Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 9


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los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó con una ávida mirada al padre Tomás.

      – Calma, mucha calma, hija mía – dijo el jesuíta sentándose – . Las noticias que traigo son muy graves, y es preciso que te armes de valor para oírlas. Las jóvenes dais vuestro corazón al primero que se os presenta y os resulta agradable; no buscáis el sano consejo de la experiencia, y después os veis obligadas a llorar una terrible decepción y a desconfiar de la misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo pecado.

      María estaba para oír noticias y no consejos, así es que interrumpió al jesuíta:

      – ¿Pero qué es lo que hay?.. Hable usted pronto, padre, pues me resulta imposible contener la impaciencia. ¡Oh!, ¡respóndame, por Dios! ¿Me ha olvidado Juan?

      El jesuíta contestó inclinando afirmativamente su cabeza y María quedó silenciosa durante algunos minutos, como abrumada por la fatal revelación.

      – ¡Oh, padre mío! Dígame usted pronto cómo ha sido eso. Necesito saber por qué causa me ha olvidado un hombre que juraba amarme tanto.

      – Recuerda, hija mía, lo que te dije de París la última vez que nos vimos. Es la ciudad del diablo. La sentina de corrupción donde no puede entrar un alma sin corromperse. Yo no culpo a ese joven, pues lo que le ocurre, forzosamente había de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo y de reconocida impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de sentimientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de esa Babilonia moderna.

      – Pero, en fin, padre Tomás – dijo impaciente la joven – . ¿Qué es lo que le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga usted sin más preámbulos, pues siento una atormentadora impaciencia. No tenga miedo de hablar; soy fuerte y sabré resistir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso ama hoy a otra mujer?

      – Tú lo has dicho – contestó con entonación bíblica el jesuíta – . Ese ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorarse de la primera mujer que ha encontrado al paso en las calles de París.

      – ¿Y quién es ella? – preguntó María con dolorosa curiosidad.

      – Hija mía – contestó el jesuíta con pudorosa expresión y fijando su mirada en el suelo – . Eres una señorita cristiana, bien educada y virtuosa, y por lo tanto siento hablarte de ciertas miserias humanas que tal vez ignores; pero es preciso que descendamos a ciertas podredumbres de la sociedad para que comprendas mejor cuál es tu situación y la del que fué tu novio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de esas que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los brazos de un hombre a los de otro. Ya ves cuan terrible es su ingratitud al abandonarte así, repentinamente, por un pingajo de vicio.

      – ¿Y es hermosa?

      – ¡Oh!, en cuanto a eso, mis informes son muy favorables. Esa mujer tiene una diabólica belleza, como todas las de su raza, pues has de saber que es judía y se llama Judith, teniendo el apodo de la Rubia por su blonda y espléndida cabellera. Esto hace más abominable la infame falta de Zarzoso. ¡Ya ves tú!, abandonar a una señorita virtuosa y católica por una perdida que, además de sus vicios, tiene la mancha de pertenecer a una raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.

      A María no parecía preocuparle mucho que la amante de Zarzoso fuese hebrea y estuviese, por tanto, contaminada con la mancha del deicidio; lo que sí excitaba su rabia era que fuese tan hermosa, la mujer que le había robado su amor.

      Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio; enterarse detenidamente de aquellos amores impuros que la atormentaban, y por esto rogó al padre Tomás que, sin más preámbulos ni preparaciones, la relatara cuanto supiese de la vida de Zarzoso en París.

      El jesuíta, haciendo uso de su extremada habilidad, habló de modo que cada una de sus palabras fué una puñalada para María. El joven médico no escribía porque estaba enamorado como un loco de Judith, viviendo con ella maritalmente y supeditado por completo a su voluntad, como si fuese un esclavo, o más bien un ser automático.

      – Según eso, reverendo padre – dijo María con ansiedad – , ese hombre ya no se acordará de mí.

      – ¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.

      – ¡Me asusta usted, padre mío! ¿Qué quiere usted decir con eso?

      El jesuíta, silencioso e inmóvil, se gozó durante algunos instantes en contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al fin dijo con lentitud:

      – Ese hombre, para tu desgracia, se acuerda mucho de ti y se complace villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar impúdicamente, a la vista de todos, los recuerdos más íntimos de tu pasión.

      María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto el jesuíta, con mefistofélica calma, seguía relatando la historia infame que anticipadamente se había forjado.

      Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones a una joven pura y honrada, que tal vez no pudiese resistir tan fatal información; pero era preciso decir la verdad, pues de lo contrario, María, al no tener pleno conocimiento de su infortunio, podría algún día caer en la tentación de perdonar al que tanto la había ofendido. Zarzoso, según afirmaba el jesuíta, al enamorarse de aquella perdida, había tenido el especial gusto de burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba a su banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Latino, todos cuantos recuerdos conservaba de María.

      – ¿No tenía él – continuó el jesuíta – , un cofrecillo de laca en el que guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran como prendas de amor? Pues bien, hija mía, me cuesta mucho el decírselo, pues sé que esto te producirá inmenso dolor; pero todo este tesoro de cariño, ese montón de sagrados objetos, que debía inspirar a Zarzoso una adoración casi santa, por proceder de quien proceden, sirve de objeto de befa a toda la gentecilla depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa perdida que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato, tus pañuelos y una trenza de cabello, mostrando todo esto a sus impuras amigas para que saluden tu nombre con groseras carcajadas en presencia de ese mismo Zarzoso, que muchas veces se une al coro de indecentes chistes y obscenos comentarios que tu recuerdo provoca. Ya ves que conozco bien el contenido de esa cajita de laca, lo que demuestra que mis informes no pueden ser más ciertos.

      María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia, que por lo inmensa, nunca había llegado a imaginar.

      No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel momento; no sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella que se contempla olvidada con desprecio; en ella se había despertado la susceptibilidad terrible y arrolladora, aquel amor propio que caracterizaba a la familia de Baselga, y que prefería la muerte antes que quedar en ridículo.

      La joven estaba abrumada por tan terribles revelaciones, y en su imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo Zarzoso, expuesta a las miradas injuriosas e insultantes de una juventud ebria y corrompida, la cual, entre carcajadas y groseros chistes, iba arrancándole a jirones su propia piel. Este tormento era igual, en concepto de la joven, al que le hacía sufrir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de amor, y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres impuras, aquellas prendas queridas que ella había entregado en un momento de pasión.

      Era tan enorme esta ingratitud de Zarzoso, resultaba tan inverosímil el ser tratada así por un hombre al que no había dado el menor motivo de queja, que María levantó con arrogancia su frente, y clavando su fija mirada en el jesuíta, exclamó:

      – ¡Pero, Dios mío! No es posible tanta infamia. Aunque Zarzoso me haya olvidado por otra, no es natural que se complazca en insultarme de un modo tan infame. Esto sería propio de una cruel venganza y yo no he dado a mi novio el menor motivo de queja. ¡No, no es posible lo que usted dice! Necesito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás? Necesito pruebas.

      Y al decir esto miraba al jesuíta con recelo, como si comenzara a adivinar que todo aquello era