Víctor San Juan

Morirás por Cartagena


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había alojado en el ojo izquierdo; otra expeditiva operación quirúrgica logró salvar el globo ocular, mas, dañadas córnea y conjuntiva, perdió por completo la visión. ¿Era el precio de su excesiva adscripción al riesgo? Si ya duro debió ser quedar lisiado, perder la mitad de la vista resultaba una nueva prueba para su carácter indomable. Tenía que acostumbrarse no sólo a vivir dentro de una maltratada anatomía, sino a sufrir el hiriente respeto, o la falta de él, con la que se trata y moteja a un guerrero estropeado. Ante esta certeza, su carácter se tornaría recio, su respuesta, impulsiva, su tolerancia, escasa y predispuesta a la irascibilidad. La arrogancia del superviviente le haría parecer autorizado a la desconsideración. Sus palabras serían cada vez más ácidas, su lengua más afilada, su tono, día a día, más sonoro, terminante y agresivo. Puede que, con sorpresa, se diera cuenta de que predominaba fácilmente sobre los demás, siempre y cuando mantuviera oculto su inconfesable complejo, es decir, la repulsa que creería provocar en sociedad y especialmente, en el sexo opuesto.

      No debía ser sencillo mantener bajo control aquella caldera de presiones de su espíritu, continuamente atizado por la impaciencia, la inquietud, la impotencia y la ira. Con escasa desenvoltura, trató de librarse pronto de compromisos, homenajes y ataduras ceremoniosas, para dirigirse a su hogar e instalar a sus familiares. Su lugar era el frente, los cuarteles, los puentes de los navíos o la cubierta de los audaces bajeles que comandaba. Como otros discapacitados, poseía un valor y desprecio al peligro próximo a la temeridad inconsciente. Ascendido a teniente de la Reale en Rochefort, participó en la captura de una decena de barcos británicos, el más notable, el Stanhope del capitán Combs, asaltado en un feroz ataque. Finalmente, la irremediable ruptura entre el rey de Francia, Luis XIV, y su nieto, Felipe V de España, propician el paso del ya capitán de fragata don Blas de Lezo a la renovada Armada española borbónica, heredera de aquélla de los Austrias que llevó a la gloria el almirante Oquendo frente a Pernambuco o don Carlos de Ibarra en Pan de Cabañas, donde rechazó a un holandés también de pata de palo: Cornelius Jol.

      En 1713, don Blas es capitán de navío, recibiendo el mando del Campanella, con el que luchó en el bloqueo de Barcelona. Su arrojo, arrimándose a tierra para hacer más certeros sus disparos, provoca que le alcance un mosquetazo atravesándole el brazo derecho, que queda inútil. Es el colmo: tuerto, manco y cojo, se le impondrá el cruel mote de medio hombre, a lo que sus apologistas responderán, para la posteridad, con hombre y medio. Si se suman ambos y se divide por dos, puede que se esté más cerca de la verdad que él hubiera anhelado. Con el Nuestra Señora de Begoña participó en la toma de Mallorca, y, en 1720, al mando del Llanfranco, deja Cádiz para cruzar el Atlántico y engrosar, en el Pacífico, la Armada del Mar del Sur de don Bartolomé de Urdizu con base en El Callao. La suerte parece sonreírle: en 1723 es nombrado general con 34 años, tomando el mando de dicha Armada, y desposa a una señorita limeña de buena familia, doña Josefa Pacheco. Se especula si se trató de boda por acuerdo, por interés o por amor; en los tiempos livianos, desvergonzados y escasamente decorosos que padecemos, tal consideración parece objeto de necios, o personas con muy pocas obligaciones de las que ocuparse. Bástenos saber que ambos cónyuges hubieron y pudieron cumplir con sus deberes, pues fruto de la unión llega a este mundo el pequeño Blas. Todo a favor, hasta que, por desgracia, se cruza en el camino del general el malhadado virrey del Perú, marqués de Castelfuerte, torciendo con su favoritismo familiar su destino.

      Por suerte, caído en desgracia el nefasto Ripperdá, es José Patiño el que empuña las riendas del gobierno. Ministro de Marina e Indias, conoce muy bien las cualidades del general, cuyo regreso se le antoja providencial, pues España estaba necesitada de buenos y experimentados marinos para las empresas en curso. En 1731 don Blas iza su enseña en el Real Familia, con el que, a punta de cañón, exige a Génova la devolución de una deuda con el monarca español. Y, al año siguiente, participa en la jornada de Orán, como es sabido, regresando después con los Princesa y Real Familia para su hazaña de Mostagán. Con 45 años, Lezo ha alcanzado el cenit de su carrera, y es enviado a Cartagena de Indias, donde acaba de llegar a esta historia; la última comisión de su vida.

