Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

El santo olvidado


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edificios comunes que nacieron a la vez como defensa y devoción a los futuros habitantes. El turno a Caleruega le llegó hacia 1136, fecha en la que llegaron los primeros vecinos, generalmente de tierras más al norte, para instalarse en la nueva villa como ciudadanos libres, en régimen de behetría. Esta condición les obligaba a diferentes tributos y prestaciones personales, como labrar las tierras del señor feudal, recoger su vendimia, facilitarle carros de leña y proporcionarle el yantar, que se materializaba fundamentalmente en miel y algunas gallinas. A cambio, los que vivían intramuros, cuyas llaves guardaba el señor, se podían acoger al derecho de vecindad y disfrutar de su defensa y privilegios.

      Cada familia –no habría más de 25 en el pueblo– fue dotada con un espacio generoso de tierras para labrar, una superficie que engañaba porque, con unos arados incapaces de profundizar los surcos, un suelo poco fértil y falta de abonos, resultaba obligado dejar los campos en barbecho más de un año. Las colinas y la peña de San Jorge, que dominaba el pueblo, eran de monte bravío tupido, vestido con sus arbustos originales, con una parte de uso comunal dedicada al pasto de la ganadería, fundamentalmente cabras. En toda la zona, la rama seca o caída era de general aprovechamiento, mientras que para establecer colmenas era necesario permiso y el pago de una tasa al señor feudal.

      El pueblo, visto desde lo alto, parecía un conjunto de polluelos liderado por dos grandes gallinas, que eran sus sobresalientes torres, casi gemelas, la de la Iglesia y la defensiva, esta acondicionada con un edificio adosado que servía para el hogar y las dependencias necesarias al señor. Eran grandes edificaciones de piedra que contrastaban con unas pequeñas casitas de cinco o seis metros de anchura, medida de los troncos que servían de vigas, donde vivían los demás vecinos. Estas viviendas estaban hechas de tapial, tierra y mortero, distribuido en franjas con predominio de tierra, reforzadas en su parte exterior por cal, techadas con ramas y algunas con tejadillos salidos, sujetos por dos vigas que hacían de soportales. Todas contaban con un patio que servía de huerta y establo, donde se guardaban los carros, aperos de labranza, estiércol y leña para alimentar el fuego, más las jaulas con cochinos, conejos y gallinas. En una cueva excavada bajo tierra guardaban el vino en tinas.

      El mobiliario interno de las viviendas era muy pobre: una cama que servía para descanso de toda la familia, cubierta con una yacija de paja y pieles de conejo cosidas que servían de manta; un baúl de madera para guardar las pertenencias más valiosas, y un banco que hacía las veces de mesa y asiento. En las esquinas, algunas herramientas y una rueca, que no solía faltar y daba fe de uno de los trabajos invernales del ama de casa.

      La vivienda del señor feudal, de un señorío poco importante como era el de Caleruega, no era mucho más lujosa que la de sus vecinos. Al principio vivieron en la torre, un edificio alto pero de porte modesto que agrupaba las viviendas a su alrededor buscando protección. No contaba con más luz que la que entraba por un ajimez abierto en el primer piso y dos aspilleras en el segundo. La oscuridad y la humedad, proveniente del manantial que nacía en el patio de entrada, empujaron a la familia a buscar otra vivienda adosada a la muralla.

      En un patio adyacente se levantaron diferentes construcciones: los establos para cabalgaduras y ganado más los graneros en los que se guardaban los tributos recogidos a lo largo del año. En una pequeña habitación candada con buenos cerrojos de hierro se guardaban las monturas y las armas. En la cocina reinaba Teresa, una mujer que había llegado con la esposa del conde desde la cercana Clunia y que adoraba a los niños de la casa, a los que consideraba como suyos. El mobiliario, tallado en madera, era muy rudimentario. Para comer se colocaban unos largos tablones sobre caballetes que luego se apilaban contra la pared para no estorbar el paso –de ahí la expresión «poner la mesa»–; la vajilla era de terracota, como la de los campesinos, y las escudillas de madera, ya que el vidrio casi no se utilizaba.

      La vida se desarrollaba a golpe de campana, una buena manera de medir el tiempo, a la par que reconocer el señorío de Dios sobre la tierra. El toque de maitines despertaba a los dormilones que no se habían espabilado con el canto de los gallos, mientras que el del Ángelus avisaba del descanso en el trabajo para dirigir la mirada hacia Dios y alimentar el cuerpo. Con completas se terminaba la jornada y se iniciaba un sueño reparador tras un trabajo duro para todos los habitantes de la villa. Si el viento era favorable también se oía la campana de Gumiel, pero era un sonido más metálico que no llamaba a engaño.

