Roberto Villar Blanco

La marea de San Bernardo


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y yo teníamos, por decirlo de un modo ligero, muchos puntos en común. Pero no compartíamos el sistema ancestral del archivado de los cuadernos de la escuela primaria. Jamás, hasta entonces, había sido tema de nuestras conversaciones, y esa tarde tampoco constituyó el núcleo de la extensa charla sin propósito que comenzó a liberar nuestra aventura.

      Deberé decir claramente que Pablo los había dejado. No dejado de lado. Había dejado los cuadernos. Con posterioridad a la dejada en el estante del armario que limita con el suelo, los hizo sucumbir aprisionados contra la pared del fondo. Para ello utilizó la persistente e inacabable acumulación de revistas de fútbol. El Gráfico, Goles.

      El trabajo de desescombrar nos permitió descubrir (mentira, ya lo sabíamos) que no son todos Gráficos los que relucen. Algunas oscuras y nitidísimas revistas pseudo eróticas −que por aquellos años nuestros no eran nada pseudo− estaban entrelazadas con las publicaciones deportivas. Tan inocentes revistas de chicas desnudas, con caras de estar gozando todavía con nuestros dedos lisos acariciando sus páginas ajadas. Agrietadas, más bien. Hacía años que habían dejado de viajar diariamente y sin escalas de la habitación de Pablo al baño. Ida y vuelta. Aunque con el tiempo decreció la frecuencia del viaje, aumentó la obscenidad de las chicas de papel, y algunas se materializaron en carne y hueso, aquél trayecto nunca fue definitivamente anulado.

      Al descubrir los diamantes forrados de papel azul comprendimos cabalmente la euforia estomacal, la explosiva alegría contenida, que ante el absurdo hallazgo de un hueso que explique al HOMBRE, sienten los arqueólogos, y aún los negritos del lugar que agrandan el agujero por un salario miserable. También nosotros esa tarde desempolvamos por el salario cristalino de la infancia los cuadernos de Pablo.

      Casi sin mirarlas, apartamos hojas de carpetas posteriores en el tiempo y en el afecto: secundarias, del colegio secundario. Aquéllas páginas enormes, monótonas, sin color: nada mejor para ser olvidado. Carpetas indignas de compartir estante con inquilinos tan ilustres.

      Era tierrita insignificante de los años posteriores a 1975. Humo para despistar; polvo del después que apartamos desdeñosamente. El tesoro estaba debajo. Bien lo sabíamos nosotros, que si alguna certeza teníamos era que parte del misterio, la parte de Pablo, estaba ahí, placenteramente apretujada en el arcón-paraíso, en el cofre-cielo, maternal y perversamente acunado por goles y tetas: mamando sin ton ni son y festejando los goles del glorioso River Plate.

      Lo sacamos todo afuera. Hoja por hoja, nos llenamos la nariz del polvo de siete años. Ocho, contando con el jardín de infantes, que también contaba.

      Esther, la madre de Pablo, nos trajo café y respiró con nosotros durante un buen rato la niebla de nuestra infancia. Ella encendió la mecha de nuestras anécdotas de siempre. Nos reímos de lo que entonces nos hizo reír y también de lo que nos hizo sufrir. De todo aquello que nos ancló a la edad que tuvimos.

      Nuestra infancia tiene una parte de paraíso añorado y otra de infierno que se camufló torpemente con nuestras ropas de adultos, con los pelos que nos crecieron y las derrotas de nuestros anhelos. Forma parte de nosotros como los gestos que heredamos de los padres. La mamá de Pablo salió y cerró la puerta de la habitación (de la pieza, como la llamábamos entonces). Podría jurar que se fumó un cigarrillo de tabaco triste, sola en el sofá del salón. Mirando la pared melancólica que se alzaba detrás del humo.

      Los cuadernos, como no podía ser de otro modo tratándose de mis cuadernos, de mi habitación y de mí, estaban en un cajón de frutas. Exactamente uno que quince o veinte años atrás contuvo manzanas. Manzanas "Carmencita". Uno de esos de madera muy rústica. No podía pasar los dedos por él sin clavarme alguna astilla; aunque de esto no me enteraba sino hasta cuando volvía a dejar el cajón en su sitio, horas más tarde. Las astillas se metían dulcemente en mí. Sin que mi sangre, que nunca se enteraba de nada, se diera cuenta. Sólo la melancolía se percataba de todo y dejaba debida constancia de los aromas que concitaba la madera, el papel, la humedad, y el polvo en que se convierte la piel para que la inspiremos sin sufrir problemas respiratorios. Para que todo esto ocurriera, probablemente fuera condición indispensable que el cajón de frutas estuviera habitado por los viejos cuadernos de la escuela primaria.

