Andreu Escrivà García

Aún no es tarde


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como una victoria!–.

      Tomar conciencia de lo que supone el cambio climático es, esencialmente, poner en cuestión aquello que sabemos y pensamos. Es hablar de transformaciones y de incertidumbre. Y de formularnos, ahora sí, las preguntas adecuadas.

      Escribir un libro sobre cambio climático es todo un reto. Lo es por múltiples motivos, pero fundamentalmente por uno: implica, en definitiva, escribir de todo. De los hábitos cotidianos, de las convicciones políticas, de aquello que te gusta comer, de la tecnología que necesitas, de las percepciones sobre la meteorología, del paisaje que te rodea, de cómo te mueves o de las vacaciones que planificas durante once meses al año. El cambio climático es el problema del siglo XXI, y esta frontera difusa que impregna nuestro día a día (le afecta globalmente pero es difícil captar su impacto a corto plazo) es también su maldición. A diferencia de otras cuestiones científicas, no se inscribe en ninguna esfera; más bien al contrario, constituye una que engloba la totalidad de la actividad humana.

      Escribir un texto sobre la materia, aunque sea con voluntad de resumen acelerado, es doblemente complicado. La vertiente científica («¿qué es el cambio climático y cuáles son las previsiones de impactos para los próximos años?») es la que se nos presenta como inevitable, pero la tecnológica («¿qué soluciones tenemos a nuestro alcance y cómo de factible es aplicarlas?»), la social («¿cómo afecta el cambio climático a las desigualdades y el funcionamiento de nuestra sociedad?») e incluso la ética, que enlaza con el concepto de justicia climática, o la psicológica («¿por qué no hemos hecho nada hasta ahora?»), son otros de los aspectos que no solo no podemos menospreciar, sino que resultan esenciales para entender la magnitud del desafío.

      El presente libro está escrito tomando como base una evidencia científica reflejada en numerosos estudios y encuestas: existe una preocupación por lo que significa el calentamiento global, pero el conocimiento que la sociedad tiene sobre este es fragmentario, parcial y, a menudo, incorrecto. Eso provoca, en gran medida, que no se tomen las acciones necesarias: si no somos conscientes del hecho de que nosotros causamos el problema, ¿cómo hemos de saber que le debemos dar solución?

      Por eso mismo es ineludible dedicar buena parte del texto a explicar qué es el cambio climático y por qué representa un problema radicalmente diferente del resto de retos a los cuales se ha enfrentado la humanidad, incluyendo el agujero de la capa de ozono o los desastres nucleares como Chernóbil. Pero eso no es suficiente. Escribir sobre el cambio climático es ya imposible desde una posición de seguridad, con una escritura mecánica y aséptica. Es responsabilidad de los científicos y divulgadores transmitir la ciencia con la máxima claridad y rigor posibles, y también dar las claves necesarias para que la ciudadanía se empodere y sea capaz de servirse de este conocimiento. La divulgación no es un onanismo público, sino un acto de generosidad hacia la sociedad.

      La oceanógrafa Sarah Myhre escribía en el periódico inglés The Guardian (Myhre, 2016) animando a los científicos a preguntarse qué podrían escribir, qué podrían decir, a quién podrían hablar y si su voz se oía realmente. Y concluía:

      Esto no es una llamada política para abogar por una agenda ambiental o verde, es sobre liderazgo cultural y la toma de decisiones con base científica ante un cambio y una crisis sin precedentes.

      Y eso mismo pretende ser este libro: una herramienta para entender cómo está cambiando el mundo que nos rodea y cuál es nuestro papel en ese cambio, pero también en las posibles soluciones.

      A veces tengo este sueño. Mientras doy un pa[blc]seo por el campo, descubro una granja en llamas. Los niños piden ayuda desde las ventanas de arriba. Así que llamo a los bomberos. Pero no vienen, porque algún loco no hace más que decirles que es una falsa alarma. La situación es cada vez más y más desesperada, pero no puedo convencer a los bomberos para que vengan. No puedo despertarme de esta pesadilla.