      Por su pequeño tamaño, Caleruega no tenía mercado. Las noticias llegaban de la mano de los viajeros, juglares y vendedores que accedían por las vías romanas procedentes de Clunia, la calzada de Quinega y la de Bañuelos de la Calzada. Los más asiduos eran los pescadores, con una mercancía muy cotizada, debido a los cuantiosos ayunos prescritos por la religión cristiana y porque el río Gromejón, que cruzaba sus tierras, no era famoso por sus peces.

      En el otoño de 1170, recogida la cosecha y fermentado el mosto, los cofrades de Santa María de Caleruega se reunieron para rezar, solventar problemas, analizar el resultado del año y fijar las metas para el próximo. Como todavía no había concejo municipal, actuaban como interlocutores del señor feudal, pues todas las familias estaban representadas en la cofradía por alguno de sus miembros. Los presentes fueron dando cuenta de las incidencias del año y del resultado de sus explotaciones; se nombraron zagales avispados para pastores de ovejas y cabras, se discutieron algunos problemas de lindes frecuentes en tierras nuevas con límites imprecisos y se decidió cambiar de lugar el depósito de sal, el alfolíe, porque el anterior había resultado húmedo y era un elemento imprescindible para las salazones, que prolongaban la vida de los alimentos.

      No había tardado Ibn Sida, un mozárabe llegado de tierras cordobesas hacía unos años, en convertirse en el líder de la comunidad. Su familia había regentado una próspera alquería en la región de Córdoba, pero cuando el gobierno de la zona pasó de manos andalusíes a manos de almorávides, las restricciones a cristianos y judíos se hicieron insoportables, con lo que decidió emigrar. Como Caleruega contaba con un río y numerosas fuentes de agua, este hombre aportó de las tierras moras nuevas técnicas de cultivo y la construcción de una noria que permitía distribuir el agua por las acequias, lo que le proporcionó una gran dosis de autoridad entre sus vecinos.

      —Hermanos –dijo a los cofrades reunidos–, a pesar de los fríos del invierno, a lo que no llegaré a acostumbrarme nunca, parece que no hemos tenido mal año, con lo que estamos en buena posición para aumentar en diez costales de trigo, cinco quesos y cuatro panales de abeja la dotación que dedicamos a la alberguería. Del vino se ocupa nuestro señor don Félix.

      Todos estuvieron de acuerdo ya que, gracias a esta obra de caridad, los enfermos y ancianos de la villa veían sus necesidades atendidas y el futuro, si venían mal dadas o había llegado la vejez, se mostraba más halagüeño. Antes de terminar la sesión tomó la palabra Álvaro de Zúñiga para decir:

      —Al hablar de don Félix he recordado que estará presente en la velada que organizamos el día de San Martín y pienso sería bueno presentarle en ese momento las mejoras que hemos discutido entre algunos. Los dos días a la semana que se nos conceden para regar nuestras tierras han resultado insuficientes y necesitamos uno adicional. Este año, por la obligación de recoger su uva antes de la nuestra, se nos han estropeado muchos racimos y pienso que podríamos hacer la vendimia a la vez, empezando por las vides más en sazón. Por último, propongo solicitar un carro de leña adicional para la alberguería, pues el año anterior, que hizo mucho frío, nos quedamos cortos.

      De nuevo hubo unanimidad para aceptar las propuestas, con lo que no quedaba más que fijar los detalles para la organización de la fiesta de San Martín, que se celebraría en breve.

      La fiesta empezaba por el sacrificio mañanero de los cerdos, una labor para la que se juntaban algunas familias y así preparar, según los consejos de los más versados, los embutidos y el tocino, que formaba parte principal del alimento anual de los vecinos, que constaba de gachas, tortas y sopas de pan en un caldo grasiento. Una dieta que, los días festivos, se incrementaba con la carne de algún animal, principalmente de los habitantes del corral. Cuando caía la tarde se prendía una gran hoguera, junto a la torre de la parroquia de San Sebastián, que proyectaba al cielo sus 17 metros de altura y resguardaba del aire frío que llegaba del norte, en estas fechas de adentrado otoño. Salvo por enfermedad,