Tendencias organizacionales y democracia interna en los partidos políticos en México
que remite al “gobierno del pueblo”, es posible identificar una multiplicidad de argumentos sobre lo que podría ser la mejor realización de esa idea.1 Algo similar ocurre con el término democracia interna.
Al respecto, existe un debate sobre los beneficios o perjuicios de la democracia interna, lo cual significa que su valor, las funciones que se espera cumplan los partidos, así como las consecuencias que encarna para el conjunto del sistema democrático y la sociedad son polémicas (Flores, 1999; Katz, 2001; Chambers y Croissant, 2008; Scarrow, Webb y Farrell, 2004).
Así pues, de un lado, los argumentos en contra de la democracia interna resaltan que ésta tiende a disminuir la eficiencia operativa, consume los recursos escasos, a la vez que restringe la autonomía de la dirigencia del partido para manejar los procesos internos, lo cual reduce la capacidad de las organizaciones partidistas para competir por los votos y/o cargos.
Junto a ello, se argumenta que profundiza los conflictos al interior de la organización y, por ende, debilita la cohesión de los partidos. De ahí que, en presencia de un partido conflictivo, puede ser más complicado tener un gobierno estable y eficaz (Niedermayer, citado en Chambers y Croissant, 2008: 10).
En ese orden de ideas, dichos autores consideran que el componente primordial de la democracia es la competición electoral, por tanto, una de las contribuciones más importantes de los partidos es ofrecer opciones claras a los votantes. En otras palabras, “la forma en que los partidos formulan las alternativas que ofrecen carece de importancia normativa, frente al hecho de que se propongan distintas opciones” (Scarrow, Webb y Farrell, 2004: 113). Se afirma que “la democracia no se encuentra en los partidos, sino entre los partidos” (Schattschneider, citado en Chambers y Croissant, 2008: 2). Ya que para estos autores la democracia a gran escala no es la suma de muchas pequeñas democracias, la democracia interna saldría sobrando.
En el otro extremo, algunos autores han argumentado la existencia de un vínculo armónico y complementario entre democracia intra e interpartidaria. Por lo cual, plantean que existe un efecto positivo de la democratización al interior de los partidos, pues se verían beneficiados, por un lado, la representación de las ideas del electorado en las políticas del partido, y, por el otro, la atracción de nuevos miembros. Por consiguiente, arguyen que la democracia interna mejora la vinculación del partido con la sociedad, ya que aumenta la capacidad de la organización para conectarse con diversos grupos sociales. En adición, brinda mejores oportunidades para que grupos sociales marginados, como minorías étnicas, jóvenes y mujeres, participen en la toma de decisiones internas. Por ello, algunos autores apuntan a la dificultad de entender cómo un régimen puede ser democrático si los partidos tienen estructuras que no dan pie a la participación interna (Billie, 2001).
Para este conjunto de autores, la democracia interna es apreciada como un fin en sí mismo, por tanto, “las estructuras partidistas de toma de decisión son importantes porque brindan a los militantes la oportunidad de influir en las opciones que son presentadas ante los votantes, así como de desarrollar sus habilidades cívicas” (Chambers y Croissant, 2008). De ahí que resalten conceptos como soberanía popular, mayorías concurrentes, democracia participativa y democracia interna; en tanto que una democracia no apoyada por instituciones democráticas, y confinada al gobierno central, crea un espíritu a la inversa.2
Así pues, el presente trabajo se adhiere al paradigma de la democracia interna, partiendo de la idea de que la democracia es algo más que la simple competencia entre partidos, y que los militantes son algo más que movilizadores o defensores del voto en favor de su organización partidista.
Vale la pena concluir este apartado argumentando que el debate no está cerrado. No obstante, en torno a si es deseable o no la democracia interna en México, se trata de una discusión estrechamente ligada al modelo de democracia que asuma el autor. Si bien por razones de congruencia, en tanto receptores de dinero público y fomentadores de la democracia en el sistema en su conjunto, es exigible a los partidos políticos encaminarse a la democracia interna, por tanto, el debate al respecto es arena fértil. Y si se apela a que la democracia es solo un método para elegir élites gobernantes, la función de los partidos es, simple y llanamente, participar en procesos electorales.