      Pablo y yo no éramos iguales: el diablo me libre y lo libre a él. El cajón estaba en el rincón más alto y lejano del armario de mi habitación, ése que tenía por techo el techo de la habitación, lejos, lejísimos del suelo habitado por los cuadernos de mi amigo. Incontaminados de mujeres malas de papel, quienes estaban igualmente ocultas pero más cercanas.

      Allí esperaban los míos, donde se olvida lo que no se va a necesitar durante años junto a la maleta que desaparecerá vacía. A pesar de las apariencias nada de lo que iba a parar allí era inútil, porque ninguna espera lo es. La altura, la lejanía y el escondrijo no distanciaban, como no separa un océano dispuesto entre mis años y yo. Para contribuir a esta terca labor de la memoria es que existen los rincones ignotos de los hogares. Los de a ras del suelo y los de a ras del techo.

      Muy pocas veces había bajado el cajón antes de aquella tarde de la lluvia invisible. Primero a la cama, después al suelo. Cuatro o cinco veces en quince años. Las suficientes para refrescar lo importante acerca de mí, creerme mentiras nuevas, agregar datos a lo que pasó. Exacerbar la leyenda y comprobar que no he vuelto a aprender nada verdaderamente nuevo desde entonces. Tal vez exagere un poco.

      Estos, todos estos años ulteriores de mujeres que no dejan escrito su desdén; de cambios de pieles que se mimetizan con lo que no me parezco; de no compartir aulas con Pablo, no están en cajones de fruta de madera, nunca lo estarán. Han nacido con otra vocación, una vocación traidora de la infancia.

      Pablo me ayudó a bajar el cajón de los cuadernos por última vez aquél día, el de la tarde aquélla, en la que el bosque de nuestros cuadernos no nos dejó ver la lluvia. Ni falta que hacía.

      No podía ser de otra manera (de otra madera): mis recuerdos de aquellos años también estaban forrados de azul, como los de mi amigo. A él se los había forrado Esther; a mí, Flora, que en realidad se llama Florinda, y también en realidad es mi madre. El brillo leve del plastificado del papel había dado paso a otra rusticidad, empapada por las astillas de su hábitat de madera.

      Ver resumido en unos minutos la evolución con la que el tiempo desvirtúa el resplandor del papel de los cuadernos es como observar una película en colores que va ganando progresivamente en blancos y negros. Como cuando con el mando a distancia vuelvo a darle hermosos grises a esas películas horriblemente desvirtuadas con la aplicación del color por computadora. Películas descoloridas por el color.

      Perdiendo el tiempo mirando los relojes no se ve el tiempo pasar. Vemos los cuadernos viejos, pero no podemos ver sucederse los renglones. Por eso a Pablo y a mí, la lluvia que emitía la programación invernal de la ventana de su habitación, nos parecía siempre la misma. Hermana gemela de la lluvia inexistente que no vimos desde la ventana de mi cuarto.

      Unos pocos cuadernos eran de papel araña verde, entre tantos azules. Y los había desnudos. Los "cuadernos de comunicaciones" no estaban forrados con ningún papel. Pero lo habían estado. No eran de tapa dura como el resto. Se le podía ver la marca: Rivadavia, claro. No sé por qué ya no estaban cubiertos. Los cuadernos tenían la etiqueta autoadhesiva pegada en el margen superior derecho. Las etiquetas tenían una reminiscencia, o más que una reminiscencia, a bandera argentina: blancas con un reborde azul y renglones azules. En ellas había escrito hace muchos años, con un especial esfuerzo caligráfico, mi nombre, mi grado y el nombre de mi escuela: Escuela Nº 5. D. E. 6º. Paul Groussac (con dos eses). Es decir: escuela número cinco distrito escolar sexto Paul Groussac. Paul Groussac fue un escritor francés que vivió en Argentina a mediados del siglo XIX. No alcanzó el estatus de prócer, tal vez porque ni tan siquiera perdió una batalla, sólo fue escritor y presidente de la Biblioteca Nacional. De no haber ido a esa escuela no hubiera tenido ni esa vaga noción que tengo de Paul Groussac.

      Las carpetas rojas de jardín de infantes no estaban en el cajón de frutas. No eran cuadernos, las hojas estaban repletas de dibujos, colores y papeles pegados. Nunca volví a dibujar como entonces, lo que no deja de ser una verdadera desgracia.