Javier Aranguren Echevarría

Sociales o salvajes


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o ruidosos dibujos animados con ese título cuando eran niños.

      Swift, sin duda, tenía presentes estas inquietudes. Su héroe, Gulliver, encadena diversos periplos que acaban con encuentros sorprendentes. Primero visita Liliput, el país de los hombres diminutos que lo toman por gigante. ¡Todo depende del marco de referencia, del punto de vista! Seguidamente le llega el turno a Brobdingnag, el país de los gigantes. En él descubre que hasta las mujeres más bellas tienen la piel llena de marcas que parecen cicatrices, de pelos como barras de acero que en las personas de tamaños ordinarios pasamos por alto. Luego se suceden las visitas a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y Japan, ciudades flotantes o islas, habitadas por científicos y otros personajes excepcionales. En estas breves etapas, Swift aporta una acerada crítica al mundo de la academia, a las torres de marfil de los filósofos y los científicos. El viajero denuncia la presunción de quienes pasan por sabios y no son más que personajes dedicados a lo absurdo, ciegos a las necesidades humanas.

      Los peregrinajes de Gulliver acaban con la visita a los houyhnhnms, sabios caballos que usan la razón de forma tan pura que les hace indiferentes a todo sufrimiento y relación interpersonal. En ese país se cruza también con los yahoos, despreciables seres humanos atrapados entre la pasión, la suciedad y la miseria. Razón y pasión, dos mundos antagónicos e incomunicados. Swift parece concluir que el hombre vive en constante tensión entre el mundo del ángel y el de la bestia. Somos seres atrapados en nuestras contradicciones. Seres que, probablemente, no tienen solución. Con los houyhnhnms y los yahoos culmina el descenso de Gulliver, de Swift, hacia el pesimismo antropológico.

      Querría entretener al amable lector en la consideración de un episodio del primer viaje. Gulliver ha sido hecho prisionero de los liliputientes. Movido por la curiosidad de conocer sus costumbres, decide servirles en vez de aplastarles. Desde sus ojos de gigante, las disputas de los pequeños no pueden dejar de parecerle ridículas. Hace como los sabios: adquiere perspectiva, se aleja de la inmediatez y gana la objetividad precisa para señalar el sinsentido de cosas que resultan importantes a la civilización que estudia. Un caso clarísimo es el enfrentamiento entre Liliput y el vecino reino de Blefuscu. Swift lo narra como sigue:

      Los dos grandes imperios de Liliput y de Blefuscu, son dos grandes potencias que llevan empeñadas en obstinada guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó por el motivo siguiente: es cosa admitida por todos que la manera original de cascar un huevo para comérsele fue por el lado más ancho; pero el abuelo de su actual majestad cuando era niño, al ir a tomarse un huevo, y romperlo según la antigua práctica, se cortó en un dedo. Tras lo cual el emperador su padre, hizo público un edicto ordenando a todos sus súbditos, so pena de graves castigos, que los huevos se rompiesen por el extremo más estrecho. La gente tomó tan a mal esta ley, que cuentan nuestros historiadores que hubo seis sublevaciones por tal motivo; en una de las cuales un emperador perdió la vida, y otro la corona. Estas agitaciones civiles fueron fomentadas de manera continuada por los monarcas de Blefuscu; y cuando eran reprimidas, los que se exiliaban iban a buscar refugio en ese imperio. Se calcula que once mil personas han preferido la muerte, en diversos momentos, antes que someterse a romper un huevo por el extremo estrecho (Viajes, I, 4).

      La causa de la disputa resulta ridícula: ¿el lugar por donde romper un huevo es asunto relevante? Tal vez para los británicos sí, pues les gusta desayunarlos y tienen sus manías… Seguro que no para una inmensa mayoría de los seres humanos. Es cierto que la riña comienza por un accidente. Y que este le ocurre al hijo de un emperador. Se supone que el herido, como príncipe que es, ocupa su lugar ‘por elección divina’. En consecuencia, todo cuanto le acaece debería responder a un designio eterno cuyo significado ha de ser trascendente para sus súbditos. ¿O no? ¿No se habrá exagerado el papel de los emperadores? ¿No se estarán aprovechando de la credulidad de los sencillos? ¿No será la misma monarquía, con su pompa y circunstancia, un recuerdo del pasado y una etapa a superar? Podría entenderse así el sentido satírico del texto, alineado con el hambre de cambio que sesenta años más tarde hizo estallar las revoluciones de las Colonias y de Francia.

      Aunque quizá la intención en la mente de Swift sea otra. A fin de cuentas, ¿qué habían sido las guerras de religión que asolaron Europa sino otro ejemplo de discusiones bizantinas? Las disputas entre católicos y protestantes, o entre las diversas ramas de la Reforma, ¿no resultaban análogas al debate sobre dónde sería conveniente cascar un huevo? Que esa es la intención principal del autor se indica en el texto siguiente de la novela. Dice:

      Se han publicado cientos de tratados sobre esta controversia; pero los libros de los extremo-anchistas hace tiempo que están prohibidos, y el partido ha sido inhabilitado por ley para ocupar ningún puesto. En el transcurso de estas agitaciones, los emperadores de Blefuscu protestaron con frecuencia a través de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma religioso, violando una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, recogida en el capítulo cincuenta y cuatro del Brundecral (que es su Corán). Esto, sin embargo, se ha considerado un mero forzamiento del texto: porque lo que dice es: que los verdaderos creyentes deben romper los huevos por el extremo conveniente. Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, es algo que debe determinar la conciencia de cada uno, o al menos el criterio del magistrado supremo (Idem).

      Swift ejemplifica un cansancio sincero que arrastra Europa. Llevan ya muchos años mezclando las discusiones dinásticas con las religiosas. Y ambas bloqueaban