Gustavo Faverón

Vivir abajo


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Las historias que cuenta sobre ellos suenan como resúmenes de películas que ha visto alguna vez, en un tiempo remoto, proyectadas contra un muro y proyectadas, además, unas encima de las otras (pero no es que no sepa de qué está hablando: es que esa es su manera de saber).

      Abre mucho los ojos, lame el borde de su vaso, parece triste (está pensando en el futuro). Vuelve a hablar de cine, pero lo hace como si hablara de una guerra de guerrillas o una guerra de trincheras o una guerra hecha de operaciones secretas y dobles espionajes. Otra vez menciona las grietas (agujeros, rendijas, ranuras) y dice que él se dispone a escudriñar entre ellas y abre más los ojos y me pregunta si yo quiero escudriñar junto con él, pero no espera mi respuesta y vuelve a mencionar a Buñuel, a Kirsanoff, a Man Ray, a Walter Ruttmann, a Dziga Vertov. (A mí, George me parece un erudito: me obsesionan sus obsesiones, la furia viva de su relación con el cine, al que parece detestar y adorar al mismo tiempo. Lo envidio). Cuenta argumentos de películas que no parecen argumentos de películas, sino esquirlas que se ha desenterrado de la piel con los dientes. Después sigue hablando, pero ya no da la impresión de hablarme a mí, sino a alguien que está sentado en mi silla pero que no soy yo. A esa persona, George le habla de películas que se pueden ver con los ojos cerrados y de películas que hacen cerrar los ojos y dice que él quiere hacer una que haya que ver de espaldas a la pantalla, tratando de escapar, y películas que solo se puedan ver en medio del campo, cerca de un río, entre los árboles y las montañas, con la intuición de que solo salvando la distancia y huyendo se podrá entender el sentido de la historia, y habla de películas que no se filman pero que igual existen y dice que esas son las mejores, y dice que las mejores películas que él ha hecho en su vida, porque él es cineasta −es la primera vez que lo dice−, son de esas: películas imaginarias que sin embargo otras personas han entendido o sospechado o temido, aunque nunca las hayan visto, y dice que ese es el verdadero cine de horror: aquel cuya sola intuición nos empavorece hasta el punto que disfrutamos de la felicidad de escapar cada día de él sin tener que mirarlo. Dice que eso mismo es nuestra memoria y que eso es nuestro subconsciente. Y cuenta la historia de un cineasta que vive en una prisión y que filma películas en su mente y por las noches se las proyecta a los demás reclusos en las paredes de sus celdas, telepáticamente, y después dice que él ha sido ese cineasta...

      … Es probable que George no diga todas esas cosas esa misma noche. Quizás las dice en distintas conversaciones entre marzo y julio, porque en esos meses me lo encuentro varias veces. Siempre es de manera casual, a la salida del cine, sobre todo el cineclub del Banco de Reserva, a tres cuadras del periódico donde trabajo. Unas veces está con Ariadna: los veo caminar lado con lado, él muy alto, ella pequeña. Parece su hermana menor y no su novia (por entonces no sé si son novios: prefiero no preguntar; dejo de buscar a Ariadna: sospecho que ella no se da cuenta)…

      … Otras veces encuentro a George con los chicos de San Marcos y la Católica. Meses más tarde, en setiembre, cuando se publica la noticia en los diarios, busco a esos chicos para que me digan lo que sepan. Según ellos, George nunca hablaba de sí mismo, y, sin embargo, siempre parecía estar hablando de él, como si lo hiciera a través de un mecanismo de alusiones indirectas o metáforas o falsas referencias. Así hablaba, es cierto: convertía su vida en una alegoría de su vida. Como si su biografía fuera un objeto imposible de describir literalmente, o, peor aun, como si incluso al describirla de manera literal fuera una metáfora de otra cosa, me dice alguien una tarde. (La versión según la cual George vino al Perú a filmar un documental sobre Sendero Luminoso sale de ese grupo de muchachos −que desde julio casi no lo ven más y en setiembre, después del crimen, lo aborrecen−, pero carece de todo fundamento)...

      NOTA EN LA CONTRATAPA DE UN DIARIO

      Sin embargo, es verdad que, en febrero, George filma los cuerpos de los policías muertos en el atentado contra la residencia del embajador de Estados Unidos, y, una semana más tarde, graba escenas del entierro de María Elena Moyano, asesinada por Sendero Luminoso. En abril (también es cierto), está con su cámara en la Plaza Bolívar, frente al Congreso, el día del golpe de estado.

