José Ignacio González Faus

Instantes


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Elegía al hermano teléfono

       Meditación del silencio del justo

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       Colección dirigida por Luis López González

      José Ignacio González Faus, jesuita, (Valencia 1933). Ha sido profesor de Teología en Barcelona y en América Latina (México y El Salvador sobre todo). Fue también fundador y responsable académico del Centro de estudios “Cristianismo y Justicia” de Barcelona. El título de sus dos obras más clásicas: La humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (10ª ed.) y Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (3ª ed. agotada), ya indica sus dos campos de reflexión preferidos: Jesucristo y el ser humano. En cristología ha publicado además: El rostro humano de Dios: de la revolución de Jesús a la divinidad de Jesús (3ª ed.) y Otro mundo es posible... desde Jesús. Desde esos campos se siente llamado a trabajar por la reforma de la Iglesia y a dialogar con nuestra realidad actual, sobre todo con sus dimensiones política y económica (vg. en sus dos últimos títulos: Después de Dios... y ¿Apocalipsis hoy?).

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      © José Ignacio González Faus 2020

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      ISBN: 9788428561150

      Depósito legal: M. 1.752-2020

      Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

      Printed in Spain. Impreso en España

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       A Pere Casaldáliga.

       Tú, que llamaste a Gustavo Gutiérrez el Tomás de

       América Latina, permite que te llame el Juan de la Cruz

      de la teología de la liberación. Gracias.

      PRÓLOGO

      Nunca digas de esta agua no beberé. Si hace solo dos meses me hubieran dicho que acabaría publicando mis poesías, me habría reído de tan mal profeta.

      Pero he aquí que un buen día de marzo de 2019, María Ángeles López Romero, vieja conocida de los tiempos de la revista 21RS, me manda un correo pidiéndome un libro. Le respondo que ya he escrito demasiado, que a mis años ya no escribo, que estoy en la sala de embarque del más allá y que, además de pedir perdón por no haber amado más, tendría que pedirlo por no haber escrito menos. Que solo hago poesías (casualmente, acababa de escribir una dos días antes).

      Creí que me había librado. Pero a veces sucede que un defensa cree hacer un buen despeje, y resulta que rebota en un delantero contrario y acaba convirtiéndose en gol. Algo de eso creo que pasó cuando María Ángeles me dice: «Bueno, pues quizá podríamos mirar eso de los poemas...».

      ¿Me tocó la vanidad? ¿Me dejó sin respuesta? ¿Me quitó el miedo, pensando que si una editorial se arriesga a invertir mal, también puedo arriesgarme yo a hacer el ridículo? Chi lo sa. El caso es que así se gestó este libro vergonzante.

      De hecho, cinco o seis de los poemas que siguen habían aparecido como apéndices hace más de veinte años en el pequeño libro de una colección titulada «Las 7 palabras de». No creo que aquello fuera como una primera salida de Don Quijote, porque no le di demasiada importancia: allí los versos no eran más que una pequeña mancha de aceite en el agua de la prosa...

      ¡Ojalá sea otra cosa la que me ha movido a aceptar ahora! Suelo definir la poesía como un instante privilegiado de conciencia. De una conciencia profunda: que te acerca a la dimensión más honda de la realidad y te permite adivinar que es una dimensión asombrosa, mistérica, casi religiosa. Creo que esa mirada profunda y serena, cuando se nos da, antes de ver en las cosas utilidades u objetos de consumo, solo ve misterios. Y es una pena que luego degrademos los misterios en propiedades y degrademos la mirada asombrada en mirada aprovechada.

      Esto tiene que ver con mi cambio en el modo de valorar la poesía. De joven admiras a grandes versificadores, como pueden ser Borges o Rubén Darío. Luego percibes que el mayor valor de un poema no está en que admires su belleza, sino la belleza de aquello a lo que el poema remite.

      A lo mejor, pues, quizá valga la pena el mero intento de comunicar algo de esas «chispas de conciencia», aun cuando sepas que todo lo que digas quedará muy lejos de lo que querías transmitir. Eso ya lo habían dicho los místicos infinidad de veces, lo poetizó muy bien J. Bautista Bertrán en los versos que ahora citaré, y me sucede a mí mismo en relación con el mensaje de alguno de mis versos juveniles. Como escribía el P. Bertrán:

      Inútilmente, como tantas veces,

      como siempre, dirás lo inaprensible.

      Se quiebra la palabra antes de hacerse

      capullo solamente, sin que alcance

      el abrirse total de la corola;

      y se queda en perfume doloroso

      sin llegar al sedante de la entrega.

      No obstante, quizá valga la pena correr el riesgo mismo de la poesía: aunque, por un lado, puede generar una especie de autismo que te invita a cerrar los ojos ante la realidad (como pasa también con muchas místicas), sin embargo, por el otro, verifica a pleno pulmón aquello que cantaba Gabriel Celaya: «Poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto».

      En cualquier caso, aquí estamos. Y lo que acabo de decir sobre la conciencia, permite ver que creo en la inspiración; quizá la haya tenido alguna vez. Pero también acepto la famosa definición de Baudelaire: «La inspiración es trabajar cada día». Porque las musas no lo dan todo.

      Me parece que la inspiración es algo así como un espermatozoide que fecunda un óvulo: ya ha brotado algo nuevo, pero luego hay que gestarlo cada día. Muchas veces me encontré de golpe con cuatro o cinco versos ya hechos, pero luego había que acabar el poema y, alguna vez, se quedó a medio hacer.

      Tengo un recuerdo muy concreto de esos poemas que se abortaron: recién llegado a Barcelona (hacia 1956) visitamos la obra social del P. Artigues, un hospital y una escuela en una zona entonces medio de barracas. Iba yo con mucha ilusión pero, al contemplar toda la miseria del entorno, me sentí decepcionado y luego me saltaron de golpe a los labios estos tres versos: «Ayer, Señor, he visto las obras de los hombres / nuestras pequeñas obras. / Hacemos pocas cosas, ponemos grandes nombres...». Y nunca más creció esa plegaria iniciada,