Ángeles Malonda Arsis

Aquello sucedió así


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a mitad de la tarde y acudir al mismo, en el que se servía five o’clock tea (té de las cinco), lo que daba lugar a conocimiento y amistades entre las residentes. Al inaugurarse el curso, en esos primeros días iban acudiendo muchachas de las diversas provincias. Era la época en que había finalizado la guerra europea y se había abierto el paso en la vida a la mujer; ya nuestro país comenzaba a admitir que saliera a la palestra del trabajo, que pudiera acceder a diversas actividades, sin tener que quedar relegada al hogar; que se pudiera preparar para salir del oscurantismo y la inercia a que la tenía sometida la sociedad.

      El ambiente, las costumbres que imperaban en aquella época, no permitían a la juventud en su trato libertades que a través de los años se han ido tolerando, lo que repercutía en ciertas estrictas normas que estábamos obligadas a respetar: no se toleraba que se saliera sola con el novio o el amigo; había que encontrar una compañera que con su pareja o sola se nos uniera; existía cierta discreta vigilancia que controlaba este aspecto y otros de esta índole.

      A más de proporcionar digno alojamiento a las estudiantes, la dirección se preocupaba de rodearnos de un buen ambiente cultural; personajes de relieve eran invitados a darnos conferencias: Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, María M. Sierra, Eugenio D’Ors, Victoria Kent, etc. Se practicaba algún que otro deporte, sobre todo el tenis y danza rítmica. Las charlas instructivas solían celebrarse por la noche, cuando podíamos estar todas reunidas, y siempre con asistencia voluntaria; eran muy pocas las que faltaban. En muchas ocasiones nos complacía el acudir a disertaciones de la directora. Se organizaban representaciones teatrales en las que tomábamos parte las residentes. Alguien venía de vez en vez a hacernos aprender nuestro folklore, cantos populares. En días festivos salían diversos grupos a la sierra, a El Escorial, Toledo, etc., a visitar museos. Como caso excepcional, se permitía la salida por la noche cuando se trataba de acudir al Teatro Real, a la ópera, para lo que se reunía un grupo al que acompañaba alguien de la dirección, como la señorita secretaria, «la señorita Eulalia», que con su bondad y gran simpatía era siempre nuestra mejor amiga, eficaz ayuda para la buena marcha de aquel hogar al que cada una de nosotras considerábamos como nuestro mientras cursábamos estudios. Al finalizar éstos y marchar a diversos puestos de trabajo o a formar nuestros definitivos hogares, por siempre llevábamos el grato recuerdo de nuestro paso por el mismo.

      En su primera charla, al comenzar el curso, la directora expuso que al haber ingresado en la Residencia, y puesto que para ello era condición indispensable haber cursado la segunda enseñanza, ya éramos, teníamos que ser, mujeres con cierta formación proveniente del hogar, del país; en una palabra: del ambiente en el que nos hubiéramos desenvuelto; y que cada una tenía que respetar los criterios y las ideas de las demás. Convivían con nosotras algunas extranjeras que cursaban español, arte, literatura, con sus diversas ideas en cuanto a creencias religiosas: protestantes, sionistas, etc., así que respecto a esta cuestión predominaba una libertad absoluta. A las recién llegadas del país se nos indicó que muy cercano a la casa, en el paseo del Cisne, existía un espacioso templo, el de San Fermín (Carmelitas Descalzas), al que se podía asistir, sin coacción alguna, quien lo desease.

      En el vestíbulo de entrada se exponían anuncios con las convocatorias para cuantos actos nos pudieran interesar, tanto los que se realizaban en el interior de la casa como en el exterior: conferencias, fiestas en el Ateneo o en otros diversos centros, para lo que se disponía de invitaciones.

      Cercana a nuestra Residencia, en la calle del Pinar, en los altos del Hipódromo, se hallaba situada la de muchachos estudiantes. Figuras destacadas unos años después fueron sus residentes: Dalí, Buñuel, García Lorca, los hermanos Machado, etc.

