Richard P. Fitzgibbons

Doce hábitos para un matrimonio saludable


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ayudado por la gracia.

      La falta de desarrollo del carácter

      En las familias, las iglesias y las escuelas, se suele advertir de los graves peligros que entraña el autoamor para el desarrollo de un carácter adecuado. A los católicos se les enseña que esos peligros pueden derivar en el odio a Dios, como avisaba san Agustín. No obstante, la pseudopsicología que lleva décadas difundiendo la autoestima, la educación permisiva y el relativismo moral han convertido en algo habitual la actitud del «primero yo». De ahí que los esposos, llevados por esa autoestima desmedida, se obsesionen con sus deseos y sus objetivos personales sin pensar en los de aquellos a quienes se han comprometido a amar. En muchos casos la obsesión por el cuidado de uno mismo ha reemplazado a la responsabilidad moral de buscar el bien del cónyuge y de los hijos.

      La mentalidad anticonceptiva

      Hasta los años 60 del siglo pasado, la enseñanza moral de la Iglesia era para los católicos el criterio que les permitía distinguir el bien del mal. Por supuesto que pecaban, pero rara vez afirmaban ser católicos si se oponían a alguna enseñanza fundamental de la Iglesia. No obstante, con la llegada de la revolución sexual, alimentada por la promesa del sexo sin hijos que supuso la píldora para el control de la natalidad, muchos católicos confiaron en que la Iglesia cambiaría su doctrina. Cuando en 1968 la encíclica del papa Pablo VI Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad ratificó la enseñanza constante de la Iglesia sobre la inmoralidad del empleo de la anticoncepción, muchos católicos se rebelaron, afirmando que en determinadas circunstancias su conciencia les permitía el empleo de anticonceptivos.

      Llevados por un falso conocimiento de la biología humana y la antropología, algunos sacerdotes y religiosos respaldaron el empleo de la anticoncepción, mientras que a buena parte de los que se mantuvieron fieles —incluidos los obispos— le faltaron los conocimientos o el coraje para articular con eficacia una doctrina de la Iglesia sobre la anticoncepción. Su silencio facilitó la aceptación y el empleo generalizados de los anticonceptivos por parte de los católicos, alentados por los médicos y las empresas farmacéuticas que se beneficiaban de ello.

      Hubo muchos católicos que no tardaron en adoptar el modelo secular de la familia con dos hijos. Al acceso a la anticoncepción se sumaron otros factores. El alza de los costes de la enseñanza, la vivienda y la atención sanitaria convenció a muchas parejas católicas de que no podían permitirse criar familias tan numerosas como las de sus padres. El feminismo y el ecologismo llegaron a sugerirles que tal cosa sería una inmoralidad. Los matrimonios dejaron de creer que sus futuros hijos son el bien más valioso de sus familias, de la Iglesia y del mundo. Con la confianza puesta en la prosperidad material antes que en Dios, dejaron de confiar en la divina providencia, lo que generó una generosidad menor y la no apertura a la vida. Junto con el egoísmo crecieron los divorcios.

      El papa Juan Pablo II intentó revertir esta tendencia con una clara defensa de la doctrina de la Iglesia acerca del matrimonio y con la demostración del daño que la anticoncepción inflige al amor conyugal. El papa explicaba cómo la anticoncepción separa el acto sexual de sus dos fines: la unión plena de los esposos y la generación de nueva vida.

      Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no solo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal[11].

      El papa habló largo y tendido sobre este tema. «La contracepción —dijo en una ocasión— ha de juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que nunca puede, por ninguna razón, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a sostener que en la vida humana hay situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios»[12].

      A lo largo de la historia el matrimonio se ha considerado la única institución que une al hombre y a la mujer entre ellos y con los hijos que nacen de su unión sexual. La fecundidad se veía como una bendición y los hijos como «el don más excelente del matrimonio», la corona del amor conyugal[13]. La anticoncepción transformó radicalmente la noción no solo de la sexualidad humana, sino de la fecundidad. La gratificación sexual anticonceptiva o estéril se convirtió en la norma y la fecundidad pasó a ser algo controlable mediante fármacos hormonales, dispositivos invasivos o cirugía.

      Una vez disociado el sexo del matrimonio y de los hijos, junto a las técnicas reproductivas surgieron las alternativas al matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. El matrimonio dejó de ser un requisito para mantener actividad sexual o para tener hijos, y se convirtió en un mero contrato de convivencia que incluye el acceso al sexo entre dos personas que se aman lo suficiente como para comprometerse a vivir juntas mientras son felices. Tener hijos o evitar tenerlos es una mera cuestión de preferencias.

      Esta mentalidad anticonceptiva ha hecho que un número significativo de jóvenes católicos crezca con un solo hermano o con ninguno, lo que les niega la oportunidad de crecer en virtudes como la renuncia y la generosidad que fomentan el desarrollo de una personalidad sana. Por otra parte, muchos jóvenes replican inconscientemente el modelo de unos padres que han abrazado tanto la anticoncepción como el materialismo, o que están divorciados. La capacidad de esos jóvenes católicos de entregarse más adelante en el matrimonio y de confiar en la acción de la providencia divina en sus vidas se ha visto gravemente dañada, generando una reticencia generalizada al matrimonio y a la vida de familia[14].

      La generosidad: el antídoto contra el egoísmo

      Cuando Ken y Sandra compararon sus conductas con la guía de evaluación del egoísmo que contiene este capítulo y reflexionaron sobre el daño que se habían hecho el uno al otro, a su matrimonio y a sus hijos, se cargaron de motivación para mejorar las cosas. «Si me muerde una serpiente venenosa, tendré que administrarme de inmediato un antídoto para evitar que el veneno se extienda y acabe conmigo», dijo Ken; «lo mismo ocurre con el egoísmo». Él y Sandra se alegraron al enterarse de que el antídoto más eficaz contra el egoísmo es la generosidad y que de ellos dependía, con la ayuda de la gracia, adquirir esa virtud.

      Ken tomó la iniciativa pidiendo perdón a Sandra por todo lo que sus conductas egoístas la habían hecho sufrir a lo largo de su matrimonio. Aunque Sandra, deshecha en lágrimas, contestó que intentaría perdonarle, también confesó que le iba a resultar difícil. A su vez, Sandra pidió perdón a Ken por haber querido limitar a dos el número de hijos; y, a continuación, pidieron perdón a sus hijos por el daño que, sin saberlo, les habían hecho.

      Después Ken y Sandra siguieron el consejo de san Agustín: «Comienza por no agradarte tal cual eres, lucha contra tus pecados y conviértete en algo mejor». Ken prometió cambiar de actitud y de conducta: en lugar de centrarse en sí mismo, intentaría demostrar que amaba a su mujer con actos de generosidad y renuncia. Sandra, por su parte, se comprometió a cambiar de conducta y de manera de pensar.

      El hábito de la generosidad ayuda a las personas a pasar por encima de sus intereses más insignificantes para poder darse con mayor plenitud y generosidad a los demás, en especial al cónyuge. Invita a los esposos a abrir el foco de sus pensamientos y sus acciones más allá de sus deseos para abarcar ese «nosotros» más amplio del matrimonio y de la vida de familia. Crecer en ese hábito aviva en los esposos el deseo de darse más y de buscar modos de aportar más amor a la familia. La generosidad también supone una ayuda para todo lo que sigue:

       Entender que el amor se demuestra con las obras antes que con las palabras

       Desear lo mejor para el cónyuge

       Ver al cónyuge como un regalo de Dios y un tesoro que cuidar

       Abandonar la tendencia a ser hiperindependiente

       Estar