Pierre-Hervé Grosjean

Cómo estar preparado


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voy a misa, porque no siento la necesidad». «Rezo porque me sienta bien». «No siento nada cuando rezo o cuando voy a la adoración». «No tengo ganas de confesarme, eso no me aporta nada». «La Iglesia dice eso, pero a mí no me parece así». «Prefiero rezar solamente cuando me apetece»… Conocemos de memoria esas frases, hemos podido oírlas o decirlas nosotros mismos. Las comprendo. No soy el último en sentir un deseo fluctuante de rezar. Pero todas esas frases están centradas en el yo. Revelan una fe centrada en uno mismo. El yo, con sus ganas y faltas de ganas, sus sentires y sus necesidades, deviene el criterio y el centro de todo. Si nuestra fidelidad depende de nuestras ganas, entonces va a ser muy fluctuante. Esta no es la lógica de la amistad ni del amor.

      Lo que es hermoso en la amistad es justamente que nos invita a descentrarnos de nosotros mismos para abrirnos al otro, a las necesidades y deseos del otro, a las alegrías y a las penas del otro. Todos tenemos esa experiencia. Pensad en los últimos momentos de felicidad intensa que habéis conocido. Es probable que sean momentos en que habéis sido generosos para daros o servir a los que queréis. La amistad nos hace olvidar nuestro ombligo y nos vuelve hacia el otro. Cuando vuestro mejor amigo os llama a las dos de la mañana y os dice: «¡Ven, te necesito!», no miráis el reloj ni os tomáis el pulso, viendo si será o no necesario ir allí… ¡Aceleráis! Vuestro amigo os espera. Os parece evidente que hay que estar allí, a su lado. Estáis contentos de hacerlo, contentos de que vuestra presencia pueda animarlo, consolarlo, fortalecerlo o tranquilizarlo. Contentos de verle contento al veros llegar. Contentos por su alegría. La amistad nos hace generosos. Para uno mismo, se puede a menudo ser perezoso. Para los demás, tenemos en nosotros tesoros de generosidad. Nos superamos, se transcienden nuestras faltas de ganas o nuestra flema. Nos damos. La amistad verdadera nos hace entrar en la lógica del don, de la gratitud y por tanto de la alegría verdadera.

      Apliquemos eso a la fe y todo cambia. Vivir la fe como una amistad es en primer lugar tomarse el tiempo de contemplar cómo Jesús mismo ha vivido esta amistad. «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13), nos dice la tarde del jueves santo, antes de vivir eso al día siguiente. Él ha llegado hasta el final en el amor. Como toda verdadera amistad, su amistad no se impone, se propone y se expone: «Mira hasta donde te amo», nos dice a cada uno en la cruz. Ofrece su amistad a quien la quiere, esta amistad que tiene el precio de su vida y de su sangre. «¡En la vida y en la muerte!», se dice a veces para sellar una amistad. Estas palabras nunca han sido tan verdaderas como en Cristo. Su amistad por nosotros le condujo hasta la ofrenda de su vida. ¿Cómo podríamos dudar de esta amistad? ¿Cómo no nos va a conmover? El amor llama al amor. La amistad de los nuestros nos conmueve, las pruebas de amistad, a veces tan fuertes, que pueden darnos con ocasión de un problema, de un suceso feliz o desgraciado de nuestra vida nos impactan con fuerza. Tenemos ganas de poder devolverles tanto amor. ¿Cómo vamos entonces a quedar indiferentes ante lo que Cristo ha hecho por nosotros? Miradle en la cruz: extiende las manos y grita: «¡Tengo sed!». Los soldados pensaron que su cuerpo tenía sed, pero es su corazón el que nos suplicaba: «Tengo sed de que comprendas hasta qué punto te amo. Tengo sed de que comprendas por qué hago esto por ti. Tengo sed de tu respuesta, de tu amistad». Nunca es demasiado tarde para dejarse afectar por esta amistad, como atestigua el buen ladrón. En el último momento, se deja agarrar y se atreve a creerlo: «Acuérdate de mí…». Eso es lo que se dice a un amigo. Y la respuesta no se hace esperar: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Es la de un amigo verdadero y fiel.

