es el símbolo de un paraíso terrenal hecho por Dios como recinto de amor seguro que nos espera al final de nuestra vida.
Las metáforas y los simbolismos que nos proporciona el agua para la vida espiritual es de lo que va a tratar este pequeño libro, ofreciendo sugerencias para que cada lector rellene con su vida los espacios que considere oportunos.
EL AGUA EN EL ORIGEN
Que bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche.
SAN JUAN DE LA CRUZ
Y ahora que me he puesto a escribir tengo mis dudas. ¿Sabré unir en este libro lo que me sugieren el río, el mar, la fuente, el lago, el pozo, la lluvia, el rocío, las lágrimas...? ¿Estaré en condiciones de combinar colores, patrones y circunstancias? ¿De hacer un libro sugerente para todo tipo de personas? ¿Seré capaz de expresar las aguas que se desbordaron en mi vida, mis momentos de euforia espiritual que, como un torrente, me empujaron aguas abajo en pos de situaciones arriesgadas? ¿Describir las noches negras de mi vida? La respuesta a estas preguntas es clara: lo voy a intentar.
¿Abundancia, sequía, escasez, limpieza...? ¿Cómo combinas estas descripciones con tu espiritualidad?
El verso de san Juan de la Cruz que he puesto al principio de este capítulo habla de una fuente que no para de manar, aunque en algunos momentos no seamos capaces de escucharla ni de verla. Ningún cristiano ha puesto nunca en duda que el creador de esa fuente era Dios. En mis noches, que las he tenido como todo el mundo, dejé de escuchar su ruido. Al ser este tenue, mis oídos atentos a otros sonidos, no estaban en situación de escuchar.
En algunos de esos momentos, un torrente de emociones se llevó por delante todas mis creencias, e incluso culpé a Dios de haber creado un mundo injusto y duro. Después de este periodo de enfrentamiento con lo divino –que se conoce como noche oscura–, mi alma –tras la ira y la excitación– entró en reposo como una tormenta enfurecida que deja paso a la calma de la indiferencia. No me importaba nada, no sentía ningún apego o rabia por Dios, todo me resultaba igual, pues me había convertido en una escéptica a quien el líquido resbala por su piel sin dejar ninguna impronta. En esas condiciones, no era capaz de escuchar el sonido de ninguna fuente que tuviera su origen en Dios.
El agua está siempre al principio de toda vida. El ser humano sabe que no hay criatura viviente que pueda seguir viviendo sin ella, tanto en el aspecto físico como espiritual, tan es así que en todos los mitos de la creación se menciona. En la Biblia se nos dice que, cuando Dios hizo al hombre, mezcló tierra con agua para conseguir un barro que le permitiera moldear un muñeco al que insuflar el Espíritu. Son de interés los dos relatos del Génesis, pues aportan diferentes ángulos de visión sobre el agua.
El primer redactor (Gén 1,1-2) nos describe un cuadro sombrío del origen del mundo, con imágenes que reflejan un caos acuático, oscuro y tenebroso, en el que no hay gobierno y donde amenaza el abismo. El lugar donde se alojaban en el antiguo Israel las fuerzas del mal que se ocultaban bajo el agua:
La tierra era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo.
La única esperanza que transmite el relato es el sonido de un rumor de alas –como el rumor de la fuente de la que habla san Juan–, el viento de Dios que, como un gran pájaro, incuba un mundo presto a eclosionar. Esta brisa infundía, si se escuchaba con atención, un sinfín de esperanzas. Me recuerda al tenue viento que escuchó Elías, el susurro de una brisa suave al pasar Dios por su lado (1Re 19,12).
El segundo relato (Gén 2,4-6) narra la experiencia de un hombre del desierto que conoce la realidad de su tierra, un suelo yermo en el que no crece ninguna semilla. Achaca la responsabilidad al mismo Dios, como dueño de la mies y de la vida, pues:
No había hecho llover sobre la tierra.
Si analizamos los dos relatos, veremos que en el primero, el agua produce miedo por exceso, mientras que en el segundo la congoja viene de una tierra seca y yerma.
