Stanislaw Lem

El invencible


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describan un círculo. A unos setenta kilómetros.

      —Pero eso significa que aún estarían dentro de la ionosfera —protestó Rohan—. Antes de dar cien vueltas ya se habrán calcinado.

      —Que se calcinen. Pero tendrán tiempo de tomar las fotografías que puedan. Yo incluso le aconsejaría arriesgar hasta los sesenta kilómetros. Es posible que ardan ya en la décima vuelta, pero solo las fotos hechas desde esa altura pueden aportar algo. ¿Sabe usted qué aspecto tiene un cohete visto a cien kilómetros de distancia, incluso con el mejor teleobjetivo? La cabeza de un alfiler es a su lado un verdadero macizo montañoso. Haga el favor de… ¡Rohan!

      Al oír el grito, el navegador, que ya estaba en la puerta, volvió la cabeza. El comandante tiró sobre la mesa el informe con los resultados de los análisis del robot.

      —¿Qué es esto? ¿Qué tontería es esta? ¿Quién lo ha escrito?

      —Un autómata. ¿Qué ha pasado? —preguntó Rohan intentando mantener la calma porque la ira empezaba a apoderarse también de él. «¡Ahora me vendrá con sus tonterías!», pensó acercándose con lentitud premeditada.

      —Lea usted. Aquí. Sí, aquí.

      —Metano, 4 % —leyó Rohan. Y él también se quedó estupefacto.

      —¿Qué? ¿Cuatro por ciento de metano? ¿Y 16 % de oxígeno? ¿Sabe usted qué es eso? ¡Una mezcla explosiva! ¿Me puede explicar por qué no saltamos todos por los aires cuando aterrizábamos con nuestros boranos?

      —Es verdad… No lo entiendo —balbuceó Rohan. Se acercó al panel de control exterior con rapidez, dejó que los extractores succionaran un poco de la atmósfera externa y mientras el astronavegador iba de un lado para otro del puente de mando, en medio de un siniestro silencio, observó cómo los analizadores trajinaban afanosos con los recipientes de vidrio.

      —¿Y?

      —Lo mismo. 4% de metano…, 16 % de oxígeno —dijo Rohan. Aunque no entendía en absoluto cómo era posible, sintió cierta satisfacción: al menos Horpach no podría reprocharle nada.

      —¡Traiga, enséñemelo! Mmm, metano, cuatro, mal rayo me…, vale. Rohan, coloque las sondas en la órbita y vaya al laboratorio pequeño. ¡¿Para qué demonios tenemos si no a los científicos?! Que sean ellos los que se devanen los sesos.

      Rohan bajó, agarró a dos técnicos de cohetes y les repitió la orden del astronavegador. Después, regresó al nivel dos, donde estaban los laboratorios y los camarotes de los especialistas. Fue pasando junto a estrechas puertas empotradas en el metal, todas con placas en las que figuraban siempre dos letras: «I. J.», «F. J.», «T. J.», «B. J.»… La puerta del laboratorio pequeño estaba abierta de par en par; entre las monótonas voces de los científicos sobresalía a veces la voz de bajo del astronavegador. Rohan se detuvo en el umbral. Estaban todos los «jefes»: el ingeniero jefe, el biólogo jefe, el físico, el médico y todos los tecnólogos de la sala de máquinas. El astronavegador estaba sentado, en silencio, en el último sillón, por debajo del programador electrónico de la máquina digital manual. Moderon, de piel aceitunada, con sus pequeñas manos entrelazadas, como las de una niña, decía:

      —No soy experto en la química de gases. En todo caso, es probable que no sea metano común. La energía de los enlaces es distinta; la diferencia aparece apenas en el centésimo lugar después de la coma, pero existe. Reacciona con el oxígeno solo en presencia de catalizadores, y aún así no mucho.

      —¿De qué origen es ese metano? —preguntó Horpach, jugando con los pulgares.

      —Bueno, el carbono que lo conforma es de origen orgánico, eso sí. No es mucha información, pero de eso no cabe duda…

      —¿Y hay isótopos? ¿De qué edad? ¿Cuánto tiempo tiene ese metano?

      —Entre dos y quince millones de años.

      —¡Menudo intervalo!

