sitiarle, Llansá escapó con el tiempo justo; seis de sus barcos, con todo el botín, lograron cruzar el estrecho para refugiarse del viento de Poniente a sotavento del Peñón, en la que, desde entonces, se conoce como cala de los Catalanes. Pero otras cuatro galeras, abatidas por el viento, fueron perseguidas por tres musulmanas, hasta que, llegados a las islas Habibas, en las proximidades de Orán –fue sin duda una larga persecución, de más de una jornada– se dieron la vuelta y vencieron a las perseguidoras, capturando dos y hundiendo la restante. La victoria de las Habibas, precedida del crucero pirático por el norte de África, señaló el inicio del dominio de la Armada aragonesa, utilizando la piratería como un elemento de guerra más.
Las Vísperas Sicilianas (1282) habían trastornado los planes de Carlos de Anjou, obligándole a la represión en la isla; ciego de odio, sitió Mesina para pasarla a sangre y fuego, pero Pedro III, a la sazón en Túnez, acude en ayuda de los sicilianos desembarcando en Palermo. Mientras los almogávares dan buena cuenta del sitio de Mesina, la escuadra aragonesa, al mando del bastardo Jaime Pérez, derrota en Reggio a los franceses, tomándole veintidós galeras. Pero esta segunda victoria naval se ve empañada por la rápida destitución del hijo natural del rey, que había desobedecido a su padre atacando la plaza de Reggio contra las órdenes de aquél.
Toma entonces el mando de la escuadra el calabrés Roger, nacido en Scala, hijo del señor de Lauria y doña Bella, dama y posiblemente, ama, de leche, de la reina Constanza de Aragón. Se había criado en la corte como compañero de juegos de Pedro III, y los monarcas aragoneses le ennoblecerían con los títulos de conde de Cocentaina y señor de Calpe. Se trataba, pues, de persona que, aunque no emparentada de sangre con la familia real, lo estaba por todo lo demás, pues era un íntimo de toda la vida en quien depositar absoluta confianza. Cuando Pedro III, prosiguiendo las operaciones de guerra para controlar el canal de Sicilia, pone sitio a la fortaleza de Malta, las galeras francesas acuden para levantarlo, seguidas de cerca por las de Roger de Lauria. Atrapados los franceses en el puerto de La Valetta, Roger los conminó a la rendición, y, rechazada ésta, se trabaron las dieciocho galeras aragonesas en combate con las veinte de Guillermo Corner. El francés acometió personalmente la galera de Roger y le buscó con un hacha; mal momento pasó el almirante aragonés cuando una lanza le clavó un pie a las tablas del plan, inmovilizándole contra tan formidable enemigo, pero la piedra almogávar oportunamente lanzada desde una honda anónima desarmó al francés, y Roger, desclavando la azcona, atravesó con ella a su enemigo. Fue el principio del fin para la flota francesa, que perdería diez galeras apresadas antes de poner pies en polvorosa, dejando en manos aragonesas las islas de Malta, Gozo y Lípari. Tercera gran victoria para el intratable Pedro III, al que, a falta de nada mejor, excomulgó el papa afrancesado, y retó a duelo personal Carlos de Anjou, quedando ambas “represalias” en agua de borrajas.
Entretanto, la conquista de Sicilia proseguía: Constanza desembarcó para ser coronada reina, y Roger, tras su victoria, se dirigió a Nápoles para buscar los restos del enemigo en su propio cubil. Aceptó el desafío el hijo de Carlos de Anjou, príncipe de Salerno, y, con todos los nobles de su corte, armó una escuadra mucho más numerosa que la aragonesa, saliendo en su busca. Roger de Lauria, al verlos venir, simuló la huida para sacarlos del puerto, logrado lo cual, los aragoneses se volvieron repentinamente contra las galeras francesas. Mientras los cortesanos y caballeros francos estorbaban la maniobra de éstas últimas, Roger y sus almogávares acometieron con agilidad y ligereza, logrando rodear y sitiar la galera de Capua, donde iba el príncipe de Salerno, que, con su barco desfondado por varios arietes, tuvo que verlo irse a pique, siendo rescatado personalmente por Roger junto al almirante Jacobo de Brusson; acto seguido, la moral francesa se vino abajo, siendo completamente derrotados por cuarta vez consecutiva. Roger de Lauria se dirigió entonces de vuelta a Nápoles, y, confirmada su victoria por el enemigo, marchó a Mesina con los prisioneros para presentarse a Constanza. La reina, para que los sicilianos no ajusticiaran al de Salerno en venganza por el asesinato de su primo Conradino, se las tuvo que ver y desear. Aún así cayeron, linchados por la multitud, sesenta prisioneros, y dos más que se apuntó el propio Lauria por traidores.