Así, la eficiencia adquiere una importancia central, mientras que la democracia interna aparece como una cuestión accesoria. En cambio, si la idea de democracia no concluye en la elección de autoridades gubernamentales y representantes, sino que apunta a la transmisión de formas democráticas de ejercer la política al sistema en su conjunto, tanto el papel de los partidos, como la relación entre los dirigentes y los militantes serán distintos. Este segundo caso, incluso, podría apuntar a que la legislación mexicana es necesaria pero no suficiente para asegurar la democracia interna, por lo cual apelaría a una Ley de Partidos que clarifique cuáles tipos de métodos son democráticos y cuáles no.
En lo que respecta a si, en México, la democracia interna es algo practicable o no, se trata de un debate que precisa considerar los factores estructurales de la democracia mexicana. Si bien una Ley de Partidos puede dar la pauta para reorientar los procesos a senderos más democráticos, es indudable que su puesta en marcha y consolidación depende de otros factores, tal como la estatalidad (Fukuyama, 2004), en otras palabras, la capacidad del Estado para hacer cumplir las leyes en su interior. Sin esa capacidad que una y otra vez se pone en duda en los procesos electorales en México, difícilmente podría hacerse valer alguna ley al interior de los partidos. En todo caso, el problema es más complejo de lo que parece, pues esto apuntaría a que no basta una normatividad para lograr cambios profundos, sino que es necesario tener capacidad para hacerla cumplir. Y en ese sentido, es seguro que emergerá la voz de quienes ubican a los partidos como simples “organizaciones de miembros voluntarios”. Sin embargo, parecen obviar el financiamiento público, el monopolio de la representación política y su centralidad en la vida política mexicana.
1.1.1 Génesis del uso del concepto democracia interna en México
En este apartado, la idea principal es responder a la pregunta sobre ¿desde cuándo cobró relevancia la democracia interna en México? Vale la pena iniciar planteando que la democracia interna no fue relevante en la medida que la política mexicana se encontraba centralizada en el presidente y el partido dominante del espectro político del país; en otras palabras, estábamos frente a un sistema de partido hegemónico donde las fuerzas partidistas de oposición no eran relevantes. Debido a su propia naturaleza, era impensable imaginar democracia interna en la organización del partido hegemónico, pues sus prácticas resultaban coherentes con la estructura piramidal del sistema político mexicano, encabezada por el propio Presidente de México. Por lo anterior, es hasta que el sistema de partidos se pluralizó, y la política se descentralizó, cuando comenzó a ganar relevancia (y a hacerse visible) la democracia interna en las organizaciones partidistas en México.
El sistema de partido hegemónico fue característico de México durante una buena parte del siglo XX; de hecho, Sartori lo clasificó así en la década de 1970.3 Se trataba de una situación no competitiva en la cual un partido dominaba la mayoría de los cargos políticos en el país. Posteriormente transitamos a otra situación de carácter competitivo, donde tres partidos concentraron casi el 90% de los votos, hasta la irrupción de MORENA. Este cambio no fue inmediato, ni menor, ya que alteró la naturaleza de la actividad política en México. Uno de los efectos de esta transformación política fue en el campo científico, pues, desde la ciencia política, se fortaleció la necesidad de investigar la democracia interna de los partidos políticos.
Ahora bien, es importante recordar que, de 1929 a 1952, la vida partidaria fue dominada por la fundación y transformaciones del partido hegemónico (PNR, PRM y PRI) y sus escisiones, las cuales apenas dieron lugar a partidos cuya existencia fue efímera. Empero, en dicho periodo, dos partidos obtuvieron su registro definitivo: el PAN y el PP(S). Por ende, de 1938 a 1985, solamente Acción Nacional, partido surgido en 1939, podía acceder a cargos de representación popular; sin embargo, no podía competir por la Presidencia de México, gubernaturas o escaños legislativos importantes. Los porcentajes electorales obtenidos, una y otra vez, evidenciaron la existencia de un sistema de partidos hegemónico, encabezado por el