      Estas líneas no están sacadas de un estudio psicológico sobre sueños: es la forma en que Stefan Rahmstorf, un notable investigador del Instituto de Potsdam de Investigación de los Impactos Climáticos, define qué es para él investigar sobre cambio climático.1 Lo hace en la web Is this how you feel? (‘¿Es así como te sientes?’), un portal que recoge decenas de testimonios de científicos de todo el mundo. Allí hablan, sin tapujos, sobre qué significa para ellos investigar en un campo que con frecuencia ofrece resultados aterradores. A la agonía propia de quien descubre que algo va mal se le suma la opresión de saberse portadores de malas noticias que, además, no siempre son bien entendidas o correctamente asimiladas. En el caso del cambio climático, la torre de marfil en la que se suele visualizar a muchos científicos no es tal; se parece más a una jaula recubierta de espejos, donde los descubrimientos son insoslayables y la comunicación con el exterior refractaria.

      El problema clave de la comunicación del cambio climático reside en cómo transmitir la urgencia de actuar ya sin parecer desesperado; en cómo combinar un mensaje esperanzador con advertencias realistas que impulsen acciones. George Marshall, que hace años que se dedica a repensar la comunicación del cambio climático, lo resume así (Marshall, 2007):

      Imagina que alguien viniera con una nueva y brillante campaña antitabaco. Mostraría imágenes explícitas de gente muriéndose de cáncer de pulmón acompañadas del eslogan: «Es fácil estar sano: fuma un cigarro menos al mes».

      Sin duda el escenario que plantea Marshall es incluso un punto cómico, pero... ¿quizá no estamos haciendo lo mismo en las campañas de lucha contra el cambio climático que consisten en separar envases y cambiar las bombillas en casa? ¿Realmente podemos cambiar algo a escala individual, o es una forma de apaciguar los remordimientos de conciencia? En definitiva: ¿existe alguna estrategia viable más allá de los buenos gestos ambientales?

      Si la respuesta a la última pregunta fuese no, no hubiese escrito este libro porque, sencillamente, no sería necesario. ¿Para qué, si tendríamos suficiente con una lista genérica con medidas de ahorro energético? Pero la respuesta, afortunadamente, es afirmativa. Porque lo que nos hace falta no es que nos pongan deberes para hacer en casa, sino cambiar de escuela.

      Escribo este libro porque aún tenemos tiempo de despertar a Stefan de su pesadilla, aún tenemos tiempo de salvar a los niños de la granja, del incendio y de la indiferencia. Aún tenemos tiempo de salvarnos el futuro.

      Aún no es tarde.

      1.La carta de Rahmstorf puede encontrarse en: <http://www.isthishowyoufeel.com/this-is-how-scientists-feel.html>.

      1

      EL CAMINO HACIA EL PALO DE HOCKEY

      Los hombres discuten. La naturaleza actúa.

       Voltaire

      Que el clima cambia se sabe desde hace siglos, pero la capacidad de observación necesaria no es una cuestión intrascendente: es necesario saber discernir la variabilidad de los fenómenos meteorológicos para apreciar las tendencias. Teofrasto, un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a. C., fue un fabuloso observador del medio natural. Discípulo de Platón y Aristóteles, fue el primero que intentó una sistematización de la clasificación de las plantas. En un lugar secundario –su producción es vastísima y el abanico de temas tratados, como era común en la época, enorme– aparece una mención al cambio climático por culpa de la acción humana. Como explica el historiador y geógrafo Clarence Glacken en su monumental tratado sobre la naturaleza y la cultura en el pensamiento occidental (Glacken, 1996), Teofrasto apreció un cambio climático a pequeña escala en Larisa, Tesalia. Después que se drenara una zona a menudo encharcada, evitando la acumulación del agua, el filósofo detectó heladas más frecuentes, que hicieron sufrir a las oliveras y a las viñas circundantes. En otro ejemplo, en Aenos, el área se volvió más cálida al desviar el río para que pasara cerca.

      Resulta evidente que no tenemos