Carlos tuvo que bajar con una escuadra a lo largo de la costa italiana para hacerle frente, pero, víctima de problemas internos y la enfermedad, murió en Foggia este rey de Nápoles y Sicilia, hermano de san Luis de Francia, a comienzos de 1285, sin haber podido rescatar a su hijo. Entretanto, Lauria, reforzado con las galeras de Pedro III, y viendo que su enemigo no reaccionaba, se lanzó al saqueo de la costa calabresa, empezando por Nicotera, siguiendo Castelvetro y Castrovilari, y acabando por arrasar toda la Basilicata en una estremecedora campaña pirática, en la que inocentes pagaron por los pecados de su rey francés.
Las barbaridades del almirante-pirata aragonés en su propia tierra natal debieron ser de tal entidad, que la nueva Corona de Sicilia hubo de pararle los pies, enviándole a tomar la isla de Djerba para el sultán de Túnez. Terminada esta misión, y de vuelta en Mesina, el nuevo rey de Francia, Felipe III Capeto, llamado el Atrevido, decide llevar la contienda a tierras europeas, invadiendo el Rosellón como cabeza de puente para penetrar en Cataluña. El ejército francés cruza el Ampurdán y pone sitio a la plaza de Gerona, que rindieron, pero se declara una epidemia de peste que debilita el ejército y la flota francesa.
En estas condiciones llega, incansable, Roger de Lauria a las costas catalanas después de tomar y saquear Taranto, enviado expresamente por el rey Pedro, que le dijo:
“Ya sabes, Roger, por experiencia, cuán fácil es a los catalanes y sicilianos triunfar de los franceses y provenzales por mar”.
Fuertes los enemigos en cincuenta y cinco galeras, dejaron quince en Rosas, avanzando con el resto hacia el Sur en apoyo del rey Felipe, que marchaba por tierra. Avistada una división de sólo diez galeras aragonesas, hicieron por ellas una nueva subdivisión de veinticinco francesas, que fueron a toparse con el grueso de Roger de Lauria en persona, al que no esperaban en aguas catalanas. Teniendo en cuenta su repentina inferioridad, la peste, y el adversario que habían encontrado, los franceses trataron de escabullirse al amparo de la oscuridad tomando la contraseña de sus enemigos: Aragón, y encendiendo fanales como los de las galeras catalanas. Pero Roger y los suyos no se dejaron engañar, atacando a los provenzales del almirante Jean d’Esclot. Las formidables andanadas de los ballesteros catalanes fueron en esta ocasión decisivas, de forma que, llegado el amanecer, sólo doce galeras francesas lograron escapar con Enrique del Mar. El resto cayeron prisioneras, y Roger, al ver algunas en mejor estado que las suyas propias tras el combate, no dudó en transbordar con su gente y emprender la persecución.
La victoria de Las Hormigas, llamada así pues se libró en las inmediaciones de estas islas situadas frante al cabo de Plana, entre Palamós y Llafranc, en la Costa Brava, fue la quinta del reinado y la más celebrada de Roger, pues detuvo en seco el avance franco por la mar, lo que significó desbaratar también el impulso de la invasión francesa por tierra. Los cronistas y aduladores de la época harían famosa la frase de Roger al conde de Fox tras el combate:
“Sabed que sin licencia de mi rey no ha de atreverse a andar por el mar escuadra o galera alguna ¡qué digo galera! los peces mismos, si quieren levantar la cabeza sobre las aguas, habrán de llevar un escudo con las armas de Aragón”.
La retirada francesa se consumó de la forma más catastrófica, pues falleció de peste el rey Felipe el Atrevido, y las galeras que quedaron en Roses, sin tripulaciones ni mandos, hubieron de ser quemadas para que no cayeran en manos del enemigo. Por desgracia, la ferocidad de Roger y los suyos quedó también en evidencia, pues, en venganza por los estragos perpetrados en la invasión, arrojó al mar, para que se ahogaran, trescientos prisioneros atados, y a otros tantos les sacó los ojos, en un cruel exceso criminal más propio de un pirata desalmado que de un almirante real.
Tampoco sobreviviría mucho a esta batalla el rey Pedro III el Grande; murió en Villafranca con cuarenta y seis años, dejando de heredero a su hijo Alfonso III el Liberal. Mallorca, gobernada por su tío Jaime, se había declarado independiente de Aragón aprovechando la invasión francesa, y hubo de ajustar las cuentas a la familia, tal como habría deseado su padre. Por su parte, Roger zarpó inmediatamente de vuelta a Sicilia para informar allá del óbito del monarca a su viuda. Tal vez en castigo a sus crueldades, la mar le sumió en un tremendo temporal que dispersó sus cuarenta