      —Hemos tenido media hora de tiempo. No puedo decir nada más.

      —¡Doctor Quastler! ¿De dónde sale ese metano?

      —No lo sé.

      Horpach miró uno a uno a sus especialistas. Parecía que estaba a punto de explotar, pero de repente sonrió.

      —Señores. Son ustedes gente con experiencia. Llevamos tiempo volando juntos. Les pido su opinión. ¿Qué debemos hacer ahora? ¿Por dónde empezar?

      Como nadie parecía tener prisa por tomar la palabra, el biólogo Joppe, uno de los pocos que no temían la irascibilidad de Horpach, se dirigió al comandante mirándolo tranquilamente a los ojos:

      —Este no se trata de un planeta ordinario de la clase sub-Delta 92. Si lo fuera, El Cóndor no habría desaparecido. A bordo viajaban profesionales, ni peores ni mejores que nosotros, así que lo único que sabemos con seguridad es que sus conocimientos resultaron insuficientes para evitar la catástrofe. Por eso deberíamos mantener el tercer grado del procedimiento y examinar la tierra firme y el océano. Creo que hay que iniciar perforaciones geológicas y, de manera simultánea, ocuparse de las aguas. Todo lo demás sería una hipótesis y en nuestra situación no podemos permitirnos ese lujo.

      —De acuerdo —Horpach apretó las mandíbulas—. Las prospecciones dentro del perímetro del campo de fuerza no son un problema. Se encargará el doctor Novik.

      El geólogo jefe asintió con la cabeza.

      —En cuanto al océano… ¿A qué distancia está la línea de la costa, Rohan?

      —A unos doscientos kilómetros… —dijo el navegador, nada sorprendido de que el comandante fuese consciente de su presencia, a pesar de no estar viéndolo: Rohan estaba unos pasos detrás de él, junto a la puerta.

      —Un poco lejos. Pero ya no vamos a mover El Invencible. Le acompañarán tantos hombres como considere oportuno. También Fitzpatrik y algún oceanógrafo más, y seis energobots de reserva. Irá hasta la costa. Podrán trabajar solo bajo la protección del campo de fuerza; nada de excursiones marítimas, ni inmersiones. Y no abuse de los autómatas, no tenemos demasiados. ¿Está claro? Bien, ya puede empezar. Ah, y una cosa más. ¿Es posible respirar en la atmósfera local?

      Los médicos cuchichearon entre sí.

      —En principio, sí —dijo finalmente Stormont, pero no parecía muy convencido.

      —¿Qué significa «en principio»? ¿Se puede respirar o no?

      —Esa cantidad de metano no es inocua. Al cabo de un tiempo la sangre se saturará y podrían producirse leves alteraciones cerebrales. Aturdimiento…, pero no antes de una hora, quizá más.

      —¿Y no sería suficiente un filtro de metano?

      —No. O sea, no compensa producir filtros de metano porque habría que cambiarlos con mucha frecuencia, además, el porcentaje de oxígeno es bastante bajo. Personalmente, optaría por los aparatos de oxígeno.

      —Hmmm. ¿Ustedes piensan lo mismo? —Witte y Eldjarn asintieron. Horpach se levantó—. Empecemos, pues. ¡Rohan! ¿Qué pasa con las sondas?

      —Ahora mismo las lanzamos. ¿Puedo controlar las órbitas antes de irme?

      —Puede.

      Rohan salió dejando atrás el bullicio del laboratorio. Cuando entró en el puente de mando, el sol se estaba poniendo. Una parte púrpura oscuro, casi violeta, del disco solar delineaba en el horizonte con una nitidez asombrosa el contorno dentado del cráter. El cielo, que en esa zona de la Galaxia estaba repleto de estrellas, parecía dilatado. Inmensas constelaciones brillaban cada vez más abajo, absorbiendo el desierto que se desvanecía en las tinieblas. Rohan se comunicó con el lanzasatélites de proa. Acababan de ordenar el lanzamiento del primer par de fotosatélites. Una hora más tarde tenía que salir la segunda tanda. Al día siguiente, las fotografías diurnas y nocturnas de ambos hemisferios del planeta deberían proporcionar una imagen de toda la franja ecuatorial.

      —Un