      Esta amistad no está reservada a una pequeña élite, ni incluso a los mejores. Se ofrece a todos. No está condicionada a nuestros méritos o nuestros logros. Se ofrece gratuitamente, a cada uno, tal como es. No tenemos que estar a la altura antes de recibirla: nos es dada para transformarnos. Eso parece verdaderamente importante para meditarlo. Muchos ven difícil volver a la fe o a la práctica de la fe, porque se sienten incapaces de cambiar de golpe todo lo que habría que cambiar en su vida. Pero no se trata de comenzar por el esfuerzo moral. Se comienza por dejarse amar, por dejarse acompañar, por decidir acoger esta amistad. Solo esta amistad con Cristo tiene la capacidad de transformarnos desde dentro, de hacernos capaces de todas las conversiones que tengamos que vivir. En Zaqueo, Jesús no comienza por pedirle que devuelva el dinero. Le dice: «Déjame entrar en tu casa». Tratando a Cristo es como Zaqueo va a encontrar la voluntad y el valor de devolver todo lo que había robado, e incluso cuatro veces más (Cfr. Lc 19, 1-10). Así se comprende la insistencia del papa Francisco sobre la necesidad de hacer redescubrir al mundo la ternura de Dios. El papa no renuncia a proponer las exigencias morales que derivan de la fe cristiana. Pero solo un corazón que se ha dejado antes visitar por este Dios lleno de ternura puede aceptar la exigencia que salva. Cuando Zaqueo ha comprendido hasta qué punto él, el pecador, es amado, ha sido capaz de renunciar a su pecado para vivir plenamente este amor. Cuando la Samaritana se siente escuchada y amada, ha podido aceptar la verdad sobre su estado de vida. La fe cristiana es ante todo la historia de un encuentro y de una amistad.

      Plantear así nuestra vida de fe como una amistad puede transformar nuestro modo de vivirla y practicarla. Se puede así comprender por ejemplo que no se tengan siempre ganas de rezar. He tenido yo también esa experiencia, como cualquiera de nosotros, imagino. Hay periodos de aridez espiritual, de cansancio y de desánimo. Hay momentos, como durante las vacaciones, durante los que puede ser más difícil quedarse solo y en silencio. El deseo de orar es fluctuante. Mi oración no puede estar fundada únicamente en este deseo, de lo contrario no será fiel. Si dedico un tiempo a la oración, es por amistad con el que me espera. Dos amigos necesitan pasar tiempo juntos, incluso sin charlar mucho. Entre dos verdaderos amigos, el silencio no es ya un vacío que haya que llenar obligatoriamente. El silencio ya no da miedo. No tengo siempre ganas de rezar, pero sé que él siempre tiene ganas de encontrarse conmigo: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15, 4). El deseo es fluctuante, pero la amistad es fiel. Entonces le doy tiempo. Eso no quiere decir que yo vaya a sentir nada. A veces es incluso lo contrario. Aun para un sacerdote, la oración o el rezo del breviario son a menudo muy áridos. Pero no lo hago para mí, para hacerme un bien o para encontrar consuelos. Trato ante todo de hacerlo por él, por amistad. La amistad es muy liberadora: deja uno de preguntarse si algo nos aporta algo. Se entrega uno y eso nos basta. Se hace feliz al otro y eso nos llena.

      Por supuesto, se puede también recibir. Pero nada se nos debe. Todo es don. Se puede estar profunda y sensiblemente tocado por una vigilia de adoración, o por una misa o un tiempo de oración. ¡Tanto mejor! El Señor desea así animarnos en nuestra perseverancia. En su bondad, permite de tiempo en tiempo estos consuelos sensibles para sostenernos y fortalecernos en nuestros grandes deseos. Pero eso no es el fin ni el criterio de evaluación de nuestra oración. Si voy a encontrarme con él, es por él mismo y no por lo que él pueda darme. ¿No está acaso ahí la verdadera amistad? Amar al otro por él mismo. Encontrar la alegría en la alegría del amigo. ¿No está también ahí nuestro más profundo deseo o necesidad: sentir que somos amados por nosotros mismos? Jesús nos ama así, tal como somos y por lo que somos. Ya sea que le demos verdaderas alegrías o le causemos profundas penas —y le damos de las dos, sin duda—, él nos ama y nos amará siempre, por nosotros mismos. Encontraremos nuestra alegría en amarle así en respuesta. En amarle por él mismo y no solamente por lo que nos da. La belleza y el valor de nuestra oración no está en lo que se siente, sino en su fidelidad y en la amistad que supone. No tratemos demasiado de evaluar nuestra oración: es un modo de seguir centrado en uno mismo. Miremos a Cristo contento del tiempo que le dedicamos. Eso basta. Él sabrá hacer fecundo ese tiempo.

      Del mismo modo, no se va a misa únicamente por deseo. Tanto mejor si se tienen ganas. Es por otra parte buena cosa hacer lo posible por cultivar ese deseo, por ejemplo, formándose. Cuanto mejor comprendamos lo que se vive en la misa, mejor podremos participar en ella y obtener todos sus frutos. Pero más allá del deseo, está como primera motivación nuestra decisión de ser amigos de Cristo y responder por tanto a sus invitaciones. En cada misa, él renueva su sacrificio del viernes santo. ¿Cómo podríamos dejarle solo en ese momento? En cada misa, él nos espera: «Dichosos los invitados a la fiesta de bodas del Cordero». Es por nosotros, por cada uno de nosotros por lo que va a repetir estas palabras: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Qué amigo tendría algo mejor que hacer que estar presente en ese momento?

      Al atardecer de nuestra vida, tendremos