David Joselit

Tradición y deuda


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de la crisis de deuda soberana, un Estado nación puede optar por declarar ilegítima la deuda que tiene con sus acreedores. Estas dos primeras exposiciones abrazaron un modelo de cosmopolitismo como estructura de intercambio global, pero lo hicieron sobre la base de principios de coexistencia muy diferentes. “Magiciens de la Terre” buscó revertir la así llamada subordinación primitivista de las expresiones estéticas indígenas a las formas de vanguardia que se inició a finales del siglo XIX y principios del XX con artistas que van desde Paul Gauguin hasta Pablo Picasso. Esa fascinación por culturas desconocidas y pensadas erróneamente como “primitivas” persistió de maneras multiformes a lo largo del siglo XX; y a pesar de que la revalorización realizada por “Magiciens de la Terre” tenía la intención de colocar las prácticas indígenas en pie de igualdad con las modernistas, muchos críticos condenaron justificadamente una relación imperialista persistente entre el centro metropolitano occidental de París y las llamadas periferias. La III Bienal de La Habana, en cambio, buscó trazar un nuevo mapa estético del mundo reuniendo el arte de las llamadas “naciones no alineadas” justo cuando el orden geopolítico de la Guerra Fría colapsaba. Mientras que “Magiciens de la Terre” dejó implícitamente intacto el mundo del arte occidental, incluso si intentaba subvertir su sistema de valores, la III Bienal de La Habana tenía como objetivo desarrollar una nueva infraestructura para un mundo del arte policéntrico. A pesar de sus diferencias, estas dos exposiciones compartieron el cosmopolitismo como su estrategia amplia, ubicando las expresiones modernistas, indígenas y las de la cultura de masas, unas junto a otras para interrumpir las jerarquías convencionales entre ellas.

      La subasta de Sotheby’s en Moscú y el Pabellón de Australia en Venecia proponen un marco geopolítico diferente para mapear el arte global contemporáneo. En lugar de cosmopolitismo, encontramos el nacionalismo. De hecho, la era posterior a la Guerra Fría experimentó un resurgimiento del nacionalismo en todo el mundo, en regiones tan diversas como África, Oriente Medio y Europa del Este, que a menudo condujo a la creación de nuevos Estados nación como en la desintegración de Yugoslavia y Checoslovaquia, por no hablar de la Unión Soviética. En la práctica del arte, esos impulsos nacionalistas estaban estrechamente ligados a la tradición. Como he mostrado, en contextos tan diferentes como la URSS y Australia, los marcadores de la tradición nacional, que van desde referencias al estalinismo hasta la incorporación del arte aborigen australiano, funcionaron como características distintivas que podrían facilitar el ingreso de ciertos circuitos artísticos, anteriormente marginados, en los circuitos globales de exhibición y venta. Si, en los mundos cosmopolitas, la deuda con las tradiciones occidentales se neutraliza al establecer una equivalencia entre obras de arte basadas en un creador trascendente o igualitario –la excepcionalidad del artista (como chamán) o la solidaridad política entre artistas del Sur Global–, desde una perspectiva nacionalista el objetivo del arte es establecer un perfil nacional fuerte, que está estrechamente ligado a la tradición. Como modelos de circulación global, el cosmopolitismo y el nacionalismo también difieren en una cuestión de énfasis: el primero se basa en una equivalencia multicultural quizás ilusoria, mientras que el segundo se basa en la competencia. En cualquier caso, la capacidad de dar visibilidad en estas condiciones implica la reactualización de la tradición como un recurso para rechazar el endeudamiento con las formas de arte occidentales. De hecho, debido a que la genealogía modernista globalmente aceptada del arte contemporáneo se originó en Occidente, las formas modernistas que se han desarrollado en otros lugares habitualmente se consideran epigonales, literalmente en deuda con las tradiciones metropolitanas extranjeras. La tradición parecía tener la capacidad de pagar esta deuda... con intereses.