      Cuando don Celso se dirigió al cerro de San Lázaro, inmerso en sus peculiares meditaciones y ajeno al novedoso latir de la ciudad con la llegada de los galeones, no logró evitar cierta enojosa contrariedad por tanto alboroto, mientras era contemplado como aquél que no se entera de lo que está sucediendo. Al pasar junto a los barracones del Asiento, seguido por Tracio y Cañamón, le pareció ver cuarterones. Era muy extraño, porque el Asiento, por consigna eclesiástica, se limitaba a los negros, y los mestizos, por muy de segundo o tercer cruce que fueran, no podían venderse como esclavos. Sospechó que ingleses y franceses, en esto como en otras cosas, se la estaban jugando una vez más a la corona. Seguramente, no se trataría de cuarterones de habla hispana, sino de lugares menos protegidos, como la Trinidad, Guayana, Margarita, o, para vergüenza de los portugueses, Brasil, e incluso Jamaica. Desde luego, no todos eran de color, pero los mercaderes del Asiento los hacían pasar como esclavos. Se hallaba observando de soslayo, con fría mentalidad científica, el hecho curioso y remarcable, cuando notó unos ojos, sembrados y profundos, posados, a su vez, en él, que de pronto le hicieron sentir como un niño, a pesar de ser casi un viejo, y desnudo, aun cuando llevara puesta la vieja casaca marrón que Tracio había cepillado cuidadosamente aquella misma mañana, junto con la amplia camisa y los calzones de lana. Su criado y Cañamón vacilaron desorientados al ver cómo su dueño quedaba casi preso e hipnotizado mirando los barracones. Pero sólo fue un instante: ladró el perro que, con su instinto, había notado algo extraño en la consuetudinaria rutina que los tres cumplían y, así, deshizo el hechizo. Don Celso pareció despertar y, reanudando la marcha, emprendió extrañamente desorientado el camino de la muralla.

      En su ruta fue, precisamente, a tropezar con un grupo de recalcitrantes ciudadanos, los cuales, aprovechando la ocasión, habían formado una especie de tertulia en la que argumentaban con vehemencia, no lejos del convento de Santa Teresa. Reunidos un día normal ni tan siquiera se habrían dirigido a él, pero, hallándose entre ellos prohombres de la burguesía y mercaderes que no temían alzar la voz ante cualquiera (pues siempre hay quien piensa que la educación puede comprarse con dinero), muchos bajo el influjo de los vapores del aguardiente mañanero, y haciéndose eco del clima de exaltación provocado por las noticias recién llegadas desde España por los galeones, le espetaron:

      –¡Señor Del Villar! Discúlpenos un momento vuesa merced, si es tan amable. Dice este francés que la flota de don Blas no refuerza realmente el puerto, pues nuestros barcos son inferiores a los de Inglaterra o Francia. Infórmele usted, si hace el favor, cómo son de buenos los barcos de don José Patiño que firma el almirante Gaztañeta, sobre todo, mandados por generales como don Blas de Lezo, Antonio Serrano o don Rodrigo de Torres.

      El que así había hablado era un orondo comerciante de tabacos, Benavides, refiriéndose a un joven altivo que apoyaba la bota en la acera. Don Celso se detuvo rehaciéndose ostensiblemente antes de contestar a los congregados:

      –En realidad, señores, no sé si soy el más indicado para arrojar luz sobre el particular. Pero conocí los barcos que adquirió el cardenal Alberoni para la jornada de Sicilia y puedo deciros que este prócer de la Iglesia entendería de misas y rosarios, pero no de marina ni de barcos. Nos mandó a la ventura con cinco mercantes comprados en Génova, otros tantos a particulares, tres construidos en La Habana y tres más de procedencia catalana. Aquel batiburro de navíos, sin orden ni concierto, con mandos mercenarios y tripulaciones bisoñas o reclutadas a la leva, fue aniquilado en un decir Jesús por su propio desorden y heterogeneidad; y es que los ministros de la Santa Madre Iglesia harían mejor dedicándose a lo que les incumbe. Yo estuve allí y os puedo asegurar…

      Un murmullo de desaprobación había brotado de la multitud, mientras el osado francés, que parecía aventurero con su gran sombrero de ala ancha, sonreía complacido. Entretanto, Benavides interpelaba a don Celso:

      –Pero ¡oídme bien, caballero! He oído que sois marino versado ¿qué me decís de la reconstrucción de la Armada llevada a cabo por don José Patiño?

      –Bien señores –replicó don Celso–, nadie discute la capacidad del ministro de Indias para construirle a Su Majestad la flota que necesita. Don Antonio de Gaztañeta y el capitán Garrote dejaron delineadas las