Nando López

La versión de Eric


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cada vez que lo decía, se le iluminaba la expresión. Era la misma mirada con la que, cuando pensaba que yo no me daba cuenta, lo sorprendía observándome. Una mirada que solo encontraría, años después, en Tania.

      Aquella camisa azul, casi negra, me quedaba muy grande. Me sobraban unos cinco centímetros en cada manga y el faldón bajaba tanto que llegaba a cubrirme las rodillas. Me miré en el espejo que había en la puerta de mi armario, un lugar que se había convertido poco a poco en uno de los rincones más siniestros de mi habitación, y sentí algo que entonces no supe explicar.

      No tenía las palabras, a pesar de que mi madre insistía en que mi vocabulario era muy avanzando para mi edad –ese afán por convertirme en alguien excepcional–, pero sí era capaz de interpretar mis emociones.

      Entonces se me quedó pequeño el lenguaje.

      Hoy no.

      Hoy sí puedo traducir lo que viví en ese mismo instante.

      Porque lo que pasó se resume en una única acción.

      En un único verbo: me reconocí.

      Por eso, porque acababa de verme por primera vez debajo de una camisa que no era mía, supongo que no escuché las llaves girar en la cerradura.

      Ni sentí sus pasos hasta mi habitación.

      No me di cuenta de que mi padre ya estaba en casa hasta que entró en mi cuarto y me sorprendió en el momento más importante de mi vida.

      El momento en que acababa de descubrir quién era.

      Me miró.

      Y no dijo nada.

      Tampoco era necesario: la repugnancia que latía en sus ojos no precisaba ni una sola palabra que la acompañase.

      Nunca sabré si se debió a la particular manía que le tenía a mis juegos teatrales.

      O si, por un instante, solo por un instante, fue capaz de verme con la misma rotundidad con que lo había hecho yo.

      Sentí una vergüenza abrumadora y lo miré con una candidez que hoy, de puro indefensa, me resulta estúpida.

      Casi hiriente.

      Me mantuve firme en mi ingenuidad –a lo mejor no le importa, a lo mejor él también lo sabía, a lo mejor me abraza– durante unos segundos.

      Quizá fueran minutos.

      Él permaneció inmóvil. De pie, junto al quicio de la puerta, observándome con severidad mientras yo me empeñaba en creer que aquella escena podría terminar bien. Con un final tan feliz como el de las películas de dibujos que me gustaban. Como el de los cuentos que mi madre e incluso él mismo me habían leído algunas noches cuando era más pequeño. Así que me quedé quieto, confiando en que aquello acabara con un gesto tan simple como un abrazo.

      No sé cuánto tiempo estuvimos así. Tampoco recuerdo en qué momento me di cuenta de que lo que esperaba de mi padre era un imposible.

      Lo único que sé es que aquel abrazo no llegó.

      –¿Por qué te molesta todo lo que hago, papá?

      Le habría preguntado mi yo de ahora.

      –¿Por qué no me abrazas?

      Habría querido preguntarle mi yo de entonces.

      Pero ninguno de los dos habló.

      Ni el Eric de hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar mi mirada.

      Ni el niño asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban años llamándolo de la forma equivocada.

      –Quizá estuvo bien que pasara –intentó consolarme Tania la primera vez que se lo conté.

      Fue durante una de esas tardes eternas que compartimos en el hospital donde nos encontramos. Uno de esos días en los que no pasaba nada y que aprovechábamos para llegar a conocernos mejor de lo que nadie nos había conocido jamás.

      Su 3.º de ESO en un supuesto colegio de élite había resultado tan catastrófico como el mío, y los dos habíamos decidido que, cuando saliésemos de allí, buscaríamos un nuevo lugar para empezar. Y, a ser posible, juntos.

      –Quizá lo mejor que podía suceder es que tu padre se diera cuenta lo antes posible –opinaba ella–, que se alejara inmediatamente de tu vida.

      No estaba seguro de que tuviera razón, pero podía elegir entre torturarme por su ausencia o decidir que Tania acertaba: con su marcha había zanjado cualquier polémica posible antes de que esta pudiera estallar.

      Hablarlo con ella, en medio de las sesiones de terapia, entre los continuos cambios de medicación, las normas sin final y las visitas de sus padres y de mi madre, fue una manera de recibir por fin el abrazo que aquel hombre me había negado.

      Tania tiene ese don. Sabe acariciarme sin siquiera rozarme.

      Nos conocimos en pleno «naufragio existencial», como se nos ocurrió llamarlo en adelante, y los dos decidimos empezar juntos 4.º en un lugar completamente diferente. Un sitio donde tuvimos la suerte de que, a pesar de la presencia de gente como Elías o Delia, también estaba Iván. Nuestro famoso Iván. El culpable de que acabáramos apuntándonos en una escuela de teatro de barrio donde había más voluntad que medios. A Tania también le habría gustado que la cogieran para una serie –incluso hicimos el casting de Ángeles juntos–, pero, aunque no ha tenido la suerte que yo, creo que no me envidia.

      Al revés, me apoya.

      Por eso fue la primera a la que le dije que me habían dicho que sí en ese casting.

      Por eso es una de las pocas personas a las que he contado cómo fue aquel día de agosto de hace ya once años.

      El día de la camisa azul casi negra que me llegaba por las rodillas.

      El día que, por fin, pude conocer a quien pronto decidiría que se llamaba Eric.

      El día que acabó con mi madre sentada en el sofá, con la música a todo volumen –siempre ha sido su modo de afrontar la rabia–, mientras mi padre acababa su maleta después de que ella, sin éxito, le hubiera pedido explicaciones.

      –Lo he intentado.

      Eso fue todo lo que él me dijo.

      –Te aseguro que lo he intentado.

      O lo que quizá le dijo a ella, aunque yo sentí que en ese preciso momento me estaba mirando a mí.

      Al culpable de frustrar su intento de paternidad por su terca obstinación en no ser como habían determinado que fuera.

      –No tiene nada que ver contigo –intentó convencerme mi madre cuando nos quedamos solos.

      Y me lo repetía cuando atisbaba en mí una sombra de culpa. O cuando yo le preguntaba si nos había llamado. O cuando miraba el teléfono con la esperanza de que llegase un mensaje, un wasap, una maldita llamada.

      Mi madre pasó meses diciéndome aquella mentira que confiaba en que, gracias a su reiteración, acabara convirtiéndose en verdad.

      Pero nunca lo hizo.

      Siempre sentí que esa puerta que se cerraba, que ese coche que vi arrancar bruscamente desde la ventana de mi habitación, que esa despedida sin abrazo tenía que ver conmigo.

      Con lo que yo no había sabido concretar hasta esa tarde en que, por fin, poseía al menos una imagen a la que aferrarme.

      Con lo que mi madre, como me confesaría mucho más tarde, había sabido desde que empecé a andar. A hablar. A comportarme como el niño que era y no como la niña que habían creído tener.

      Con esa verdad que mi padre odiaba intuir y que, tras acusar a mi madre de alentar