      SIGUE LA LIBRETA 2. Octubre de 1992

      … En ese tiempo el hombre del sótano sigue durmiendo en la casona, George lo ve con frecuencia, parecen amigos. ¿Qué clase de películas haces?, le pregunta el sujeto una noche: ¿películas de misterio? Todas las buenas películas son de misterio, dice George: lo que importa es que comiencen en un manicomio y acaben en un cementerio, agrega, ¿sonriendo? (Esa frase se la dijo alguien alguna vez, es una cita; en verdad George habla para sí mismo). Hago documentales, aclara la voz. Eso dijistes, dice el hombre. Pero yo no sé qué es eso: ¿qué es eso?, pregunta. Películas sobre la vida real, le dice George. ¿Y cuál es la gracia?, dice el hombre: ¿quién chucha quiere ver películas sobre la vida real?, dice, piensa un rato, después añade: si quieres hacer una película sobre la vida real, que comience en un manicomio y termine en un cementerio, tienes que hacer una sobre mí: yo nací en un manicomio y acabé en un cementerio. Por qué no, sonríe George. El hombre se lo queda mirando. Una película sobre ti, habla solo George, y el hombre lo mira. George come y el hombre lo mira todavía más rato, en silencio. George toma un vaso de agua y el hombre lo sigue mirando. ¿Qué?, dice George. La película, responde el hombre, señala la cámara con el mentón: ¿por qué no la comienzas ahorita?

      DIARIO, 24 de agosto del 2015 (noche)

      Yo vi esa película meses más tarde, el 12 de setiembre de 1992. Fue la primera de George que vi. Aquí, en mi biblioteca −abajo de mi biblioteca−, tengo una copia. También fue la primera de las dos que grabó en el sótano de la casona incendiada. Formalmente, no tiene nada de especial, solo una cara y dos voces. Coloco el casete en el reproductor de VHS, me pongo los audífonos. Sentado en el piso del sótano, mal alumbrado por la luz de tres velas, el hombre habla. ¿George está de cuclillas en frente de él, con la cámara al hombro? Así debe ser, porque hay un minúsculo temblor en la imagen.

      Yo nací en un manicomio, dice el hombre: una especie de manicomio, no sé dónde, en Huanta, seguro. Eso me han dicho, que cuando nací mi madre estaba en un manicomio. Después me metieron en una casa para huérfanos, junto con mi hermano, él era menor. Ahí viví hasta los trece, doce. A esa edad se iban todos, pero no todos. Algunos se quedaban. Había un viejo que decían que estaba desde chiquitito, aunque seguro era cuento. Cerca del orfanato había una laguna. Yo nadaba en esa laguna. Agua helada, nadie más se metía. En la sierra la gente no nada. Pero yo nado. Yo aprendí a nadar, bucear. Me quedaba horas en el agua, como un pescado, dice. Como un pez, dice George. No, como un pescado, dice el hombre: nadaba como un pescado. Después nos fuimos. A los quince vivía en un pueblito de Soras, cerca de Soras, no en el mismo Soras, sino cerca, seguro tú no sabes adónde es Soras. Es en Ayacucho. ¿Sabes qué significa Ayacucho?, pregunta el hombre. Significa cementerio, dice. Entonces naciste en un cementerio, responde George. Pero en el manicomio del cementerio, aclara el hombre.

      Habla de su vida en la sierra. Dice que a los dieciocho lo reclutó Sendero Luminoso, lo reclutaron a la fuerza, dice, solamente a él, a su hermano no. A su hermano no volvió a verlo. Después habla de la vida en la columna senderista. Hacía hambre, sonríe: nos decían que estábamos haciendo la revolución, pero con esa hambre quién iba a pensar en la revolución. Habla de los primeros combates, de la primera vez que lo metieron a la cárcel. En Huamanga, hace diez años, dice: los senderistas atacaron la cárcel y liberaron a cuatrocientos presos, más de setenta miembros del partido. Dice que después de escapar no le quedó más remedio que seguir con ellos, porque no podía volver a su pueblo, como hicieron otros, porque él no tenía pueblo. Después dice que los senderistas también hacían películas, que los hacían actuar de ellos mismos, porque también eran películas sobre la realidad. Como las que tú haces, dice: solo que era otra realidad. Hacían una realidad para la película y después hacían la película. Tomaban un pueblo, mataban a varios, encerraban a los demás en una casa, pintaban el pueblo, le mochaban el campanario a la iglesia, si había iglesia, o si había campanario, sonríe: una mirada esponjosa. Ponían banderas rojas y pintaban lemas en las paredes. Después nos daban ropa limpia, nos hacían fingir que éramos la gente del pueblo, incluso a algunos que eran del pueblo los hacían fingir que eran del pueblo, dice: así eran las películas de los senderistas; sobre pueblos felices.

      Una