que oren por él, al tiempo que le ungen con óleo en nombre del Señor. Y la oración hecha con fe salvará al enfermo, y el Señor le curará; y si ha cometido pecado, le será perdonado. Por tanto, confesaos mutuamente los pecados, y orad unos por otros para que seáis salvos (Sant 5, 14-16).

      Cada vez que encuentres la expresión por tanto en la Escritura, te preguntarás para qué aparece ahí. En este pasaje, Santiago sitúa la práctica de la confesión en conexión con la fuerza sanante del ministerio sacerdotal. Porque los sacerdotes son sanadores: los llamamos para que unjan nuestros cuerpos cuando estamos enfermos; y, por tanto, aún más ávidamente acudimos a ellos en busca de la fuerza sanante del sacramento del perdón cuando nuestras almas están enfermas por el pecado.

      Advirtamos que Santiago no exhorta a su congregación a que confiese sus pecados solamente a Jesús, ni les dice que confiesen sus pecados silenciosamente, en sus corazones. Pueden hacer todas esas cosas, y todas son meritorias, pero aún no serán fieles a la palabra de Dios predicada por Santiago, no hasta que confiesen sus pecados «a