Anji Carmelo

Camino de héroes


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las ruinas, contra el estar vivo, contra el destino, contra Dios, contra incluso esa persona tan querida que ya no está… todo.

      Y esa rabia es lo único que podemos hacer con ganas, es lo único que nos hace sentir vivos.

      Tenemos nuestra cruzada particular, nuestro campo de batalla. Lo hemos perdido todo, a ver si ganamos este último combate.

      No es una guerra clara porque nuestro único enemigo somos nosotros. Pero, cuando podemos expresar el retorcimiento que agarra todo nuestro ser, a través de la rabia liberadora y podemos hacerlo sin culpabilidades, poco a poco, van quedando espacios en nuestro interior que ya no arden tanto, resquicios apaciguados porque han podido dar ese grito de reclamación, que lentamente se transforma en lágrima purificadora… en descanso merecido.

      El guerrero que somos, ha podido defenderse del horror de la aniquilación y ha reconquistado terrenos nuevos con árboles frondosos que invitan al descanso y que permiten vivir lejos de las ruinas, para empezar a construir del nada el cauce de un nuevo río.

      Culpabilidad

      ...¿Qué haces entonces?

      ¿Intentas reconstruir

      el aire?

      ¿Lamentas

      no haber plantado

      una semilla?

      Perder a esa persona que significaba tanto y que sigue significando tanto, es la pena mayor que nos puede dar la vida. Y de hecho la mayoría lo vivimos así y al sentir esa pena como una condena perpetua, nos preguntamos: ¿Por qué me han castigado? ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿Por qué a los demás no les pasa algo igual? Y así seguimos cuestionando, comparando intentando encontrar la justicia de la situación.

      Entonces, empezamos a buscar nuestros fallos, errores. No sería justo que la vida nos castigara sin razón y todo lo que hemos podido hacer mal y que haya podido ser la causa de este encarcelamiento, empieza a surgir de nuestro pasado.

      Todo aquello que no pudimos hacer de la forma más perfecta posible empezará a destacarse por encima de todo lo bueno. No hice... no dije... hice... dije... todo pasará por un examen minucioso y cada vez nos encontraremos culpables.

      No lo somos, pero, quizá así en algún lugar hallemos la respuesta a ese razonamiento implacablemente duro, que exige culpa ante un castigo fuera de toda lógica terrenal.

      No era nuestra culpa. No hicimos ni dejamos de hacer nada que mereciera un castigo. De hecho, podemos intuir que no es un castigo. Muy dentro nuestro sabemos que la vida es tan completa que incluye nacimientos y muertes y que no dictamos sobre ellos. Muy dentro sabemos que cada persona tiene un tiempo y que eso está por encima de nuestros planes, por encima de nuestros deseos, por encima de los dictados terrenales donde si podemos crear, hacer y deshacer.

      Pero hay una cosa más importante que todo esto y es que normalmente intentamos hacer las cosas de la mejor forma posible. No actuamos haciéndolo lo peor posible. No nos dedicamos a sembrar futuras desgracias en nuestro entorno. En cada momento damos la mejor respuesta que tenemos para cada situación. Si tuviéramos otra mejor la utilizaríamos.

      Muchas veces nos damos cuenta de otras respuestas más adecuadas después, porque actuar hace que tomemos conciencia de lo mejorable y nos facilita nuevos recursos, nuevas capacidades. Entonces vivimos esta nueva capacidad como si estuviera desde siempre y nos culpabilizamos por no haberla utilizado antes. Desde mi presente me echo la culpa por mis actuaciones pasadas como si antes dispusiera de mi nivel de conciencia actual. Desde la llegada veo otros caminos y me hostigo por no haberlos tomado cuando no los veía y cuando no estaban a mi disposición.

      Desde esta perspectiva, la culpabilidad no tendría razón de ser. Es importante que nos demos cuenta de esto ya que la culpabilidad dificulta aún más el proceso de transformación del dolor por el cual tenemos que pasar si queremos sanar y volver a renacer. Entonces vamos a tener que entrar en la dinámica del perdón. Perdonarnos una y otra vez por todos los fallos que nos atribuimos desde la exigencia de la pérdida de nuestro ser querido.

      Sensibilidad

      ...Y ya cuando

      tu lamento se

      vuelve lágrima

      inunda tu incapacidad

      con tanta fuerza

      que desaparece todo

      y de ese vacío

      nace tu propio

      interrogante.

      ¿Cuándo llega el alivio? ¿Dónde encontrarlo? ¿Qué hacer para mantenerlo?

      En espacios que empiezan con pequeñas rendijas de esperanza, encontramos burbujas de aliento que empiezan a recuperarnos de esa sensación de estar aplastados bajo una tonelada de pesar. La carga del sufrimiento, que llevamos dentro pide ser liberada de lo que parecía iba a ser, siempre.

      Son pequeños momentos suaves y amables que nos permiten recobrarnos una vez más. Empiezan a surgir en aquel espacio donde dejamos que nuestro dolor viviera y se expresara, lentamente transformándose y transformándonos.

      Allí en medio de la expresión de nuestro sentir, empiezan a aparecer frágiles brotes de vida nueva.

      Son tan delicados que sólo una excesiva sensibilidad permite que no los aplastemos, la misma sensibilidad que nació cuando comprobamos nuestra capacidad de sufrimiento, cuando descubrimos los interminables espacios en nuestro interior que sentían la pérdida de una forma total y profunda. Sensibilidad que ha sido la causa de interminables días y noches de llanto.

      Ese demasiado sentir nos está enseñando a vivir en la fragilidad de una nueva esperanza, que no nos deja perdernos de vista, que nos fortalece desde muy dentro con su capacidad para percibir hasta el más mínimo cambio en la brisa refrescadora que empieza a envolvernos y nos invita a apreciar lo que empezamos a intuir.

      Muy dentro de nosotros ya aparecen pequeños hilos brillantes de una nueva vida, una nueva forma de ver, de escuchar la canción de nuestro propio potencial. Nos piden que dejemos la rabia, la culpabilidad, nos piden una nueva forma de descansar, una nueva forma de arrimarnos a nuestros seres queridos para compartir una vez más, no sólo las penas sino las alegrías que aunque muy débiles, ya empiezan, a permitir que nuestro corazón vuelva a sonreír.

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