      Esta dinámica indica una crisis historiográfica. A pesar de las críticas generalizadas al historicismo –a la tendencia a contar la historia como una narrativa evolutiva lineal–, los relatos dominantes sobre el arte contemporáneo siguen enraizados en los valores del progreso y la innovación. Esto puede parecer paradójico dado que estrategias estéticas como la repetición, la cita y la apropiación –que son epigonales por definición– han ganado tal prevalencia entre los artistas occidentales desde la década del ochenta. Pero la paradoja colapsa fácilmente: este tipo de repetición se vuelve “progresista” y susceptible de canonización historicista en el relato de sus innovaciones conceptuales, es decir, en su contribución teórica o filosófica a cualquier historia del arte sostenida en el avance constante. Se podría decir que mientras el arte moderno innovó en la forma, el arte posmoderno y contemporáneo innovó en la estrategia. Es por eso que “crítico” se ha convertido en uno de los términos principales para elogiar al arte desde el surgimiento del conceptualismo a fines de la década del sesenta y setenta. En lugar de inventar un lenguaje visual único (como lo hicieron las vanguardias del siglo XX con el cubismo, el constructivismo, De Stijl, el dadaísmo, el surrealismo, etc.), la crítica estética analiza los códigos visuales existentes exponiendo su estructura ideológica; la novedad en este caso es inherente al ingenio de su estrategia. Artistas agrupados bajo la etiqueta de “apropiacionismo” a finales de los setenta y en los ochenta, por ejemplo, reencuadraron, refotografiaron y reeditaron contenidos existentes con el objeto de manifestar las dimensiones ideológicas y no reconocidas de sus propiedades sociales, políticas y económicas. Richard Prince volvió a tomar fotografías del “hombre de Marlboro”, basadas en cowboys estadounidenses que aparecían en anuncios de cigarrillos, y Barbara Kruger introdujo fotografías antiguas en sus obras de gran escala que combinan imagen y texto para imitar la retórica seductora de los diseños de revistas. Dara Birnbaum reeditó imágenes de video tomadas de la televisión y Sherrie Levine hizo sus propias “ilustraciones” del trabajo de “maestros” modernos como Egon Schiele o Walker Evans, dibujando o refotografiando. Estos actos de apropiación estaban al servicio de recontextualizar varios códigos visuales para develar sus valores ideológicos (el anuncio de Marlboro parece un arte romántico barato que glorifica la masculinidad del vaquero; las viejas fotografías utilizadas por Kruger y el video editado por Birnbaum a menudo revelan roles sexistas de género; y la miniaturización de Levine de los maestros modernos desinfla su primacía histórica). En otras palabras, cada uno de estos artistas utilizó estrategias literalmente epigonales para exagerar aspectos de la imagen de la que se apropiaban y que solían pasar desapercibidos.

      Estas prácticas de apropiación fueron prominentes dentro de lo que llamo el lenguaje estético modernista / posmodernista, estrechamente alineado con los mundos del arte occidental. Si bien la crítica no fue inherentemente ajena a las otras dos expresiones que he considerado –realismo / cultura de masas y popular / indígena– los modelos historicistas no comprenden correctamente el modo en que la tradición reactiva el pasado para señalar futuros alternativos.

      En otras palabras, para acomodar las interacciones globales entre deuda y tradición es necesario un nuevo tipo de historia del arte que opere desde una concepción diferente de la relación entre pasado, presente y futuro. Las teorías posmodernas, que fueron dominantes en los mundos del arte metropolitano de Occidente durante la década del ochenta, reconocieron esta crisis historiográfica, aunque desde una perspectiva fundamentalmente occidental. De hecho, el posmodernismo mismo surgió en gran medida como respuesta a condiciones específicas de desregulación de la imagen y al esfuerzo por combatir la especificidad tanto del medio como de la expresión que eran endémicos para el mundo desarrollado de finales del siglo XX, debido a una debilitación o incluso un colapso de la distinción entre las bellas artes y las formas de la cultura de masas como la publicidad, la televisión y el cine. Como sostuvo Fredric Jameson en su canónico ensayo “La lógica cultural del capitalismo avanzado”, surgió una fascinación por el “paisaje ‘degradado’ del trash y el kitsch, de las series de televisión y la cultura del Readers Digest, de la publicidad y los moteles”.33 A pesar de su actitud condescendiente hacia el “paisaje ‘degradado’” de la cultura de masas, el análisis de Jameson es una herramienta invaluable para elaborar una descripción adecuada del arte contemporáneo global. Para él, el colapso de la superioridad jerárquica del arte moderno, que lo volvió incapaz de servir como estándar para la producción de arte a nivel mundial o incluso en el propio Occidente, condujo a la “heterogeneidad sin norma”.34 En otras palabras, desde un punto de vista estético, la subordinación jerárquica de las expresiones estéticas del realismo / la cultura de masas y de lo popular / indígena a lo moderno / posmoderno ya no podía sostenerse. De hecho, las cuatro exposiciones que he examinado