Gustave Flaubert

La educación sentimental


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intenta dar su opinión, pero no lo consigue. No sabe qué pensar, pero le bullen las ideas sin llegar a formularlas. Los escritores del XIX se debaten entre el Romanticismo ‒todos quieren ser Chateaubriand–, hasta Victor Hugo que dice en su adolescencia: «Seré Chateaubriand o nada». O quieren ser Lamartine, poeta romántico y hombre político que interviene en ese momento en la República del 48‒, una generación entre el Romanticismo, el realismo y el naturalismo. Sin olvidar el simbolismo de Baudelaire, el Arte por el Arte de los amigos del Parnaso; y la belleza y precisión de la palabra como pilar fundamental de la escritura.

      Es de noche, y el silencio sólo se interrumpe con los pasos de Gustave en la terraza; su altura y su corpulencia se agrandan en las sombras. Se detiene y contempla las colinas verdes, negras ya a estas horas, como esos pensamientos oscuros que le ciegan. Casi de madrugada, vuelve a su gabinete, antes de que la señora Flaubert, su protectora madre, se levante, temiendo los nervios mal controlados del hijo.

      No puede conciliar el sueño, piensa en escribir a Louise el amargo resultado de la lectura. Pero ni eso es posible, la relación, en ese momento, está rota entre celos y malentendidos. Meses más tarde, volverán las cartas con esa angustia que a menudo le asalta, temiendo una crisis, sintiéndose enfermo sin estarlo: «La deplorable manía del análisis me agota, le escribe. Dudo de todo, e incluso dudo de mis dudas».

      Pero este Gustave Flaubert de 1849, que he querido hacer visible en el pequeño relato, ya no es el que trabaja entre 1864 y 1869 en La educación sentimental. Ahora ya es un escritor reconocido, sobre todo por su obra Madame Bovary. Ya ha publicado Salambó, sigue trabajando en La tentación de San Antonio, y siempre, como desde hace un tiempo, en su inacabada Bouvard y Pécuchet. Sin embargo, la exigencia del autor, su obsesión por el estilo, por la palabra exacta, que para él es la única, le lleva a tener grandes dudas y a hacer grandes esfuerzos en su redacción, como él mismo confiesa a través de la correspondencia que mantiene con sus amigos y, sobre todo, en esta etapa, con George Sand.

      Y ya no es, tampoco, el ermitaño de Croisset. Además de numerosos viajes por Francia y otros países, vive temporadas en París, frecuenta los salones, como el de la princesa Mathilde, donde se reúnen escritores y artistas de la época; forma parte de las cenas en el Magny, sólo para hombres, salvo George Sand, a veces; incluso Napoleón III le invita al recién transformado palacio de Compiègne.

      Él mismo recibe, en sus estancias en París, los domingos, de una a siete de la tarde. Guy de Maupassant relata en sus entrañables ensayos sobre su amigo y maestro, al que considera pariente, pues es sobrino de Le Poittevin, íntimo de Flaubert, cómo se desarrollaban esas reuniones de la una de la tarde. El primero en llegar solía ser Iván Turguéniev, el gran novelista ruso, tan alto como Flaubert: les diferenciaba la voz dulce y lenta del ruso, en contraposición a la voz potente y estruendosa del francés. Maupassant sigue presentándonos al resto: Taine, Alphonse Daudet, Zola, los hermanos Goncourt, el joven poeta José María de Heredia, y otros más, por citar solamente a los que son más reconocibles en este siglo XXI. La tarde discurría en charlas más o menos exaltadas, más o menos tranquilas, como podemos imaginar en un grupo de escritores, pintores o editores y políticos, cuando las ideas se agolpan saltando de un grupo a otro, en un sinfín de conversaciones a veces simultáneas. Maupassant sigue relatando cómo, poco antes de las siete de la tarde, Flaubert los despide en la antesala, de uno en uno, estrechándoles las manos con energía, con una sonrisa afectuosa, palmeándoles la espalda. Y que, después, cuando se iba Zola, que solía ser el último en despedirse, Flaubert, tras descansar una hora en el sofá, se desprendía de esa bata enorme en la que se envolvía cuando estaba en casa, se ponía el frac y salía a cenar al salón de la princesa Mathilde.

      En la obra de Flaubert hay un vaivén entre esa tendencia lírica y romántica, y la descripción paciente de temas cotidianos y de personajes banales. Así que tras Salambó, se embarca en La educación sentimental.

      Sus primeros escritos, bastante autobiográficos, como No­vembre, Histoires d’un fou, La primera educación sentimental, no se publican en vida del autor, y son el germen de La educación sentimental que inicia en 1864 y que publica en 1869, recuperando el título de uno de esos relatos que Flaubert tenía abandonados en un cajón.

      Retrato de una generación y retrato de la vida cotidiana en Francia desde 1840 a 1867. En la misma novela se fijan las fechas: el 15 de septiembre de 1840, Frédéric, en un barco fluvial conoce a la señora Arnoux; a finales de marzo de 1867 tiene lugar el último encuentro entre Frédéric y la señora Arnoux. Este es el tiempo de La educación sentimental.

      El deseo en La educación sentimental

      Estas frases definen, en cierta manera, La educación sentimental.

      Flaubert se burla del romanticismo de Emma Bovary, porque Emma se empeña en vivir ese deseo. Como personaje la maltrata más a que a nadie. La castiga de todas las maneras posibles: infelicidad, desengaños, ruina moral y económica, muerte. Es menos riguroso con Frédéric, porque Frédéric no cumple sus sueños, sus ideales románticos. Se limita a soñarlos, no a vivirlos.

      Lo fundamental del deseo de Frédéric es que aspira a lo imposible, y lo imposible a veces llega sin esfuerzo, o por azar, por ejemplo, la herencia. Entonces, se precipita a París para cumplir su deseo: el amor de la señora Arnoux. El deseo