San Juan escribe desde la cárcel, donde estaba preso condenado por sus hermanos de orden, y emplea para hablar de su situación los mismos símbolos de los dos relatos de la creación. Por un lado, la noche oscura de la celda y del alma, la lejanía de Dios y de los hombres pero, por otro, escucha el rumor de una fuente que no puede ver, pero de cuya existencia no duda. Esta presencia presente –aunque invisible– le produce paz y compañía.
En muchas vidas se han sucedido los problemas generados por un caos acuático, por un río desbordado de emociones que arrasa con todo. Pero también los de aridez, que son peores, porque las almas añoran una presencia que no aparece, que no se anuncia ni se espera. Y la moraleja de estos dos relatos es que el agua, tanto la física como la espiritual, es un elemento siempre amenazante y amenazado.
En el comienzo del pueblo israelita aparece el relato del mar Rojo, cuyas aguas separó Moisés para impedir el paso de los egipcios, que les perseguían. Y toda vida humana se gesta dentro de un líquido donde el feto flota. Recuerdo, en el final de mis embarazos, que la rotura de aguas era el signo del niño que anunciaba su pronta llegada.
La vida de los cristianos también cuenta con agua en sus inicios. Yo no recuerdo mi bautismo pues, como la mayoría de mis lectores, se celebró cuando era niña. No tengo fotos ni conocí a mis padrinos, que debieron morir jóvenes. Ellos hicieron promesas en mi nombre que luego tenía que ratificar, si quería unirme a la Iglesia, a un grupo humano constituido por los seguidores de Cristo. La liturgia bautismal menciona los momentos estelares de la vida del Antiguo y del Nuevo Testamento, donde el agua, a pesar de sus peligros, es portadora de esperanza. Pero también menciona a las fuerzas del mal y nos pide una renuncia expresa. No me gusta pensar que el bautismo lava los pecados de un bebé, pues pienso que no ha tenido tiempo de hacer nada malo y tampoco es responsable de los pecados de sus padres. Prefiero pensar que es un rito de paso que nos introduce en la Iglesia, en la comunidad que forman los seguidores de Cristo.
¿Cuándo confirmé el compromiso que habían prometido los padrinos en mi nombre? Las personas de mi edad vivíamos en un entorno católico donde no se cuestionaba ninguna norma y todo nos parecía bien. Al menos yo no discutía mi suerte. Tan es así que tampoco recuerdo el momento de mi confirmación, pues solo queda en mi memoria la imagen de una ceremonia masiva, con mucho calor, y un cachete que recibí del obispo.
A lo largo de mi vida he ido renovando mis promesas y variando el compromiso pues, con el paso de los años, he dado más importancia a unos aspectos que a otros. Lo que tengo claro es que nunca me gustaron las renuncias a Satanás –un símbolo personificado del mal en el que no creo– y tampoco soy partidaria de colocar el énfasis sobre el pecado ni sobre los enunciados del Credo. Y me preguntarán entonces: «¿En qué consisten mis promesas?». Me apoyo en un compromiso menos intelectual y más de seguimiento a la persona de Jesucristo, que incluye el amor al prójimo, cuyas prácticas se enumeran en el juicio final que describe Mt 25: «Porque tuve hambre y me diste de comer», y también tengo presente el texto de Jesucristo con Nicodemo:
«¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo, puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Le respondió Jesús: «De cierto te digo que el que no naciere de agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios... No te maravilles de lo que dije: Os es necesario nacer de nuevo» (Jn 3,4-7).
Todas las mañanas podemos preocuparnos por nacer de nuevo, dejar atrás los malos momentos del pasado y, apoyándonos en los buenos, ir avanzando en el seguimiento de Jesucristo. Los cristianos tenemos fama de ser personas tristes, y acaso damos una sensación de serlo porque pensamos mucho en nuestras faltas, en nuestros pecados, nos damos golpes de pecho, nos cubrimos de saco y de cenizas como hicieran los antiguos judíos para demostrar arrepentimiento. Además, nuestras liturgias se encargan bien de recordarnos nuestra faceta pecadora para conseguir el arrepentimiento. Pero también hay que bailarle a la vida con toda la creación, gozar de nuestra existencia en la Tierra, hacer que entren en la fiesta los tristes, los enfermos, los ancianos... y todos los que lo están pasando mal, pues con esta