      Durante las vacaciones navideñas y de verano retornábamos a nuestros hogares conducidas por aquel ferrocarril que te inundaba el cuerpo de carbonilla, después de un largo trayecto de toda la noche. Al recordar estos viajes me viene a la mente la cínica frase de un pretendiente desdeñado, cuando, al término, me susurró al oído: «Ahora podré decir que hemos pasado una noche juntos», lo que me produjo gran indignación.

      Pasado el primer curso, pude conseguir de mi madre que consintiera en dejarme viajar sola. Al llegar a Madrid, a la estación de Atocha, y montar en un coche de caballos entre los muchos que había estacionados, y «tras, tras, tras», al trote de los mismos Castellana arriba, me embriagaba, me sentía flotar al verme inmersa en esa libertad de acción después de aquellos tantos años de sometimiento. Liberada de los resabios pueblerinos, iba camino de conseguir, ya muy pronto, ser una mujer independiente, aquello que mi padre me había inculcado desde niña con tanto fervor. Al fin me había encontrado a mí misma. Pasaron fugaces esos felices e inolvidables años.

      Al estar nuevamente internada e ir recordando etapas anteriores, me sentía feliz con esta cierta independencia, que te permitía salir y entrar a tu acomodo, sin tener que dar explicaciones. Un portero uniformado, Habencio, vigilaba la puerta sin entrometerse en nuestras andanzas. Venía a mi mente la estancia en el colegio, en donde todo era prohibitivo. Recuerdo un domingo por la tarde: a través de los cristales atisbaba la plaza de San Agustín cuando acierta a pasar por allí la superiora, quien, retirándome bruscamente, exclama: «Una colegiala no debe asomarse al balcón. Escriba esa frase diez veces». «Oiga, pero si…». «Por replicar, escríbalo veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.

      Finalizados mis estudios, yo me aferraba a la idea de seguir mi vida por nuevos derroteros. Siempre sentí el ansia de viajar, conocer el mundo. Vislumbré la ocasión en una convocatoria de la naciente Junta de Ampliación de Estudios, que tenía como misión el intercambio de estudiantes y que, previos unos requisitos, como eran el de estar ya licenciados con buen expediente y conocer algo de inglés, se podía optar a una beca para ampliar estudios en América, concretamente en Florida, para dos años. Otra compañera y yo, al reunir las condiciones exigidas, la solicitamos con éxito, pero…vino a mi encuentro una de mis primeras grandes contrariedades: para el embarque precisaba del permiso materno, el cual me fue denegado, por lo que hube de renunciar.

      Con mi flamante título de licenciada y mi curso de doctorado, me vi obligada a reintegrarme a mi ciudad, Gandía.

      Un farmacéutico de los establecidos, por asuntos particulares, decidió dejar de ejercer su profesión y ofreció a mi madre el traspaso de su oficina, lo que ella se apresuró a aceptar para mí. Al verme propietaria de una farmacia, con la responsabilidad que ello implica, quedé «atada de pies y manos», ahogando mis ansias de vuelo. Fui consciente de que dejaba atrás una primera etapa de juventud radiante. Tenía que estar agradecida a mi destino; éste seguía sin portarse mal; me iba amoldando bien a mi nueva forma de vida, en plena actividad y éxito en el ejercicio de la profesión que había elegido. En ese periodo surge mi definitivo amor en la figura de un compañero de profesión que ejercía en una ciudad contigua. Unimos nuestras vidas después de un año de sólida amistad, en el que constatamos nuestra compenetración en todos los órdenes; ello ocurrió en el año 1929. Transcurrieron años felices, entre los que nos nacieron dos preciosas nenas. No me agradaban los continuos desplazamientos de mi marido a unos treinta kilómetros de distancia de nuestro hogar. Convinimos en traspasar la farmacia de Alcira. Realizado esto, se montó un laboratorio de especialidades farmacéuticas, actividad que Antonio ya venía desarrollando en pequeña escala. Del importe del traspaso quedó un remanente y, como siempre, de mutuo acuerdo se adquirió un flamante coche. ¡Un automóvil! Por aquellas fechas eran muy pocos los que circulaban. Nuestro cuidado Citroën de cuatro